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Bajo esta sombrilla conceptual, una gran parte de la teoría económica se ha construido, de una forma elegante y rigurosa, sobre los conceptos de intercambio y equilibrio, y dejando el rol del Estado en un segundo plano -como un agente que solo debe limitarse a corregir algunos fallos del mercado-. Hablamos de un ver y si acaso tocar de lejitos.
Pero cada vez que los cimientos del capitalismo ceden ante el abrumador peso de la realidad, el rol del Estado (y del gasto público) se muestra fundamental y salvador.
Han pasado más de 90 años desde la Gran Depresión de 1929, una debacle que reformuló el mundo a partir de la carencia, del exceso sobredimensionado de ausencias. En su momento, el gobierno del presidente Hoover en EE. UU. pensó que la economía, siguiendo los preceptos de la mano invisible, volvería a su equilibrio automáticamente. La crisis fue tan profunda, que la mano invisible del mercado no pudo obrar mágicamente y entonces se requirió la mano muy visible del Estado en el “New Deal” para sacar a flote a la mayor economía del planeta.
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En términos teóricos, la intervención del Estado en la macroeconomía es asociada al gran economista británico del siglo XX John Maynard Keynes, quien hizo énfasis en el determinante papel del gasto público y en la importancia de la demanda agregada (DA).
Los componentes de la DA están asociados al consumo de los hogares, las compras de las empresas (inversión), el gasto público y el del resto del mundo. Desde esta perspectiva, cuando hay un golpe a la economía los diferentes componentes de la demanda agregada caen, porque los consumidores pierden confianza, las empresas no ven ninguna motivación para invertir y, si el choque es global, las ventas al resto del mundo se desploman.
En esta ecuación, la única forma de recuperar la DA es recurriendo al gasto público y a una menor obsesión por unas finanzas públicas balanceadas. La brillante idea de Keynes para salvar el capitalismo después de 1929 fue socializar la inversión en vez de socializar la propiedad.
Otras ideas del economista británico y de otros, como Richard Khan, trascendieron y hoy son fundamentales para entender lo que se conoce como el efecto multiplicador del gasto del gobierno, un efecto de retroalimentación positiva del gasto público que hace que la economía crezca mucho más que la inyección inicial del Estado.
A partir de estos planteamientos, después de la Depresión y de la Segunda Guerra Mundial, surgió un capitalismo mucho más matizado, de orientación keynesiana, que dio paso a un período conocido popularmente como los años dorados del capitalismo.
Como lo ha mostrado Thomas Piketty, los 30 gloriosos (1940-1973) fueron un período en el que mejoró la distribución del ingreso en diferentes economías y existió una gran movilidad social.
Esta época llegó a su fin con el choque petrolero de 1973, con el cambio de la paridad oro-dólar convenida en los acuerdos de Bretton Woods y con una crisis en la que se mezcló el estancamiento de la economía con la inflación (estanflación).
Esta crisis, que no alcanzó las dimensiones de la Gran Depresión, puso en entredicho el poder del Estado en medio de retóricas nacionalistas enmarcadas de la narrativa de la Guerra Fría: un Estado demasiado grande huele a comunismo.
Así es como se alzó una época de desregulación y privatización, de la que fueron campeones indudables los gobiernos de Thatcher y Reagan. La mano invisible volvió a obrar de forma libre y poderosa al menos hasta 2008.
La crisis financiera marcó el retorno del maestro británico bajo la bandera de los millonarios planes de rescate de la era Obama, que buscaban reactivar una economía que, corriendo, se quedó quieta.
Este regreso al escenario de la economía global fue celebrado. En 2009 se publicó el libro Keynes: el retorno del maestro, de sir Robert Skidelsky. En 2010 salió Tiempo para la mano visible: lecciones de la crisis financiera de 2008, editado por Joseph Stiglitz, Stephany Griffith-Jones y José Antonio Ocampo. La ilusión por el retorno de Keynes era grande, tanto que Stiglitz se apresuró a afirmar que la caída de Lehman Brothers y la debacle de esos años era para el capitalismo lo que la caída del muro de Berlín fue para el comunismo.
