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A un año de que se cumpla la primera década de la estrategia de la ONU sobre drogas, el Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas (IDPC) lanzó un informe en el que asegura que resultó ser un fracaso total. Para llegar a esta conclusión, 174 organizaciones de todo el mundo participaron en la investigación que tiene como objetivo llamar la atención de la comunidad internacional respecto a que la llamada guerra contra las drogas no sirvió para casi nada. Isabel Pereira Arana, investigadora de Dejusticia, fue la cuota colombiana en este documento que representa una radiografía poco alentadora del panorama mundial de las drogas.
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En diálogo con El Espectador, la politóloga de la Universidad de los Andes y una de las personas que más conocen de esta problemática en el país, explicó que ninguno de los objetivos que se plantearon hace 10 años se cumplió (ver infografía) y que, por el contrario, la lucha contra las drogas se convirtió en una amenaza para los campesinos y las poblaciones que están detrás del cultivo de las plantas que derivan en estas sustancias.
El informe, de entrada, aclara que esta última década de lucha contra las drogas fue una pelea perdida. ¿Esa es la conclusión del informe que presentan hoy?
Básicamente, los objetivos que se impuso la comunidad internacional en 2009 con la declaración política no se han cumplido. Por el contrario, esos esfuerzos les han hecho más daño a las poblaciones más vulnerables que están involucradas en las actividades relacionadas con las drogas. Teníamos la meta de lograr un mundo libre de drogas y, para hacerlo, hay que erradicar completamente tanto la producción como el consumo de drogas. No solo no se logró esa meta, sino que además causó muchos daños colaterales.
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Si tuviera que resumir en una frase qué pasó en estos últimos años, ¿qué palabras elegiría?
Fue un fracaso costoso en derechos humanos. El informe lo titularon La década perdida. En parte sí se perdió, porque no se mejoró la calidad de vida; por el contrario, se empeoró.
¿En qué sentido ha empeorado?
Lo más claro es el ejemplo de las personas que cultivan coca, sobre todo en Colombia. Lo que ha pasado con la política antinarcóticos en el país es que se han enfocado recursos en las estrategias de militarización y de erradicación, pero esto no ha estado acompañado de estrategias que cambien las condiciones de vida en las zonas rurales. Una investigación que hizo Dejusticia hace unos años mostraba que el 93 % de los municipios en donde se cultiva coca es donde existen los índices más altos de pobreza multidimensional.
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¿Cuál es la razón?
Esto pasa porque no hay acceso a los derechos y bienes públicos más esenciales: no hay acueducto, alcantarillado, escuelas a donde puedan mandar a sus hijos, no hay carreteras por donde puedan sacar sus mercados. Este costoso fracaso implica que para estas familias, que ya de por sí están en una condición de pobreza y que cultivan coca por esa condición, la respuesta del Estado ha sido la fumigación o la erradicación manual de la mata de coca.
Pero frente a una problemática tan complicada como la colombiana ¿cómo entender que hay una alternativa a la fumigación o la erradicación?
Uno puede defender y entender que en un Estado como Colombia debe existir algo así frente a la problemática de la coca. El lío es que cuando le erradican la coca a una familia, no le dan ninguna otra alternativa ni cambian sus condiciones. Ahí es donde está el problema. En todos los años en los que se han venido aplicando estas estrategias, el Estado colombiano no se ha ocupado de observar las transformaciones de bienestar y calidad de vida de las poblaciones que dependen de la coca. Por el contrario, fumigan sus cultivos, y eso aumenta mucho su vulnerabilidad.
Después de la investigación para este informe, ¿cuál cree que fue el error que llevó a este fracaso?
La política global de drogas está cimentada en convenios de drogas que designan la prohibición de las tres plantas que tienen efectos específicos: la hoja de coca, la amapola y la marihuana. Ahí se han abierto discusiones a dos niveles. Una de ellas es si la prohibición es un régimen ideal o no. Como país, necesitamos entender que ese veto se cimentó en los años 20 o 30 por cuestiones profundamente raciales, pues los poderes de la época consideraban que estas plantas, como venían de los chinos y mexicanos o de personas que consideraban indeseables, se debían prohibir y regular.
¿Y la segunda discusión?
Se basa en la pregunta: ¿cuál es la mejor manera de aplicar una prohibición? Aquí se habla de que esa prohibición no es necesariamente encarcelar a la gente, sino darle oportunidades diferentes a la siembra de estas plantas.
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¿Hay alguno de los objetivos planteados hace 10 años que no haya fracasado?
No. Todos se rajaron si lo consideramos a nivel global. Si uno revisa casos específicos, sí se pueden encontrar algunas historias de éxito. Pero son países que se han salido un poco del margen de las convenciones y de la prohibición.
¿Por ejemplo?
