Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Una de las primeras conquistas de la niñez de Gabriel García Márquez (1927-2014) fue el permiso de su padre para ir solo a la matiné de los domingos en el teatro Colombia. Así lo cuenta en su autobiografía Vivir para contarla (Literatura Random House) donde empieza a sugerirnos películas clásicas con las que cambió su forma de ver e interpretar el mundo. Tomemos nota: "Se pasaban seriales con un episodio cada domingo, y se creaba una tensión que no permitía tener un instante de sosiego durante la semana. La invasión de Mongo fue la primera epopeya interplanetaria que sólo pude reemplazar en mi corazón muchos años después con la Odisea del espacio, de Stanley Kubrick". Allí también vio películas de Carlos Gardel y de Libertad Lamarque.
Sabemos que había descubierto el séptimo arte de la mano de su abuelo Nicolás Márquez y prueba de ello está en la casa museo de Aracataca: dos destartalados proyectores con los que el “emigrado italiano” Antonio Daconte (Pietro Crespi en Cien años de soledad) les enseñó el milagro del cine mudo. "Cuando Papalelo me llevaba al flamante cine Olympia de don Antonio Daconte yo notaba que las estaciones de las películas de vaqueros se parecían a las de nuestro tren. Más tarde, cuando empecé a leer a Faulkner, también los pueblos de sus novelas me parecían iguales a los nuestros".
Así confrontó la tradición narrativa del Caribe, aprendida de boca de su abuela Tranquilina, con las imágenes en blanco y negro del mundo que desconocía. Cuando vivió en el pueblo de Sucre sufrió hasta cumplir 13 años, la edad mínima para entrar a la sala censurada: "Todas las noches, después del rosario, daban en la torre de la iglesia las campanadas correspondientes a la calificación moral de la película anunciada en el cine contiguo, de acuerdo con el catálogo de la Oficina Católica para el Cine". (Recomendamos más de esta serie: Contra el coronavirus, ¡que suene la música!).
Pero fue en Barranquilla donde se desahogó yendo al programa juvenil del cine Rex. Por 25 centavos veía dos películas. A genios del cine. Tomen nota: Chaplin, Welles, Fellini, De Sica, Bergman, especialmente a Bergman. Empezó a soñar con personajes tipo Humphrey Bogard y Cary Grant; con Alvie Singer en Annie Hall “cuando decía que los humanos nos dividimos entre los miserables y los horribles”. De esa felicidad dejó constancia primero en las “jirafas” que publicaba en el periódico El Heraldo. Luego Álvaro Cepeda Samudio lo pulió en el tema. "Cuando Álvaro regresó (de Nueva York) me dio un curso completo a base de gritos y ron blanco hasta el amanecer en las mesas de las peores cantinas, para enseñarme a golpes lo que le habían enseñado de cine en los Estados Unidos, y amanecíamos soñando despiertos con hacerlo en Colombia".
De manera que en 1960, cuando se creó el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias, Gabriel García Márquez ya había visto tantas películas, había escrito tantas reseñas y había estudiado en el Centro Experimental de Cinematografía en Roma que era un experto en el séptimo arte y se convirtió en promotor del FICCI, que en 2015 le rindió homenaje al nobel de Literatura con la retrospectiva “Gabo. Las películas de mi vida”, lista que le comparto al final.
Para entender cuánto influyó el cine en su obra literaria hay que releer los artículos semanales publicados entre 1950 y 1955 como periodista de El Espectador y redactor de la columna “El cine en Bogotá. Los estrenos de la semana”. Él recordaba: “Otra realidad bien distinta me forzó a ser crítico de cine. Nunca se me había ocurrido que pudiera serlo... Había otros comentaristas excelentes pero ocasionales en torno del librero catalán Luis Vicens, radicado en Bogotá desde la guerra española. Fue él quien fundó el primer cineclub en complicidad con el pintor Enrique Grau y el crítico Hernando Salcedo, y con la diligencia de la periodista Gloria Valencia de Castaño Castillo, que tuvo la credencial número uno. El Espectador fue el primero que asumió el riesgo y me encomendó la tarea de comentar los estrenos de la semana más como una cartilla elemental para aficionados que como un alarde pontificial… Álvaro Cepeda me despertó a las seis de la mañana desde Barranquilla cuando se enteró de mi audacia. ¡Cómo se le ocurre criticar películas sin permiso mío, carajo!, me gritó muerto de risa en el teléfono -¡Con lo bruto que es usted para el cine!”.
No era fácil estar al tanto del cine de vanguardia y para ello contaba con amigos bien informados: “Otro refugio frecuente después de las funciones del cineclub eran las veladas de medianoche en el apartamento de Luis Vicens y su esposa Nancy, a pocas cuadras de El Espectador. Él, colaborador de Marcel Colin Reval, jefe de redacción de la revista Cinématographie française en París, había cambiado sus sueños de cine por el buen oficio de librero en Colombia, a causa de las guerras de Europa… sus veladas se improvisaban después de los grandes estrenos en un departamento atiborrado con una mezcla de todas las artes”.
Quien mejor estudió al primer Gabo cinéfilo fue el investigador francés Jacques Gilard, quien en el prólogo de Obra periodística 2. Entre cachacos (1954-1955), de Editorial Diana, dijo: “cuando se escriba una historia del cine En Colombia, la labor de García Márquez merecerá un capítulo aparte, no por unas realizaciones que nunca tuvo tiempo de llevas a cabo, sino por su labor de crítico de cine”. Fue la época del rodaje de La langosta azul de Álvaro Cepeda Samudio. El naciente escritor escribía en Bogotá casi siempre a favor del cine europeo y en contra del creciente mercantilismo de Hollywood al que consideraba alienante y sobreactuado por armar “tempestades a bordo de una bañadera”. Entre cinta y cinta, le dedicaba más espacio a producciones que lo apasionaron como Ladrones de bicicletas, por su autenticidad humana y su método parecido a la vida.
