Yerry Mina, el rey de Guachené
Brayan, primo del jugador que este jueves podría ser presentado con el Everton inglés, habló con El Espectador para rememorar apartes de la infancia del hombre que marcó tres goles en el Mundial de Rusia
Camilo Amaya
La única vez que lo vio triste, con un tajo de humedad en el rostro, fue el día de su grado en el colegio Jorge Eliécer Gaitán de Guachené, Cauca. Yerry Mina no tenía dinero para el vestido, tampoco para la camisa, mucho menos para la corbata y los zapatos. Y sin la pinta completa no era posible recibir el diploma de bachiller. Por pudor bajó la mirada, también por la vergüenza que genera la incapacidad de ayudar. Brayan se quedó inmóvil ante la frustración de su primo menor.
Por fortuna apareció César, el mayor de una familia repleta de nietos, con una abuela que hacía las veces de matrona, que les hablaba como si fueran los únicos en la Tierra, es decir, como si todo fuera un secreto, y le regaló todo. César, el mismo que le pegaba coscorrones cuando no quería entrar a la casa o cuando Yerry no recurría a la obediencia. Por aquí se puede empezar con la arquitectura de la vida del defensor que dejará el Barcelona, por su gente, su pueblo y las calles polvorientas, la cancha en la que aprendió a jugar fútbol, un terreno con desniveles y huecos, sin demarcar, desgastado por el paso de la gente que vive en el barrio La Arenera y con arcos sin redes por lo que cada vez que hay gol es necesario correr por la pelota.
No se quede sin ver: Cauca, tierra de defensores
Disuadir a Yerry no era fácil. Ni siquiera cuando se trepaba a los delgados y frágiles árboles de cacao para comerse el fruto. Un día el palo no soportó su peso y la gravedad lo mandó contra la tierra. Por un minuto sólo se escucharon risas, la de los primos, que en vez de ayudarlo a levantarse se burlaron del totazo, seco, doloroso. Pero esa no era la única manera de divertirse que tenían los Mina. Bien entrada la noche corrían por las calles del barrio Jorge Eliécer Gaitán y tocaban todas las puertas que se encontraban. Yerry ya era veloz, lo necesario para dejar a Brayan atrás, con la incertidumbre de ser descubierto por un vecino reaccionario ante la molestia.
Esa era la mejor forma de vivir en Guachené, pero no la única, porque también había que trabajar, colaborar en el puesto de la abuela en la plaza del pueblo. Vender papas, escoger los mejores tomates, organizar las cebollas, ayudar a cargar las bolsas de los clientes. Nunca buscaron una excusa para evadir la responsabilidad. Hubo, como hay ahora, convicción por el trabajo. Tampoco cobraban por lo que hacían. Simplemente esperaban a que Carlina González, una mujer de formas cálidas, frágil y a la vez muy fuerte, les diera unos cuantos pesos para ir a comprar un helado, para mecatiar, para lo que fuera, porque a la abuela no se le pedía más, ya bastaba con el hecho de que les diera todo en su casa, de que hiciera las veces de madre y padre mientras los de verdad buscaban el sustento diario.
Lea aquí: Yerry Mina, el gigante de Guachené
“Sólo peleábamos cuando uno de los dos compraba algo de comer y no le daba al otro”. Se dejaban de hablar tres días, se miraban de manera desafiante, pero con el tiempo llegaba un gesto que desembocaba en una sonrisa y todo quedaba en el pasado.
“Es que Yerry y yo nunca nos pegábamos. Los hermanos no se agreden”. Brayan estuvo cuando un entrenador de la escuela de Guachené sacó a Yerry del arco por su incapacidad de evitar los goles. “Hasta un niño de cinco años tapaba mejor que él. Era bien malito”. Un día, como todos los otros, les regalaron un discman y aprendieron a compartir, a escuchar la música de Shaggy o cualquier tipo de reggae juntos. Todo lo hacían al tiempo, incluso el proceso como futbolistas hasta que a Brayan le tocó retirarse por un problema de sobrepeso, porque en la casa le daban más colada de plátano que a Yerry.
“Él se salía a jugar con los amigos de la cuadra y por eso no le tocaban las raciones exageradas”. Yerry fue más alto que su primo desde los nueve años, cuando se estiró con ímpetu, cuando sus brazos se hicieron tan largos que parecían piernas, cuando ya no fue fácil compartir zapatos. “Iba para arriba y yo, como la cola de la vaca, para abajo”.
Los paseos al río Palo también eran parte de los planes. Ir hasta la zona más limpia de un afluente contaminado por la minería ilegal y que se resiste a morir. Cuando volvían a casa los ojos rojos, por estar mucho tiempo bajo el agua, los delataban. “Nos pegaban unas pelas durísimas por no pedir permiso”.
Hoy, viendo a su primo, a su hermano de otra madre, siendo requerido por grandes clubes del mundo, Brayan recordará que la dignidad en su máximo esplendor es luchar y que si hay alguien que ha peleado por lo que tiene ahora es Yerry. “Desde que se trepaba en la parte de atrás de las tractomulas para llegar a los entrenamientos me di cuenta de su valentía. Por eso cada vez que hablo con él se lo recuerdo, no sin antes decirle que puede que yo esté ausente por la distancia, pero siempre presente, junto a él, de corazón”.