Pero las euforias que resultan de las crisis son como el optimismo de una borrachera: es intenso, pero dura poco; se desvanece con las primeras luces del alba, cuando se ha de comprobar que, en el fondo, todo sigue igual.
En la corriente principal del estudio de la economía se cree en Keynes y en el poder del gasto público solo para el corto plazo, pues existe una gran devoción por el retorno a los niveles naturales de producción en el largo plazo con la ayuda de la mano invisible del mercado y de los precios flexibles. Después de 2008 las medidas de intervención estatal no duraron mucho y nuevamente se les dio juego a los desbocados intereses de los agentes financieros, que al final mantuvieron sus aliados en el poder estadounidense, pese al cambio de gobierno republicano a demócrata en 2009.
El COVID-19 se adelantó a una nueva crisis que se veía venir por la continuación de la desregulación financiera y el alto nivel de endeudamiento de operadores del mercado. Todo apunta a que este será el momento de inflexión de nuestra era, un sustantivo que se escribirá en mayúscula para los libros de historia: El Tiempo del Virus.
Ante este choque inesperado los gobiernos de la gran mayoría de países han liberado el río del gasto público, pero seguirán con la idea de que la DA solo reactiva la economía en el corto plazo. Esto se puede asociar a la noción de “Keynesiano Bastardo”, que utilizó Joan Robinson para describir cómo las ideas de Keynes se adoptaron abruptamente en los modelos de equilibrio tradicionales, algo así como intentar algo diferente para que todo siga igual.
La magnitud de la crisis actual ha hecho necesario revindicar de nuevo el rol del Estado. Las políticas macroeconómicas que se consideraban como una aparente verdad científica han tenido que ceder. Dogmas como las finanzas públicas balanceadas -inspiradores de la regla fiscal- y el Banco Central Independiente han tenido que ser flexibilizados.
Pero esta flexibilización no ha descuidado a los grupos de interés, especialmente a aquellos grupos económicos y financieros dominantes, para los cuales el statu quo de la política macroeconómica ha sido muy conveniente.
Lo que unos han percibido como bondades durante 30 años, no se han transformado en beneficios para gran parte de la población, que vive del día a día en mercados informales, endeudada y sin casi ningún respaldo en ahorro y protección social: la desigualdad parece haber sido adoptada como un pilar informal, si se quiere bastardo, de la economía colombiana.
Ideas tradicionales en economía, como aquellas que dicen que bajos salarios permitirán recuperar la productividad o reformas tributarias para tapar huecos fiscales que deja la crisis deben ir perdiendo fuerza. Las movilizaciones de 2019 muestran que, tarde o temprano, hay que tomar un nuevo rumbo.
El horizonte más allá del COVID-19 y las limitaciones de los años venideros son una oportunidad para la aparición duradera de las ideas de Keynes, junto con la consolidación de un pacto redistributivo que es necesario en economías emergentes como la colombiana.
Los impuestos deberán ser más progresivos y distributivos. Con voluntad política podría contenerse el apetito de los rentistas del corto plazo. Ya lo decía Keynes metafóricamente: las inversiones deben ser como un matrimonio, estable y duradero a largo plazo. Solo unas finanzas al servicio de la economía, con regulaciones en favor de las mayorías, permitirán matizar el capitalismo que sigue necesitando una mayor intervención del Estado, y que la necesitará más con las crisis climáticas por venir.
Las ideas de Keynes no pueden limitarse al gasto público en períodos de crisis: es posible ser keynesiano en el largo plazo, como bien mostró Marco Missaglia, profesor de la Universidad de Pavia y uno de mis mentores. El tiempo aquí no se piensa como el plazo en el que el maestro británico decía que estaremos muertos. Hablamos de un ciclo en el que todos puedan aspirar a vivir mejor.
El Tiempo del Virus es una tormenta que se lleva por delante un pequeño barco en el mar, con todas sus almas a bordo. Todas excepto una: un náufrago que despierta en una extraña y vasta costa. Esa es la oportunidad. El Tiempo del Futuro, listo para liberarse de algunas de las angustias y deformaciones del pasado.
*Profesor de la Escuela de Economía de la Universidad Nacional de Colombia. @diegoguevaro