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Esta historia, que es la de un territorio, es también la de un hombre. Son las siete de la mañana de un sábado de agosto y Jaime Arturo Gómez llega a la Facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia para liderar una nueva brigada de salud. Se trata de una jornada que ocurre una vez cada semestre y en la que un grupo de profesores arma un dispositivo para atender población necesitada en la vereda Granizal.
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Hasta allí se va en un bus de transporte público que trepa hacia el nororiente de Medellín. Cruza Campo Valdés, bordea la que antes era la carretera a Guarne y que hoy es el camino para llegar a Santo Domingo Savio —comuna 2—. Después de un punto la vía comienza a ser destapada y queda atrás la civilización. Bello da la bienvenida a la segunda población de desplazados más grande de Colombia, un territorio de resistencia y organización social configurado en medio de la violencia y el conflicto armado. Ahí arriba —en los que antes eran predios de narcotraficantes—, se establecieron cientos de desplazados a finales del siglo pasado para comenzar sus vidas de cero. “Llegamos provenientes de San Luis hace 18 años. Nos enteramos de que estaban repartiendo lotes. Al principio fue duro: no había luz ni agua y todo lo que sembrábamos en la tierra se moría porque era muy ácida, cuenta Nubia Agudelo, de 54 años y cinco hijos”.
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En los albores del milenio, continuó el poblamiento. “Eran verdaderos tugurios de cuatro palos forrados en plástico negro”, recuerda Jaime, médico salubrista y profesor de la Universidad de Antioquia que comenzó a venir a la vereda hace 17 años para hacer unas primeras intervenciones en Salud Pública.
Estas invasiones siguieron creciendo y gracias a la organización comunitaria en forma de convites, lograron instalar agua y luz a través de tomas ilegales. La red eléctrica operó hasta 2004, cuando funcionarios de Empresas Públicas se llevaron los transformadores para cambiarlos por contadores prepago legalizados. Con el crecimiento poblacional —y luego de soportar varios desalojos—, el territorio se dividió en ocho sectores: Regalo de Dios, Manantiales, Oasis de paz, El Pinar, Altos de Oriente I y II, el sector El Siete y Portal de Oriente. Desde entonces la población pasó de 5 mil a cerca de 25 mil habitantes, de los que el 80 por ciento vive en condiciones de pobreza y pobreza extrema de acuerdo con la evaluación del Sisbén.
A lo largo de los años, y gracias a la organización comunal, han gestionado ayudas tanto estatales como privadas. Granizal pertenece a Bello pero los predios no han sido formalizados ni incluidos en el POT (Plan de Ordenamiento Territorial). Esta situación los ha mantenido en un limbo en el que la institucionalidad opera de forma insuficiente, sin poder llegar en infraestructura y servicios dignos. “La inclusión en el POT es un objetivo a corto plazo”, dice Deyanira Henao, desplazada de Currulao, Antioquia —ex presidenta del Comité Veredal y ahora candidata al Concejo de Bello—, que ha sido líder comunitaria durante diez años y que ha visto cómo a pesar de las dificultades, el trabajo en equipo puede lograr cambios sustanciales. Dice que así lograron gestionar las placas polideportivas, los salones de acción comunal, los comedores y hasta unas piscinas recreativas. En el territorio hacen presencia entidades como la Defensoría del pueblo, ACNUR, Cruz Roja Internacional, PNUD, la Universidad de Antioquia y Agregados Argos, entre otros. “Aquí vienen los políticos cuando necesitan votos y después nos dicen: “¿Ustedes qué son, ilegales? No podemos invertir en ustedes”.
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La brigada se ubicó en el CDI (Centro de Desarrollo Infantil) del Regalo de Dios y atendió población en consulta médica, citología, salud bucal, capacitación en Seguridad Social, entre otros servicios. Hasta aquí llegó Myriam Ibarra, 50 años, y que vive en Altos I. Vino con sus dos hijas y dos nietos. “Nos enteramos por whatsapp. A los niños les revisaron los dientecitos, les dieron el kit dental, al niño le tomaron exámenes porque le están dando muchas fiebres; y yo me hice la citología”.
La llegada de venezolanos responde a la naturaleza de acogida del territorio. Asuntos como la informalidad en los títulos de propiedad y los bajos costos de los arriendos terminan siendo propicios para la inmigración. Hoy se calcula que allí viven 100 familias del país vecino y cerca de 400 personas según cifras de ACNUR. “Con un índice significativo de crecimiento en el último año”, asegura Juan Manuel López, asistente en protección de la Agencia de la ONU para los Refugiados, y explica que los desafíos son en varios frentes: “A menudo esta población queda en riesgo de convertirse en víctima de grupos armados. Se exponen a vacunas, amenazas, consumo de drogas y al reclutamiento”. Desde la institucionalidad cuentan con la presencia de Casa de los Derechos (Defensoría del Pueblo), “que trabaja en planes de contingencia para que el proceso de integración se desarrolle de forma armónica en doble vía”, asegura Juan Manuel.