Portugal. Allí había una crisis humanitaria y de salud muy grave por consumo y sobredosis, y en ese entonces tanto el consumo como el porte de drogas era un delito. Las autoridades llamaron a una comisión de expertos, médicos y psicólogos y les explicaron algo muy básico: que esas personas no debían estar en prisión, porque esa situación estaba empeorando el problema de drogas en el país. A raíz de esos estudios, discriminalizaron el consumo y el porte y crearon un modelo mediante el cual las personas que llegan a conflictos con la ley son remitidas a unas comisiones de disuasión en donde hay profesionales de psicología, de trabajo social y terapia ocupacional donde les brindan programas de empleo y vivienda.
¿Ese fue el remedio para la enfermedad?
No solo lograron reorientar y darle una propuesta a la gente que realmente necesita, sino que además todas las cifras de consumo de droga disminuyeron y obviamente las muertes por sobredosis también. El modelo portugués no es que esté por fuera de las convenciones. De hecho, el plan contra las drogas de hace 10 años no exige que el consumo sea un delito. Pero sí ha sido la práctica común de los estados. En países como Portugal, que experimentan estos modelos un poco radicales dentro del mundo de la prohibición, es donde se han visto casos de éxito.
¿Cuando los estados se desmarcan de las estrategias de prohibición es cuando se dan los casos de éxito?
Podría decirse que sí. El éxito lo vemos cuando se reconoce que ese ideal de hace 10 años, que era un mundo libre de drogas, es imposible. Debemos pensar en cómo vivir con las drogas de la manera más agradable.
¿Cree que entonces se debe cambiar esta cultura de la guerra contra las drogas para, más bien, entrar en una etapa de diálogo y negociación?
Definitivamente, la guerra contra las drogas no es el camino. Es imposible hacerle la guerra a una planta. Detrás de ella siempre hay personas. Por eso es que una guerra contra las drogas termina siendo una guerra contra la gente y no contra quienes se están lucrando por el narcotráfico. De hecho, la captura de los grandes capos ya no se volvió a dar. Por el contrario, la guerra se está librando contra campesinos, habitantes de calle o traficantes que lo hacen por necesidad, como las mulas. El enfoque de la guerra se volvió un monstruo que a los propios estados se les salió de las manos. Además ha desgastado muchísimo a los gobiernos.
Podría decirse que Colombia es un ejemplo del fracaso de esta lucha. ¿Qué es lo que hay que hacer para cambiar esta situación, que ya pareciera ser sistemática?
Creo que lo más importante es que el tema de las drogas debe salir del mundo de las drogas. Me refiero a que el tema de los cultivos ilícitos debe ser un problema no de las agencias especializadas en sustitución, sino también del Ministerio de Agricultura y Desarrollo Rural. ¿Por qué en Colombia, que es un país con esta problemática tan terrible, las autoridades de desarrollo rural y agrario no se ocupan de entrar a esos territorios? Ellos dicen que porque son territorios rojos para ellos. Pero esto viene también en estar atrapados en la medición por hectáreas.
¿A qué se refiere?
Cada junio se publica en informe del Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos ilícitos (Simci) de la ONU, que es el que recopila el censo de cultivos de coca. Ahí, Colombia entra como en un pánico por el número de hectáreas. Cualquier aumento representa un riesgo porque, además, sabemos que detrás hay grupos armados que están controlando el negocio. Pero el problema de fondo no debería ser esa cifra. No estamos mirando los indicadores más importantes, que deberían ser cómo están las carreteras, las escuelas y la salud en esos territorios. No estamos analizando qué es lo que lleva a la gente a cultivar coca.
Y ahí está el cambio clave…
Claro. El Estado debe entender que tiene que saber quiénes son los encargados de responder por las problemáticas de los cultivos ilícitos y, segundo, salir de la trampa de estar viendo la cifra de las hectáreas y mirar, más bien, qué hay detrás de ese número y cuáles son las transformaciones que ha habido en el campo colombiano en las zonas en donde están los cultivos.
La cultura del prohibicionismo ahora la estamos viviendo, pero con la dosis mínima. ¿Esa es otra guerra que tiene que cambiar?
La verdad es que es lamentable esta situación. Un Estado debe buscar mejorar la vida de su gente, y ahora estamos volviendo a una represión que no dio ningún resultado para mejorar esa calidad de vida. El gobierno de Duque dice que quieren proteger a los niños, jóvenes y la salud de las personas. Pero lo cierto es que la oferta de tratamiento para quienes sufren de una adicción o de un consumo problemático es escasa, si no nula. En 2015, el Ministerio de Salud dijo que el 93 % de los municipios en Colombia no tienen ninguna oferta especializada de tratamiento contra la adicción. Entonces el Estado cae en varias trampas.
¿Cuáles?
Una es este tema de reprimir sin dar alternativas. Y la otra es la orientación de los recursos del Estado, que ya de por sí son escasos. La Policía está desbocada en las calles requisando a cuanta persona considere sospechosa de estar portando marihuana, cuando en realidad portar este producto no le representa ninguna amenaza a terceros. Eso solamente es una decisión autónoma del individuo que decide consumir. La Policía dedica todos esos recursos, de tiempo, dinero y personal, y además lo está haciendo sin los protocolos debidos de cuándo pueden hacer una requisa. Algo debe cambiar.
