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Cuando en julio de 1971 el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, declaró la guerra contra las drogas en un discurso ante el Congreso, Colombia ya acumulaba una larga historia de experiencias fallidas para controlar el consumo de sustancias prohibidas. Sin embargo, la directriz de Washington se acuñó como propia y, al tiempo que nacía la DEA en Estados Unidos, en el país, el gobierno de Misael Pastrana aprobó la Ley 17 de 1973, que se promocionó como el primer estatuto contra las drogas.
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En dicha ley se reguló con castigo de arresto entre un mes y dos años y multa de $200.000 a quien llevara consigo una dosis personal de marihuana, cocaína, morfina o cualquier otra sustancia prohibida. En junio de 1974, a dos meses de concluir el gobierno Pastrana, se expidió el decreto 1188 para viabilizar la aplicación de la ley, donde se incluyó la definición de la dosis personal como “la cantidad de fármaco o droga que ordinariamente una persona ingiere, por cualquier vía”. El decreto fue firmado por el presidente Misael Pastrana y su ministro de Justicia, Jaime Castro.
Las presiones de Estados Unidos aumentaron tanto como el consumo en ambas naciones, y el gobierno de Alfonso López Michelsen reguló la forma de encarar el dilema en abril de 1976, mediante el decreto 701, que determinó el alcance de la dosis personal. Hasta 28 gramos de marihuana en hierba y 10 gramos de marihuana en hachís, entre otras clasificaciones, aclarando también el concepto de la dosis terapéutica, certificada bajo juramento por médicos tratantes. Durante una década, esa fue la norma básica para diferenciar el comercio de las sustancias psicotrópicas con “el simple porte de pequeñas cantidades para el consumo personal”.
No obstante, el desafío de las drogas siguió creciendo. Estados Unidos intensificó su política prohibicionista y Colombia quedó en la ruta de esa visión represiva. Ya era un secreto a voces la bonanza marimbera en la región Caribe y también se formaban las primeras organizaciones dedicadas al tráfico de estupefacientes. Los tiempos de Griselda Blanco, conocida como la Viuda Negra, o de sus opositores que protagonizaron la primera confrontación violenta del narcotráfico colombiano en las calles de Nueva York y Miami; con tanta osadía, que en 1979 el país entraba definitivamente en la órbita de la justicia norteamericana.
En septiembre de ese año, Colombia y Estados Unidos firmaron el Tratado de Extradición para fortalecer el combate conjunto contra las drogas. La ley aprobatoria se firmó en 1980 (Ley 27). Sin embargo, inicialmente el gobierno de Julio César Turbay y después el de Belisario Betancur se mostraron indecisos para aplicarla. Incluso, cuando el ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla emprendió en agosto de 1983 sus denuncias contra los carteles de la droga, se alcanzó a defender la tesis de que los procesados por narcotráfico debían ser juzgados primero en Colombia antes de ser extraditados.
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Todo cambió cuando el cartel de Medellín asesinó al ministro Lara, en abril de 1984. A partir de ese momento, no solo el Estado decidió responder a la guerra declarada por el narcotráfico aplicando la extradición, sino que recuperó terreno la línea inflexible del endurecimiento de las normas y procedimientos para controlar el consumo de las sustancias prohibidas. En enero de 1986, cuando el gobierno Betancur sancionó la Ley 30 o Estatuto Nacional de Estupefacientes, ya el país afrontaba la violencia de Los Extraditables y Pablo Escobar, además de aumentar sus exportaciones de droga, desplegaba sus métodos extorsivos.
Por eso, enmarcado en la demonización del narcotráfico, el control del consumo por medio de la Ley 30 de 1986 se convirtió en vía expedita para los atropellos. En medio de la legítima persecución del Estado, muchos jóvenes terminaron en la cárcel o en establecimientos psiquiátricos por incorrectas apreciaciones de la norma. De igual manera, se hizo común el chantaje policial para quienes eran sorprendidos fumando un porro en la calle. El fondo del debate fue la interpretación que muchos jueces dieron a la forma como quedó redactada en la Ley 30 la licencia para castigar el porte y consumo de cualquier dosis de droga.
En concreto, la ley decía que quien llevara consigo o conservara para su uso cocaína, marihuana o cualquier otra droga debía ser sancionado. Si era la primera vez, con arresto hasta por 30 días y multa de medio salario mínimo. Si era reincidente, el arresto pasaba hasta un año. Si el usuario o consumidor, de conformidad con dictamen médico, se encontraba en estado de drogadicción, podía ser internado en un establecimiento psiquiátrico para su recuperación. Además, la familia de la persona tenía que responder por el cumplimiento de esas obligaciones y pagar una caución económica.
