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Con un minuto de silencio para recordar a los cerca de 400 defensores y defensoras de derechos humanos que han sido asesinados desde la firma del Acuerdo de Paz entre el Gobierno y las Farc, empezó la ceremonia de entrega del Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos, que desde hace ocho años entrega en Colombia la organización Diakonia y la iglesia sueca.
Este año los galardonados fueron la Asociación Campesina del Valle del Río Cimitarra, en la categoría “Experiencia o proceso colectivo del año”; la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), en la categoría “Proceso colectivo del año, nivel ONG”; Ricardo Esquivia, en la categoría “Toda una vida”, y Clemencia Carabalí, en la categoría “Defensora del año”. Aquí una pequeña reseña de la vida de Esquivia que ha arriesgado su integridad personal por la defensa de la paz y el territorio.
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Un día las paredes del pueblo amanecieron rayadas con su nombre. El movimiento de narcotraficantes “Muerte a Secuestradores” (MAS) anunciaba con tinta su nueva víctima. El pueblo era San Jacinto (Bolívar), en los Montes de María, y el señalado era Ricardo Esquivia, defensor de derechos humanos de la región, a quien los violentos señalaban de ser ideólogo de las Farc. Era 1988 y para este líder de la Costa Caribe colombiana apenas empezaba un camino que después lo convertiría en referente de construcción de paz en el país.
De las casi cinco décadas que Ricardo Esquivia lleva trabajando en la construcción de paz y la defensa de los derechos humanos, al menos las últimas dos las ha entregado a la región de los Montes de María, enclavada entre Sucre y Bolívar. No nació ahí, pues es oriundo de Cartagena, pero sintió que hacer de ese territorio el corazón de su trabajo era una responsabilidad moral. Sin embargo, antes de aterrizar en estas montañas, anduvo por otras tierras quitándole combustible a la violencia, empujado por una vida atravesada por la discriminación.
Y es que las primeras imágenes de su infancia lo sitúan en una tierra ajena siendo blanco de los señalamientos. Hijo de un padre enfermo de lepra se vio arrojado a las calles del municipio de Agua de Dios, en Cundinamarca, a donde el Gobierno llevaba a los leprosos. “Me discriminaban por ser hijo de un leproso, por ser negro en esa zona, por ser pobre, por ser evangélico”. Impulsado por un deseo de justicia se metió a estudiar derecho en Bogotá, creyendo que la ley y la justicia iban de la mano, pero después entendió que la ley es más bien un acuerdo político que poco tiene que ver con la justicia.
Una de sus primeras luchas, en el sur de Bogotá, fue que se garantizara el derecho a la objeción de conciencia al servicio militar obligatorio, para todo aquel que no quisiera empuñar un fusil ni irse a la guerra. Por esa época creó la Asociación Cristiana Menonita para la Justicia, Paz y Acción No Violenta (Justapaz). Desde allí empezó a trabajar por los Montes de María, de donde había salido en 1988 por las amenazas del MAS.
Pero mientras se acercaba el final de la década de 1990, la escalada violenta en esa subregión del Caribe se recrudecía. Para 1997, los 15 municipios montemarianos estaban en medio del fuego cruzado de los paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y las guerrillas de las Farc y el Eln. Las masacres paramilitares desangraban el territorio y expulsaban a sus pobladores. Para Ricardo Esquivia hay una explicación a la capacidad de resistencia que tuvo la población ante los violentos y que no permitió que la región se resquebrajara por completo. La herencia de la Asociación Nacional de Usuarios Campesinos (ANUC). Fue precisamente en Sucre donde la ANUC tuvo la mayor influencia en todo el país y donde llevó a cabo la mayor toma de tierras.
Con el escenario violento que tenía lugar en los Montes de María, Esquivia pensó que la lucha había que darla directamente desde el territorio. Una vez allí, en los primeros años de la década de 2000, creó la asociación Sembrando Paz para acompañar a los pobladores que, aun sin que se fuera la violencia, retornaban a su territorio. Pero de nuevo volvieron los señalamientos, esta vez de las fuerzas del Estado, que lo relacionaban con las Farc. La Fiscalía abrió un proceso en su contra, fue blanco de las chuzadas del extinto DAS y tuvo que salir exiliado.
Volvió. Los años más recientes en el territorio los ha dedicado a reconstruir el tejido social que rompió la guerra. Un territorio que a veces se ve acorralado por otro tipo de amenazas, incluso legales, como el monocultivo de palma aceitera. “El problema con la palma es cuando se vuelve monocultivo y después termina cambiando la vocación de la tierra, entonces se deja de sembrar comida para sembrar palma. El campesino se va quedando sin tener dónde sembrar su yuca, su ñame, su plátano. Eso sí ya es problemático”.
Desde la firma del Acuerdo Final de Paz en 2016, Esquivia ha empujado en ese territorio la implementación de lo pactado e intentado que las entidades nacionales e internacionales no solamente vean la región cuando ocurren las tragedias. “En la comunidad internacional son como bomberos: van donde hay incendios. Uno tiene que apagarlos, pero también prevenirlos”.
Ricardo Esquivia tiene 73 años y vive en Morroa (Sucre), municipio montemariano. Este miércoles, en Bogotá, su vida de lucha fue reconocida con el Premio Nacional a la Defensa de los Derechos Humanos, en la categoría “Toda una vida”. “La cosa con estos premios es que uno no es el único que está trabajando. Hay mucha gente y durante muchos años. Pero acepto meterme en este tema porque es una oportunidad de visibilizar la región y el trabajo que se está haciendo. Todo eso ayuda a blindar la región y a que no les den la espalda a los Montes de María.
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