Cuando Disney resucitó a River
En noviembre de 1972, una huelga de futbolistas profesionales obligó al técnico del cuadro de la banda a jugar con juveniles. Tres de ellos, Norberto Alonso, J.J. López y Reinaldo Carlos Merlo, jugaron ese día por primera vez juntos. Luego serían inamovibles en la línea de volantes, y celebrarían más de 10 títulos.
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
Fue la noche en la que Disney se metió en una cancha de fútbol, como escribió entonces Oswaldo Ardizzone, y transformó en espejos los charcos de lodo de la cancha de Racing, y en un juguete preciado, acariciable, mágico, una pelota de fútbol. Fue la noche de los trucos de circo, del engaño de frente, de la fiestas, de las sonrisas de once muchachos que no habían cumplido aún los 19 años e iban vestidos con una franela blanca atravesada por una banda roja, aunque pareciera que llevaban puesta una camisa de frac y que sus brazos, en vez de manos, terminaban en sombreros de copa de donde salían conejos, colombinas, lazos de diversos colores, palomas o serpentinas, según el gusto de cada quien y las circunstancias del juego.
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Hubo quien recordó que las bandas rojas habían aparecido porque un día de 1905, cuatro años después de la fundación del club, el equipo, su equipo, River Plate, se enfrentó a un cuadro del barrio de Villa Devoto, cuyo uniforme era exacto: camiseta y pantaloneta blancas. Para diferenciarse, el presidente del club, Enrique Salvarezza, consiguió una tela roja que un sastre cortó en diez pedazos alargados, y que fueron pegados con alfileres a las camisetas blancas. Aquella noche en Avellaneda, la de Disney, 27 de noviembre de 1972, la historia parecía repetirse, porque los jugadores de River Plate, aún con rostros adolescentes, se movían con la finura de aquellos que temen ensuciar su vestido de domingo.
Esa era la orden del técnico, un brasileño a quien le decían Didí, que había jugado y había obtenido con la selección de su país los Mundiales del 58 y del 62, había pasado por el Real Madrid, y sobre todo, que se había inscrito en los anales de la historia del fútbol como el creador y máximo ejecutor de lo que con el tiempo los cronistas denominaron Folha seca. Didí había regado de finura los campos de Europa y de América, y como entrenador, pretendía que sus equipos jugaran como él lo hacía. Hablaba del jogo bonito como única manera de entender el fútbol, y esa fue su marca registrada en aquel River, que en aquella noche en cancha de Racing, con un reguero de muchachos liderados por un zurdo al que empezaban a llamar el Beto, venció 3-1 al equipo titular de su eterno rival, Boca Juniors.
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El capitán Beto era el conductor de una especie de nave espacial que duró en el espacio 15 años, según una canción de Luis Alberto Spinetta, que la barra popular adaptó para River Plate y para el capitán de River por más de 15 años, Norberto Alonso, el Beto. Spinetta era fanático del cuadro de la banda. Alguna vez dijo que se desvanecía de amor por Amadeo Carrizo, pero que en River no había ni habría nadie como el Beto Alonso, uno de los más grandes 10 de la historia del fútbol. Cuando se vieron, Spinetta le aclaró que la canción no era ni para ni sobre él, pese a lo que decía la tribuna, que no le iba a mentir, y que en realidad, mucho más que una canción, él se merecía una sinfonía. Alonso comenzó a ser el Beto Alonso, el capitán Beto, uno de los máximos amores de la hinchada de River, aquella noche de noviembre del 72.
Era zurdo. Jugaba con la cabeza levantada. Tocaba en corto y en largo. Cada tiro suyo al arco empezaba a ser coreado como gol antes, mucho antes de que la pelota llevara la mitad de su trayectoria. Un domingo, 15 días después del partido de Disney, le anotó a Independiente el gol que Pelé no pudo hacer ante Uruguay en el Mundial del 70, dejando pasar la pelota entre sus piernas sin tocarla, y yendo a buscarla luego de que el portero, Miguel Santoro, hubiera quedado desparramado. Otro domingo, años más tarde, le hizo dos goles a Hugo Gatti en la Bombonera con una bola naranja que el propio arquero había solicitado para que se pudiera ver entre tanto papelito blanco, y con sus dos goles River Plate fue campeón ante Boca en el barrio de la Boca. En el estadio de la Boca.