Por ocho años este sesgado tratamiento sirvió a las autoridades para perseguir a los consumidores en las calles, pero a pesar de las redadas y también los abusos, este camino de represión fue también de fracaso. Hasta que, a principios de 1994, el ciudadano Alexandre Sochandamandou, con una demanda decidió llevar la discusión a la Corte Constitucional, argumentando que el Estado tenía límites frente a la libertad personal y porque además era notoria la discriminación contra los consumidores de marihuana o de cocaína, frente a la permisividad del mismo Estado frente al creciente consumo del alcohol.
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El 5 de mayo de 1994, a tres meses de dejar la presidencia César Gaviria, ya listo para ser nuevo secretario general de la OEA, la Corte Constitucional se pronunció y fue Troya. Con ponencia del magistrado Carlos Gaviria Díaz, se cayeron las normas que permitían la persecución callejera, con la consecuente despenalización del porte y consumo de dosis personal de droga. Entre las consideraciones del alto tribunal, se incluyó la reflexión de que el Estado puede prescribir la forma del comportamiento frente a los otros, pero no la forma de comportamiento consigo mismo, siempre y cuando esa conducta no interfiera en los demás.
En ese momento, la Corte reprodujo interrogantes que los prejuicios no permitían: “¿Por qué no se conmina bajo pena el consumo de tabaco, si de acuerdo con investigaciones médicas confiables es causa de cáncer? ¿Por qué no se prohíbe la ingestión de sustancias grasas que aumentan el grado de colesterol y propician enfermedades coronarias, que incluso conducen a la muerte?”. En criterio del alto tribunal el tratamiento del consumidor de drogas era “irritantemente discriminatorio”, cuando es evidente que si un drogadicto comete un crimen, debe ser castigado por el crimen y no por su condición de drogadicto.
En síntesis, la Corte reconoció que respecto a los consumidores, el Estado se asumía dueño y señor de la vida y del destino de cada persona, escondiendo detrás de la lucha contra la ilegalidad el más feroz poder represivo, incluso más censurable, porque se presentaba como una actitud paternal frente al disidente. La sentencia recalcó que reconocer en la Constitución el libre desarrollo de la personalidad, pero al mismo tiempo fijarle límites al capricho del legislador, era un truco ilusorio para decirle: “Usted es libre para elegir, pero solo lo que es bueno, y eso que es bueno, lo determina el Estado”.
La conclusión de la Corte fue que si el Estado encontraba indeseable el consumo de narcóticos, la única vía adecuada para enfrentarlo era la educación. Sustituirla por represión era situarse en contravía de la dignidad humana, la autonomía personal y el libre desarrollo de la personalidad. La sentencia quedó 5-4 y causó escándalo. Antes de irse de la presidencia, César Gaviria la calificó como “dañina e inconveniente”, y planteó un proyecto de iniciativa popular que culminara en referendo, para que fuera la sociedad colombiana la que adoptara la última palabra en el espinoso tema de la dosis personal.
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En adelante, los dignatarios del país siguieron divididos en el debate, mientras en la práctica, con lentitud fue cambiando la recurrente conducta represiva. Eso sí, se mantuvo el chantaje policial y, entre los legisladores, el moralismo para inventarse formas de castigar a los consumidores de droga, a pesar de la sentencia de la Corte. Inicialmente, con la Ley 124 de 1994, para contener al menor que fuera encontrado consumiendo bebidas embriagantes, deber al que también se agregó la droga. O la Ley 365 de 1997, que regresó a la sanción desde una nueva perspectiva: para combatir a la delincuencia organizada.
Sin embargo, en dicha Ley 365 de 1997 quedó clara la advertencia “salvo lo dispuesto sobre dosis para uso personal”. En otras palabras, en los terrenos del Derecho no se dejó de lado el fallo de la Corte en el contexto de la autorización para contener a quienes llevaran consigo, almacenaran, vendieran u ofrecieran cualquier sustancia prohibida. A manera de balance, durante el gobierno Samper, a pesar de cargar con el fardo del proceso 8.000, por lo que debió ceder ante Estados Unidos en asuntos como revivir la extradición de nacionales, no hubo cambios en la piedra en el zapato de la dosis personal.
En la era Pastrana, en julio de 2000 se expidió la Ley 599 que actualizó el Código Penal e incluyó el artículo 376 sobre tráfico, fabricación o porte de estupefacientes. Sin alusión alguna a la dosis personal, este artículo volvió a insistir en la prisión y multa como fórmulas para castigar al portador de sustancias prohibidas. En la práctica, en las calles o parques, consumidores y policías continuaron jugando al gato y el ratón. Al año siguiente, a sanción presidencial pasó también una ley para sancionar a consumidores en presencia de menores, frente a establecimientos educativos o al lado de sitios comerciales de entretenimiento.