La única vez que lo vio triste, con un tajo de humedad en el rostro, fue el día de su grado en el colegio Jorge Eliécer Gaitán de Guachené, Cauca. Yerry Mina no tenía dinero para el vestido, tampoco para la camisa, mucho menos para la corbata y los zapatos. Y sin la pinta completa no era posible recibir el diploma de bachiller. Por pudor bajó la mirada, también por la vergüenza que genera la incapacidad de ayudar. Brayan se quedó inmóvil ante la frustración de su primo menor.
Por fortuna apareció César, el mayor de una familia repleta de nietos, con una abuela que hacía las veces de matrona, que les hablaba como si fueran los únicos en la Tierra, es decir, como si todo fuera un secreto, y le regaló todo. César, el mismo que le pegaba coscorrones cuando no quería entrar a la casa o cuando Yerry no recurría a la obediencia. Por aquí se puede empezar con la arquitectura de la vida del defensor que dejará el Barcelona, por su gente, su pueblo y las calles polvorientas, la cancha en la que aprendió a jugar fútbol, un terreno con desniveles y huecos, sin demarcar, desgastado por el paso de la gente que vive en el barrio La Arenera y con arcos sin redes por lo que cada vez que hay gol es necesario correr por la pelota.
No se quede sin ver: Cauca, tierra de defensores
Disuadir a Yerry no era fácil. Ni siquiera cuando se trepaba a los delgados y frágiles árboles de cacao para comerse el fruto. Un día el palo no soportó su peso y la gravedad lo mandó contra la tierra. Por un minuto sólo se escucharon risas, la de los primos, que en vez de ayudarlo a levantarse se burlaron del totazo, seco, doloroso. Pero esa no era la única manera de divertirse que tenían los Mina. Bien entrada la noche corrían por las calles del barrio Jorge Eliécer Gaitán y tocaban todas las puertas que se encontraban. Yerry ya era veloz, lo necesario para dejar a Brayan atrás, con la incertidumbre de ser descubierto por un vecino reaccionario ante la molestia.
Esa era la mejor forma de vivir en Guachené, pero no la única, porque también había que trabajar, colaborar en el puesto de la abuela en la plaza del pueblo. Vender papas, escoger los mejores tomates, organizar las cebollas, ayudar a cargar las bolsas de los clientes. Nunca buscaron una excusa para evadir la responsabilidad. Hubo, como hay ahora, convicción por el trabajo. Tampoco cobraban por lo que hacían. Simplemente esperaban a que Carlina González, una mujer de formas cálidas, frágil y a la vez muy fuerte, les diera unos cuantos pesos para ir a comprar un helado, para mecatiar, para lo que fuera, porque a la abuela no se le pedía más, ya bastaba con el hecho de que les diera todo en su casa, de que hiciera las veces de madre y padre mientras los de verdad buscaban el sustento diario.
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“Sólo peleábamos cuando uno de los dos compraba algo de comer y no le daba al otro”. Se dejaban de hablar tres días, se miraban de manera desafiante, pero con el tiempo llegaba un gesto que desembocaba en una sonrisa y todo quedaba en el pasado.
“Es que Yerry y yo nunca nos pegábamos. Los hermanos no se agreden”. Brayan estuvo cuando un entrenador de la escuela de Guachené sacó a Yerry del arco por su incapacidad de evitar los goles. “Hasta un niño de cinco años tapaba mejor que él. Era bien malito”. Un día, como todos los otros, les regalaron un discman y aprendieron a compartir, a escuchar la música de Shaggy o cualquier tipo de reggae juntos. Todo lo hacían al tiempo, incluso el proceso como futbolistas hasta que a Brayan le tocó retirarse por un problema de sobrepeso, porque en la casa le daban más colada de plátano que a Yerry.
“Él se salía a jugar con los amigos de la cuadra y por eso no le tocaban las raciones exageradas”. Yerry fue más alto que su primo desde los nueve años, cuando se estiró con ímpetu, cuando sus brazos se hicieron tan largos que parecían piernas, cuando ya no fue fácil compartir zapatos. “Iba para arriba y yo, como la cola de la vaca, para abajo”.
Los paseos al río Palo también eran parte de los planes. Ir hasta la zona más limpia de un afluente contaminado por la minería ilegal y que se resiste a morir. Cuando volvían a casa los ojos rojos, por estar mucho tiempo bajo el agua, los delataban. “Nos pegaban unas pelas durísimas por no pedir permiso”.
Hoy, viendo a su primo, a su hermano de otra madre, siendo requerido por grandes clubes del mundo, Brayan recordará que la dignidad en su máximo esplendor es luchar y que si hay alguien que ha peleado por lo que tiene ahora es Yerry. “Desde que se trepaba en la parte de atrás de las tractomulas para llegar a los entrenamientos me di cuenta de su valentía. Por eso cada vez que hablo con él se lo recuerdo, no sin antes decirle que puede que yo esté ausente por la distancia, pero siempre presente, junto a él, de corazón”.