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Los domingos para la gente de River empezaron a ser los domingos del capitán Beto. Con J.J. López y Reinaldo Carlos Merlo eran y fueron la banda de Disney en el medio del campo. Jugaron uno al lado del otro, y uno para el otro, por años y años. López era el despliegue, el socio de Alonso para tocar en corto, el acompañar a Merlo en el quite, y Merlo era el respiro. Aquella noche en Racing contra Boca jugaron juntos por vez primera. Tres “purretes”, como les decían, a cargo de un equipo que padecía año tras año el peso de no salir campeón. Desde el 57 eran la mofa de los rivales, sobre todo la mofa de los hinchas y los jugadores de Boca. Un año más y nada, les cantaban en las tribunas, y les recordaban las finales perdidas, los fracasos, el llanto, los nombres de los perdedores.
Pero todo empezó a cambiar la noche de los “purretes” de Disney. El 3-1 fue una anécdota. Los goles de Joaquín Martínez, J.J. López y Carlos Manuel Morete, una estadística. La huelga de futbolistas profesionales que lideraba José Omar Pastoriza, por la que River tuvo que alinear juveniles, un pretexto. Lo importante empezó a ser el juego, y con el juego y por el juego, la convicción. Los “purretes” eran insolentes, desafiantes, arriesgados. Llevaban en la locura de sus pocos años la rebeldía que el equipo necesitaba para romper con el hechizo. Y eran Alonso, J.J. y Merlo. Y eran Merlo, J.J. y Alonso. El orden de los factores no alteraba el producto. Eran ellos tres y ocho más, que con los partidos fueron cambiando, hasta que llegó el año de 1975 y regresó al equipo un tal Ángel Labruna, leyenda y punto y aparte de la historia de River Plate, goleador de “La máquina” de los 40 y 50, una y mil veces campeón, una y mil veces adoración.
Labruna recogió lo que había aprendido con Pedernera, D´Stéfano, Loustau y José Manuel Moreno, la eterna delantera de “La máquina”, y lo replicó en el River de Alonso, López y Merlo. Les dio partidos, los mantuvo unidos, logró que se conocieran, los convenció de que eran esenciales y de que podrían romper el maleficio de los 18 años sin títulos. Les enseñó los viejos trucos de la pelota, e incluso, les traspasó sus cábalas, como aquella de salir a la cancha, desprenderse de sus compañeros y anotar un gol con el arco vacío. Y una tarde de abril del 75, contaron las cronistas de aquel tiempo, el capitán Beto volvió después de una suspensión de once fechas, le hizo dos goles a San Lorenzo en el Monumental y con esos dos goles reventó el hechizo. Fue la tarde en la que Disney terminó su más paciente película. La tarde de una tarde, como decía Sandro, en la que unos aún “purretes” escribieron la primera página de las páginas más victoriosas del equipo de la banda.
Fue la noche en la que Disney se metió en una cancha de fútbol, como escribió entonces Oswaldo Ardizzone, y transformó en espejos los charcos de lodo de la cancha de Racing, y en un juguete preciado, acariciable, mágico, una pelota de fútbol. Fue la noche de los trucos de circo, del engaño de frente, de la fiestas, de las sonrisas de once muchachos que no habían cumplido aún los 19 años e iban vestidos con una franela blanca atravesada por una banda roja, aunque pareciera que llevaban puesta una camisa de frac y que sus brazos, en vez de manos, terminaban en sombreros de copa de donde salían conejos, colombinas, lazos de diversos colores, palomas o serpentinas, según el gusto de cada quien y las circunstancias del juego.
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Hubo quien recordó que las bandas rojas habían aparecido porque un día de 1905, cuatro años después de la fundación del club, el equipo, su equipo, River Plate, se enfrentó a un cuadro del barrio de Villa Devoto, cuyo uniforme era exacto: camiseta y pantaloneta blancas. Para diferenciarse, el presidente del club, Enrique Salvarezza, consiguió una tela roja que un sastre cortó en diez pedazos alargados, y que fueron pegados con alfileres a las camisetas blancas. Aquella noche en Avellaneda, la de Disney, 27 de noviembre de 1972, la historia parecía repetirse, porque los jugadores de River Plate, aún con rostros adolescentes, se movían con la finura de aquellos que temen ensuciar su vestido de domingo.
Esa era la orden del técnico, un brasileño a quien le decían Didí, que había jugado y había obtenido con la selección de su país los Mundiales del 58 y del 62, había pasado por el Real Madrid, y sobre todo, que se había inscrito en los anales de la historia del fútbol como el creador y máximo ejecutor de lo que con el tiempo los cronistas denominaron Folha seca. Didí había regado de finura los campos de Europa y de América, y como entrenador, pretendía que sus equipos jugaran como él lo hacía. Hablaba del jogo bonito como única manera de entender el fútbol, y esa fue su marca registrada en aquel River, que en aquella noche en cancha de Racing, con un reguero de muchachos liderados por un zurdo al que empezaban a llamar el Beto, venció 3-1 al equipo titular de su eterno rival, Boca Juniors.