Luego llegó el tiempo de Álvaro Uribe, que de entrada se empecinó en la tarea de eliminar la dosis personal. Ante la resistencia en el Congreso para insistir en el tema, a última hora el gobierno logró colarlo en la discusión de la ley que dio paso a un referendo en 2003. Aunque esa consulta ciudadana estaba enfocada contra la corrupción y la politiquería, sin discusión suficiente apareció como la pregunta número 16, convocando a los votantes a definir si acogía o no una nueva interpretación del derecho del libre desarrollo de la personalidad, a partir de promoverla y protegerla castigando “severamente” la siembra, producción, venta y, por supuesto, el porte y consumo de sustancias alucinógenas.
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La Corte Constitucional echó abajo la pregunta con dos argumentos. El primero, de fondo, al advertir que, frente al dilema de la penalización del porte y consumo de sustancias prohibidas, había abundancia de análisis críticos que demostraban que esta estrategia, lejos de proteger, lo que hacía era agravar la situación de los consumidores, marginándolos socialmente. El segundo reparo fue de forma. En el afán de que la pregunta fuera incluida en un referendo que se creía ganado por las mayorías uribistas, no fue publicado antes de la discusión en la comisión. Es decir, se vulneró el principio de la publicidad y por esa razón se cayó en el examen previo a la convocatoria en las urnas.
En la dinámica de la reforma de la reelección presidencial o de la ley de justicia y paz para someter al paramilitarismo, el gobierno Uribe no insistió más en el asunto. En las calles persistió el forcejeo entre consumidores y autoridades. Luego llegó el segundo tiempo de Uribe, sitiado por los escándalos, la parapolítica, la yidispolítica, las chuzadas ilegales o Agro Ingreso Seguro. No hubo mucho tiempo para alentar el encono contra los consumidores de sustancias prohibidas. Aun así, en el acto legislativo 02 de 2009 se volvió a incluir que “el porte y consumo de sustancias estupefacientes está prohibido, salvo prescripción médica”.
El asunto de cómo concretar ese dictamen quedó aplazado para el gobierno Santos, que se pensó iba a ser el tercer tiempo de Uribe. Al final, en la Ley 1453 de 2011, correspondiente a la consabida reforma penal de todos los gobiernos, la de la era Santos incluyó en el inciso primero del artículo 11 el precepto para insistir en el dilema. Un año después, en junio de 2012, de nuevo la Corte Constitucional dictó sentencia y aunque aceptó la exequibilidad de esta norma, advirtió que “no incluía la penalización del porte o conservación de dosis, exclusivamente destinada al consumo personal, de sustancia estupefaciente o droga sintética”.
En medio de las interpretaciones jurídicas sobre un tema que en la práctica ha resultado ineficaz desde la represión, la Corte Suprema de Justicia también terminó aportando novedosas directrices para demostrar la complejidad de volver castigo la decisión privada de consumir sustancias prohibidas. En particular, planteó la tesis de la dosis de aprovisionamiento, interpretada como la cantidad que puede poseer un consumidor habitual, ampliando así la comprensión sobre el porte y consumo de la dosis mínima. Un debate que, en otras latitudes del mundo, ya incluye escenarios como el consumo de marihuana para uso medicinal y también recreativo.
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Sin embargo, con el relevo en la Casa de Nariño, el gobierno de Iván Duque ha decidido retornar al tema de los consumidores, esta vez anunciando que se expedirá un decreto para confiscar toda dosis de droga que se encuentre en las calles. El borrador del decreto deja ver que el soporte jurídico de la medida esta vez es el Código Nacional de Policía (Ley 1801 de 2016), y que además de la incautación y la destrucción de sustancias prohibidas, sugiere promover procesos verbales inmediatos, dejando la puerta abierta para disposiciones mayores, con una ambigua frase: “Sin perjuicio de las demás medidas correctivas a las hubiere lugar”.
Lo único cierto es que una vez el decreto esté listo, no cabe duda de que empezará de nuevo la pugna callejera entre policías y consumidores, la mayoría de estos últimos jóvenes, con la consecuente discusión sobre si el Gobierno está realmente evitando un perjuicio o alentando un prejuicio. Su anunciado criterio es preservar la legalidad, pero los detractores de su medida sostienen que no es otra cosa que “una discriminación moralista”. Recordando las palabras de Carlos Gaviria Díaz, el promotor de la despenalización del porte y consumo de dosis personal, “se olvida que, ante todo, la educación es el único camino para enfrentar el tema, porque tiene el mismo destinatario que el Derecho: la consolidación del hombre libre”.