A ojos del humanista francés, esto resulta fundamental en la formación de la mirada estética de García Márquez, las imágenes se fundieron con la literatura para configurar su concepción del mundo. Por ejemplo, veía Intruso en el polvo y la propuesta narrativa basada en una novela de William Faulkner. Todo esto por consejo de su compinche Cepeda. Las inquietudes que le surgían las absolvía con libros prestados por el catalán Vicens, sobre todo la francesa Historia general del cine, así como revistas europeas. Esas lecturas las filtraba en sus comentarios semanales cuando necesitaba hablar de “nuevas tendencias”, “idioma y sintáxis cinematográficos” o de movimientos concretos tan lejanos como el de los expresionistas soviéticos. De ahí se agarraba para decir que el cine italiano era “el más malo”, que el alemán tenía futuro, que el brasileño estaba por encima del argentino, que la depuración del japonés la simbolizaba Rashomon de Akira Kurosawa.
Bien dice Gilard que por cuenta de esa disciplina empezó a construir el punto de vista, la sicología y “las maneras de contar el cuento” (como lo repetía en su escuela cubana de cine en San Antonio de los Baños) que luego plasmaría en La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, el embrión de la llamada mitología macondiana. Los textos tienen las fallas de un aprendiz de periodista y de crítico, pero evidencian una obsesión por la creación en Colombia de “un cine nacional” y de un público culto. Esas crónicas, según Gilard, tal vez no aporten mucho al conjunto de la prosa garciamarquiana pero sí son documentos valiosísimos para entender su proceso creativo.
“El cine en Bogotá” no sólo era para hablar de “la apabullante astucia narrativa de Hitchcock” en La llamada fatal, también era una tribuna para hablar de “la penetración cultural e ideológica norteamericana”, “los estragos morales de la guerra de Corea” o de “los impuestos nacionales”. Dedicaba tiempo a debates que vislumbraban el cine de hoy en el caso del uso de “la incómoda y necia condición de los anteojos polaroid”, necesarios para ver “el cine en relieve”. Gilard no duda al afirmar que entre 1950 y 1954 el cine hace de Gabo un mejor narrador, deja listo a un escritor con mejor perspectiva universal. Así, El coronel no tiene quien le escriba le debe mucho al filme italiano Umberto D e Hiroshima le hizo entender tanto sobre el infierno como Dante con La divina comedia. El factor sobrenatural en Ladrones de bicicletas germinó de alguna forma en el realismo mágico de Cien años de soledad, calificada por el poeta y director de cine italiano Pier Paolo Pasolini en la revista Tiempo como “la novela de un guionista”.
En los 60 vendría su valiosa etapa en el cine mexicano. Radicado allí le mandaba cartas a don Guillermo Cano, director de El Espectador, en las que le contaba: “Todo va muy bien. Vivo exclusivamente de mi sueño dorado: escribo para el cine, y ahora mismo estoy atorado con tres películas que empiezan a filmarse en enero. Ahora las pachangas son con María Félix y toda la mafia. ¡Qué horror!”. En esos días se codeó en el set con el escritor Juan Rulfo e hizo otros amigos cinéfilos que lo influyeron en México, como el español Luis Buñuel. Con el director de Los olvidados compartieron el miedo a la desmemoria hereditaria que los llevaría a la muerte.
Para el Festival de Cine de Cartagena de 1966, después de mediar en una larga pelea entre productores colombianos y mexicanos, le anuncia: “Llevamos Tiempo de morir y En este pueblo no hay ladrones, la película basada en mi cuento y dirigida por Alberto Isaac -que viaja con la delegación y que obtuvo ocho premios en el concurso de cine experimental-. Dos días después de terminar el festival, viajaremos en masa a Bogotá, a la premier mundial de la película de la reconciliación: TIEMPO DE MORIR. Mierda: ¡qué tragos los que nos vamos a tomar".
Después conoció a Coppola en Leningrado luego del Festival de Moscú, en una cena con su hijo Rodrigo García Barcha –quien entonces sólo era chef y en 2005 en memoria de su padre estrenó en Cartagena el filme Últimos Días en el desierto-. La “filmografía personal” del Nobel de Literatura colombiano incluyó conocer a Woody Allen en Nueva York en una particular noche de julio de 1991. Paradójico que las películas basadas en sus novelas y cuentos no hayan trascendido.
Con motivo de los seis años de la muerte de Gabriel García Márquez les dejo parte de su lista preferida de películas:
El ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica (Italia, 1948)
Rashomon, de Akira Kurosawa (Japón, 1950)
2001, Odisea del espacio, de Stanley Kubrick (EE.UU., Reino Unido, 1968)
El General de La Rovere, de Roberto Rossellini (Italia, Francia, 1959) Manos peligrosas, de Samuel Fuller (EE.UU., 1953)
Una historia inmortal, de Orson Welles (Francia, 1968)
El hombre en la Torre Eiffel, de Burgess Meredith (EE.UU., Francia, 1949)
Jules y Jim, de Francois Truffaut (Francia, 1962)
El retrato de Jennie, de William Dieterle (EE.UU., 1948)
* Versión de artículo publicado en 2015. @NelsonFredyPadi / npadilla @elespectador.com
* Estamos cubriendo de manera responsable esta pandemia, parte de eso es dejar sin restricción todos los contenidos sobre el tema que puedes consultar en el especial sobre Coronavirus.