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El capitán Beto era el conductor de una especie de nave espacial que duró en el espacio 15 años, según una canción de Luis Alberto Spinetta, que la barra popular adaptó para River Plate y para el capitán de River por más de 15 años, Norberto Alonso, el Beto. Spinetta era fanático del cuadro de la banda. Alguna vez dijo que se desvanecía de amor por Amadeo Carrizo, pero que en River no había ni habría nadie como el Beto Alonso, uno de los más grandes 10 de la historia del fútbol. Cuando se vieron, Spinetta le aclaró que la canción no era ni para ni sobre él, pese a lo que decía la tribuna, que no le iba a mentir, y que en realidad, mucho más que una canción, él se merecía una sinfonía. Alonso comenzó a ser el Beto Alonso, el capitán Beto, uno de los máximos amores de la hinchada de River, aquella noche de noviembre del 72.
Era zurdo. Jugaba con la cabeza levantada. Tocaba en corto y en largo. Cada tiro suyo al arco empezaba a ser coreado como gol antes, mucho antes de que la pelota llevara la mitad de su trayectoria. Un domingo, 15 días después del partido de Disney, le anotó a Independiente el gol que Pelé no pudo hacer ante Uruguay en el Mundial del 70, dejando pasar la pelota entre sus piernas sin tocarla, y yendo a buscarla luego de que el portero, Miguel Santoro, hubiera quedado desparramado. Otro domingo, años más tarde, le hizo dos goles a Hugo Gatti en la Bombonera con una bola naranja que el propio arquero había solicitado para que se pudiera ver entre tanto papelito blanco, y con sus dos goles River Plate fue campeón ante Boca en el barrio de la Boca. En el estadio de la Boca.
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Los domingos para la gente de River empezaron a ser los domingos del capitán Beto. Con J.J. López y Reinaldo Carlos Merlo eran y fueron la banda de Disney en el medio del campo. Jugaron uno al lado del otro, y uno para el otro, por años y años. López era el despliegue, el socio de Alonso para tocar en corto, el acompañar a Merlo en el quite, y Merlo era el respiro. Aquella noche en Racing contra Boca jugaron juntos por vez primera. Tres “purretes”, como les decían, a cargo de un equipo que padecía año tras año el peso de no salir campeón. Desde el 57 eran la mofa de los rivales, sobre todo la mofa de los hinchas y los jugadores de Boca. Un año más y nada, les cantaban en las tribunas, y les recordaban las finales perdidas, los fracasos, el llanto, los nombres de los perdedores.
Pero todo empezó a cambiar la noche de los “purretes” de Disney. El 3-1 fue una anécdota. Los goles de Joaquín Martínez, J.J. López y Carlos Manuel Morete, una estadística. La huelga de futbolistas profesionales que lideraba José Omar Pastoriza, por la que River tuvo que alinear juveniles, un pretexto. Lo importante empezó a ser el juego, y con el juego y por el juego, la convicción. Los “purretes” eran insolentes, desafiantes, arriesgados. Llevaban en la locura de sus pocos años la rebeldía que el equipo necesitaba para romper con el hechizo. Y eran Alonso, J.J. y Merlo. Y eran Merlo, J.J. y Alonso. El orden de los factores no alteraba el producto. Eran ellos tres y ocho más, que con los partidos fueron cambiando, hasta que llegó el año de 1975 y regresó al equipo un tal Ángel Labruna, leyenda y punto y aparte de la historia de River Plate, goleador de “La máquina” de los 40 y 50, una y mil veces campeón, una y mil veces adoración.
Labruna recogió lo que había aprendido con Pedernera, D´Stéfano, Loustau y José Manuel Moreno, la eterna delantera de “La máquina”, y lo replicó en el River de Alonso, López y Merlo. Les dio partidos, los mantuvo unidos, logró que se conocieran, los convenció de que eran esenciales y de que podrían romper el maleficio de los 18 años sin títulos. Les enseñó los viejos trucos de la pelota, e incluso, les traspasó sus cábalas, como aquella de salir a la cancha, desprenderse de sus compañeros y anotar un gol con el arco vacío. Y una tarde de abril del 75, contaron las cronistas de aquel tiempo, el capitán Beto volvió después de una suspensión de once fechas, le hizo dos goles a San Lorenzo en el Monumental y con esos dos goles reventó el hechizo. Fue la tarde en la que Disney terminó su más paciente película. La tarde de una tarde, como decía Sandro, en la que unos aún “purretes” escribieron la primera página de las páginas más victoriosas del equipo de la banda.