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En Colombia donde el conflicto armado con las guerrillas lleva más de cinco décadas y los casos de violencia contra la niñez se incrementan dramáticamente, surgen las fórmulas salvadoras como la creación de nuevos delitos: la cadena perpetua y la pena de muerte. Esto se aviva en época de elecciones, hace parte de las promesas de campaña, lo que genera receptividad en la ciudadanía y trae beneficios para sus abanderados. Las propuestas, proyectos o decisiones ya tomadas son una válvula de escape ante los problemas de legitimidad, crisis de gobernabilidad e inoperancia de las autoridades encargadas de contrarrestar el delito y las manifestaciones de criminalidad.
Así ha ocurrido en diferentes momentos de nuestra agitada historia política; en materia de cadena perpetua, se produjo el decreto legislativo 2490 de 1988 suscrito por el presidente Virgilio Barco, como respuesta institucional a las matanzas colectivas contra la población civil, realizadas por grupos paramilitares o de "autodefensa". Esta legislación dispuso la aplicación de esta medida extrema para castigar el homicidio que se cometiera por personas que pertenecieran a un grupo armado no autorizado legalmente. Se había declarado turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio nacional. Esta medida tuvo como origen la acción de grupos armados tendientes a la desestabilización de la normalidad institucional, la paz y el orden social, y se consideró eficaz para combatir hechos atroces como el homicidio masivo e indiscriminado de la población civil y los atentados contra personas de especial significación política, civil y militar.
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La Corte Suprema de Justicia mediante sentencia del 27 de marzo de 1989 declaró inconstitucional la cadena perpetua contenida en el mencionado decreto. Aparte de las consideraciones respecto a que la perpetuidad de las penas privativas de la libertad no podía ser decretada por el Ejecutivo en ejercicio de las facultades de estado de sitio, en forma nítida la providencia destacó que la Constitución le impone al legislador y a todas la autoridades el deber de proteger la vida, la honra y los bienes de los residentes en Colombia, y por tanto, no se puede establecer una sanción penal que no se dirija a resocializar al reo por medio de la retribución penológica y de la aflicción expiatoria; agregó la alta Corporación de Justicia que se incumplen los fines de protección y resocialización cuando al delincuente no lo redimen siquiera el transcurso del tiempo y su decadencia biológica, el principio retributivo no es, ni puede ser el mismo talión ni la venganza de la autoridad pública.
Hoy avanza en el Congreso de la República una iniciativa de acto legislativo que pretende modificar el artículo 34 de la Constitución Política para imponer la pena de prisión perpetua cuando se cometan los delitos de homicidio doloso, secuestro, tortura, acceso carnal o actos sexuales abusivos con menor de 14 años. Desde luego que son preocupantes las cifras entregadas por el Instituto Nacional de Medicina Legal: en Colombia entre enero y abril de 2019 han sido abusadas sexualmente 6.085 niñas menores de edad, asesinadas 33, cada día violan a 55 niñas, mientras que cada 3,3 días una es asesinada. Estas conductas sin duda alguna causan un enorme daño, recaen en personas indefensas y deben ser castigadas con rigor. No obstante, treinta años después de la mencionada sentencia los argumentos de la Corte Suprema de Justicia en materia de cadena perpetua tienen plena aplicación; aunque la época, las circunstancias y los destinatarios de las normas con carácter punitivo son distintos, el mecanismo de endurecimiento de las penas para contrarrestar la alteración del orden público, garantizar la seguridad y evitar la escalada delincuencial, es el mismo, antecedido de la conveniencia electoral o la falsa creencia de que los graves problemas de la sociedad se solucionan de esta manera, a pesar que lo fáctico y lo judicial demuestran lo contrario.
Dentro del andamiaje del ordenamiento jurídico colombiano, la cadena perpetua resulta contraria a los postulados del Estado social de derecho, como son la dignidad humana en cabeza de la víctima y el victimario; el derecho a la integridad personal; la igualdad frente a la ley; la prohibición de aplicar penas imprescriptibles y tratos o penas crueles inhumanos o degradantes. Por tanto, no basta con reformar el artículo 34, la Constitución como cuerpo cierto guarda interdependencia en su parte principialista y de derechos, siendo imprescindible indagar sobre las aspiraciones y fines buscados por la comunidad depositados en el ordenamiento superior.
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No hay anomia, en el código penal se encuentran previstos estos oprobiosos delitos que recaen sobre los niños y niñas cuyos derechos son prevalentes: las penas pueden llegar a sesenta años de prisión. Con la aplicación del ordenamiento penal las autoridades deben cumplir con su función constitucional de protección de todas las personas siendo un imperativo la prevención del delito y la acción constante y efectiva contra las organizaciones criminales. Cuando la degradación y el menosprecio por la vida y la integridad de las personas se enquista en el tejido social, siendo los niños, las mujeres, los débiles y vulnerables las principales víctimas, ciertamente las fórmulas retributivas y eficientistas resultan inconvenientes. La cadena perpetua es una medida cuya capacidad de disuasión es discutible, pero sí puede generar serios inconvenientes en el sistema penal dados sus fines de resocialización, retribución jurídica y protección. Es además inoportuna, ya que la administración de justicia tiene serios inconvenientes funcionales como la congestión, la insuficiencia de investigadores especializados en este tipo de conductas, el error judicial, el hacinamiento carcelario, los costos económicos y la sostenibilidad, solo para mencionar algunos factores.
Respecto a los tratados internacionales sobre derechos humanos, el Pacto internacional de derechos civiles y políticos, y la Convención americana sobre de derechos humanos, estipulan dentro de sus catálogos que las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad la readaptación social de los condenados, lo que es inviable si la prisión es perpetua. Desde el derecho internacional de los derechos humanos se propugna por la eliminación de la cadena o prisión perpetua y está estatuida la progresividad de los bienes esenciales de la persona, por ello, se debe racionalizar la detención preventiva y las condenas.
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En el marco de una política criminal acorde con el Estado social de derecho, la función preventiva de la pena es cardinal. En un documento del pasado 23 de mayo, dirigido a la ministra de Justicia, la Comisión Asesora en materia de Política Criminal consideró que la prisión perpetua, además de innecesaria, inútil y desproporcionada, instrumentaliza al ser humano y lo inocuiza, envía un mensaje social de exclusión contrario a la pena admisible en el Estado constitucional que busca, por ejemplo, la resocialización del condenado. La Comisión propone analizar otras vías sociales, culturales, políticas y legales menos lesivas para los derechos humanos y acudir al derecho penal como última ratio, siempre acompañado de políticas públicas complementarias.
Aunque está suficientemente argumentado la inconveniencia e impertinencia de la cadena perpetua, el gobierno Duque decidió apoyar la iniciativa y contribuir con las reformas constitucionales basadas en promesas de campaña y no en evidencias o estudios rigurosos y detallados. ¿Esa es la respuesta o la solución más conveniente para un conglomerado donde la muerte, la estigmatización y la barbarie hacen parte de su diario vivir? Se está en un momento donde la exigencia, el rechazo y aún el asombro han cedido ante la deficiente actuación de las autoridades para contrarrestar el delito; y mientras el miedo y la impotencia ciudadana se arropa con la resignación e indiferencia, la formula salvadora de penas y urnas una vez más está a la mano, justamente cuando hay problemas de gobernabilidad y crisis en la administración de justicia.