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Durante más de tres horas fueron atendidos más de un centenar de personas, de los que cerca de la mitad eran venezolanos indocumentados. Las brigadas son un complemento a la estrategia intersectorial de APS (Atención Primaria en Salud). “En realidad estas brigadas no sirven mucho pero son un modo de entrar en la comunidad para ayudar a gestionar más procesos”, dice Jaime.
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Un par de semanas antes, Jaime vino a la vereda con dos estudiantes alemanes que están haciendo un semestre en la Universidad y a quienes les dicta un curso sobre violencia y desplazamiento forzado en Colombia. Los trajo para presentarles el lugar que ha sido, desde hace casi dos décadas, su objeto de estudio. El asentamiento, que se va configurando de forma escalada en la ladera, tiene una sola vía principal, destapada y averiada. Cada sector se conecta a través de caminos rudimentarios, algunas vías con escaleras, rieles y trochas por las que la gente accede a la vía desde la que toman el transporte a Medellín. Los niños y jóvenes caminan cerca de 15 minutos para llegar hasta la escuela más cercana. En época de invierno los caminos se vuelven pantanosos y la vida se complica. Incluso a los que vienen de los sectores más altos los llaman “patiamarillos”, porque llegan abajo con los zapatos sucios: los rigores del subdesarrollo.
En la vereda hay cuatro capillas católicas y más de cincuenta iglesias cristianas, repartidas en el territorio. Los oficios de la población son variados y en un porcentaje alto están en condición de informalidad. Hay actividad agrícola aunque no alcanza a ser significativa, y la mayoría de los hombres son trabajadores de la construcción. En el caso de las mujeres, el trabajo se mueve entre el servicio doméstico y algunas ejercen la prostitución en la ciudad, aunque las dificultades para trasladarse y los bajos ingresos terminan por hacer que desistan. En el sector, la mayoría de la población es desplazada y recibe un subsidio en calidad de víctimas del conflicto armado.
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La ilegalidad ha sido una constante. En un comienzo hubo guerrilla, luego paramilitarismo. Anteriormente el acueducto era manejado por las juntas de Acción Comunal pero ahora está en manos de grupos armados que se encargan de mantener el servicio de agua a cambio del cobro de 5 mil pesos semanales. Además, estos grupos controlan una red de microtráfico.
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Esa mañana, junto a los alemanes, mientras Jaime cruzaba un camino entre Altos II y I, podían escucharse los “doctor” que le gritaba la gente a su paso. Entró a la casa de Nubia Agudelo, la mujer que llegó de San Luis y que en el pasado lideró un hogar comunitario. Le abrió los brazos y le contó que le había preparado tamales para el almuerzo. Aquí él es un vecino más: “Al doctor Jaime lo adoramos, él es el ángel que Dios nos mandó”, asegura.
Un rato después apareció Camila Úsuga, mujer trans de 38 años. Llegó hace 14 años a la vereda, desplazada de Dabeiba, Urabá antioqueño. Por error, fue sindicada de pertenecer al Bloque 34 de las FARC. Estuvo detenida en Medellín y luego se convirtió en una habitante de calle, sobrevivió entre la prostitución y las drogas hasta que llegó a Granizal. Dice que al principio fue difícil “porque la comunidad pensaba que yo iba a corromper esto, que iba a volver a los niños maricas, aunque al final la gente me aceptó”.
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Faisury Esmeralda Ulcué llegó hace seis años a la vereda proveniente de Santander de Quilinchao, Cauca. Es indígena Nasa (Páez) y hoy es una líder social que trabaja con los Círculos de crianza junto a más mujeres, en los que refuerzan temas como la prevención del consumo de drogas, violencia intrafamiliar y la prevención del embarazo adolescente. “En este territorio hay familias indígenas de Córdoba, Putumayo y Chocó”, afirma.
Jaime reconoce que ha habido cambios positivos en la infraestructura de la vivienda, así como ve mejora en algunos aspectos generales, pero la vida sigue siendo de pobreza, incluso muchos viven al día. “Aquí uno no hace sino vivir dramas, y con el corazón hecho polvo de las historias de la gente”, dice. Todavía recuerda cuando una niña le dijo “que quería un huevito pa’ fritarlo y echárselo a un arroz”.
Jaime cree que es fundamental, en este proceso de posconflicto, que la sociedad y el Estado comprendan que la guerra dejó unas víctimas que son las que están aquí. Se trata de un mestizaje político y organizativo enfocado en la construcción de memoria y paz. Juan Manuel —que ya lleva 10 años trabajando en el territorio—, dice: “Tenemos un reto en términos de pedagogía, de lograr que las personas conozcan los acuerdos y las instituciones que se crearon dentro del contexto del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición. Este es el posconflicto en un contexto no rural”.
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A pesar de no creer mucho en el impacto de estas jornadas, hay algo a lo que Jaime apuesta: “Yo creo en la palabra, porque es el principio del acto curativo”. Se aferra al valor que tiene reconocer al otro, lo que significa no dejarlo solo.
El desplazamiento son los rostros de la carencia: Una imagen conocida en la vereda Granizal.