En el informe se menciona el programa de sustitución de cultivos, producto del proceso de paz con las Farc, como un proyecto de grandes esperanzas para los campesinos, pero de muchos desafíos. ¿Cómo se puede leer esta intención frente a este aviso del fracaso de la guerra contra las drogas de 10 años?
El programa de sustitución de cultivos fue una buena idea que hay que mirar de manera diferenciada, porque seguro hay territorios que han tenido experiencias negativas, y otros positivas. Fue un programa que tenía todo en su contra para empezar, porque el Gobierno estaba en su último año, tenía pocos recursos y, en efecto, ya se sabía que había un aumento en los cultivos de coca. Creo que fue una apuesta por poder ir de la mano con el campesinado en lugar de enfrentarlo. Pero el problema fue que en Colombia siempre esperamos resultados muy rápidos y, en temas tan sensibles como la sustitución, esto no es posible.
¿De cuántos años estamos hablando, entonces, para ver un cambio?
En este caso lo que pasó fue que, después de un año de que empezó el programa de sustitución, salió un nuevo informe de hectáreas de coca y, obvio, la cifra aumentó. Entramos en pánico y la explicación de ese crecimiento fue que el programa no había funcionado. Colombia debe aprender que cualquier proceso de sustitución exitoso no va a suceder ni en un año ni en dos ni en cinco, sino que tiene que ser un proceso de largo aliento, porque, de nuevo, el objetivo está en cambiar las condiciones de vida de todo un territorio. Me refiero a cambiar la oferta de salud, la malla vial para que no tengan que pagar $300.000 para sacar sus productos al mercado y para que no se demoren nueve horas en un trayecto de 20 kilómetros. Esto toma mucho tiempo. Hay que tener paciencia.
¿Qué puede aprender el mundo de Colombia en esta lucha?
Mucho. México está tratando de aprender de nuestros errores. Después de más de seis años de guerra contra el narcotráfico, los mexicanos se dieron cuenta de que al militarizar la seguridad pública, lo que hicieron fue volver más riesgosa la vida para todas las personas que viven cerca de la operación de un cartel. Por eso ahorita el gobierno está hablando de la regulación de la amapola, que es la planta que se cultiva allá, para entrar en los mercados medicinales. Es una gran paradoja que los medicamentos derivados de la amapola, los opioides, que son esenciales para tratamientos para aliviar el dolor, sean tan difíciles de conseguir, mientras que la producción ilícita, que podría ser destinada a hacer medicamentos, no se está usando para ese fin.
¿Qué puede aprender Colombia del resto del mundo?
Hay que mirar a los países andinos, que es donde hay hoja de coca. En Ecuador, por ejemplo, está pasando algo positivo, pues ahí no hay un presencia grande de cultivos. Hay quienes dicen que es porque su reforma agraria les dio a los campesinos seguridad total sobre la tenencia de sus tierras y además tienen la posibilidad de acceder a los mercados de manera justa. Eso le cambia la vida a la gente y hace que la ilegalidad sea una opción que no es atractiva. Es momento de evaluar para discutir lo que pasó en estos 10 años y mirar qué hicieron esos países en donde la ilegalidad no penetró tanto las instituciones estatales ni la vida social.
¿Cómo ve las políticas internacional de drogas en 10 años?
El panorama es incierto. Después de discutir lo que ha pasado con este plan, existe la posibilidad de que la ONU decida seguir con esta estrategia, que claramente fracasó. Esa idea la defienden países como Rusia, Estados Unidos y Pakistán, quienes seguramente van a pedir 10 años más para lograr los objetivos. Pero hay otros que han planteado que este plan de acción debe perder la vigencia y el documento que ahora debe guiar la política internacional de drogas debe ser uno diferente, que esté más relacionado con los derechos humanos y el desarrollo sostenible. No se sabe qué va a pasar. Pero se va a definir el próximo año en el segmento ministerial de la ONU. Allí va a haber una discusión interesante, porque mientras hay países, como China, que defienden la pena de muerte para los delitos de drogas, también están Canadá y Uruguay, en donde ya son legales los mercados de cannabis.
¿Es optimista? ¿O debemos prepararnos para 10 años de lo mismo?
Pues hay avances y es esperanzador que un país como Canadá, que tiene tanta incidencia en escenarios internacionales, se haya lanzado a hacer la regulación del cannabis recreativo. Creo que muchas naciones van a seguir ese ejemplo, porque estamos viendo que gastar tanta plata en prohibir un consumo que es menos riesgoso que el alcohol no tiene sentido y que ese dinero lo pueden invertir en salud o educación. No estoy muy segura de si este proceso se puede trasladar al consumo de otras drogas que tienen un estigma mucho más fuerte, como la cocaína o los derivados de la amapola.