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“De la vida he recibido palo, pero luego vuelvo y me paro”, le dice Yerry Mina a El Espectador desde Kazán, la ciudad que eligió el cuerpo técnico de la selección colombiana de fútbol para ser la sede del equipo nacional en el Mundial de Rusia 2018. Esas 12 palabras las pronuncia el caucano de 23 años pensando en lo que ha recorrido para llegar hasta aquí. Guachené, su familia, sus amigos y las personas que le ayudaron a formarse como persona y futbolista. “Un saludo para toda la gente de mi Guachi, los llevo siempre en el corazón”, afirma con emoción, mientras lleva en su mano izquierda una bolsa negra llena de bebidas para regalarles más tarde a sus familiares que han venido hasta Rusia a verlo triunfar. “Tienen sed y por ellos lo que sea”, dice en medio de una risa que siempre lo acompaña. (Vea nuestro especial sobre el Mundial de Rusia 2018)
En la charla, el defensor del Barcelona de España, autor del primer gol del triunfo 3-0 sobre Polonia, recuerda a Seifar Aponza, César González, Arley y Didier Mancilla y a cada una de las personas que influyeron en su camino para llegar hasta aquí. “Panita, pase lo que pase yo tengo claro algo. Con los pies en la tierra y los ojos en el cielo”. Con esa actitud sale este jueves (9:00 a.m., por el Gol Caracol) a buscar la clasificación a los octavos de final del Mundial de Rusia 2018.
Las raíces
El polideportivo de Guachené (Cauca) está entre los barrios Villa Lilia y La Arenera. Una reja metálica oxidada e invadida por el pasto y la humedad es la puerta de ingreso al lugar al que todos los días llegan cientos de niños y jóvenes a jugar fútbol. Hay una cancha con las medidas reglamentarias y cuatro arcos más pequeños hacia los costados, para poder hacer dos partidos en el mismo espacio. Los arcos grandes tienen mallas manchadas de barro y con huecos más anchos de lo normal por los balonazos que han recibido, mientras que los arquitos son de tubos pequeños y no tienen mallas. El césped es de potrero, ancho y mezclado entre maleza. Hacia el costado occidental hay una tribuna de concreto en la que caben unas 200 personas. (Lea: Yerry Mina: "Afrontamos el partido ante Senegal con los pies en la tierra")
A 40 metros de este lugar hay una casa de color amarillo crema, con una puerta metálica y una ventana de un poco más de un metro de ancho. Desde ahí salía Yerry Mina caminando a jugar fútbol. Lo hacía descalzo y sin camiseta, no porque no tuviera sino por el afán de estar en la cancha. En su familia, su papá y uno de sus tíos paternos habían sido arqueros profesionales, mientras que su tío materno, Arley Mancilla, fue defensa. El fútbol no era algo nuevo, era parte de su vida y la de sus seres queridos.
El primer día que Yerry se presentó en un entrenamiento con el equipo del municipio, dirigido por Seifar Aponza, llegó con la idea de ser arquero, queriendo hacerle un homenaje a su padre. Pero los cinco remates que le hicieron terminaron en gol, así que quizás por vergüenza decidió que nunca más se metería debajo de los tres palos. “Tenía muy buen dominio del balón, le pegaba mucho mejor que los niños de su edad. Por eso le dije que jugara como volante, que ahí me daría una mano”, recuerda Seifar, un hombre de tez morena, con la cabeza rasurada y una barba corta y canosa. (Puede leer: Yerry y Dávinson, la pareja que le devolvió la seguridad defensiva a Colombia)
Un episodio que recuerda como el inicio de la carrera de su alumno fue el 25 de diciembre de 2006, cuando Yerry, con 12 años, en vez de pensar en jugar con los regalos que le habían dado de Navidad, le pidió que lo entrenara. Llegó a la cancha acompañado de su primo Camilo Mancilla, hoy jugador del Envigado. Entre los tres corrieron 20 minutos, después hicieron ejercicios con balón y luego jugaron a hacer tiros al arco. “Un niño que a esa edad piense en entrenar y no en joder con sus amiguitos es porque va a ser diferente”, asegura Seifar, quien con el paso del tiempo construyó una relación paternal con él.
Su infancia fue tranquila. Del colegio a la casa y de la casa a la cancha. Era una rutina que se repetía a diario, sin importar que tuviera entrenamientos con su equipo. Los profesores del colegio Jorge Eliécer Gaitán lo recuerdan como un alumno responsable, que, a pesar de tener el estudio como segunda prioridad después del fútbol, no lo descuidaba. “Acá le habían dado permiso para salir temprano a entrenar. Él entregaba los trabajos antes que los demás y se iba. Cuando los revisaba pensaba que las cosas estarían mal o hechas a la carrera, pero él no era así. Al ver su compromiso, uno le ayudaba con gusto”, recuerda Astrid, profesora de matemáticas. (Puede leer: La reivindicación de Carlos ‘la Roca’ Sánchez)
Melba Ruth Banguero es la profesora de educación física. Tiene el pelo crespo, corto y un cuerpo ancho, como de lanzadora de bala o jabalina. Yerry ha sido su mejor alumno, el que más ganas les ponía a las pruebas de atletismo y quien siempre quedaba de primero en los tests de Cooper. Con una memoria prodigiosa describe muy bien los detalles de los momentos que ha vivido con sus estudiantes. Por ejemplo, el día que Yerry salió del colegio a jugar maquinitas con sus primos y fue testigo del instante en el que su madre los vio gastando monedas en los juegos de azar. “Le pegó un regaño tan fuerte, delante de todos, que nunca más volvió por allá”, asegura.
Gracias a esa educación que le dieron sus padres, José Eulises y Marianela González, fue que Yerry siempre estuvo alejado de las tentaciones de una región como Guachené, en la que es común que los jóvenes hagan parte de pandillas o consuman drogas y alcohol. “Aunque él ahora baila y muestra esa alegría, siempre fue callado y tímido. No le gustaba tomarse ni una cerveza, decía que no podía por los partidos”, asegura Brayan, uno de sus primos y quien hoy en día es el director de la Fundación Yerry Mina, en Guachené. (Lea: Cuando "El Bolillo" Gómez no convocaba a James Rodríguez a la selección Colombia)
Junto a Brayan y Steven convivió Yerry muchos años en la casa de Carlina Mina. Como los padres de todos trabajaban, la encargada de cuidarlos era la abuela. Con ella había que colaborar en el puesto que tenía en la plaza del pueblo. Vender papas, escoger los mejores tomates, organizar las cebollas, ayudar a cargar las bolsas de los clientes. Nunca buscaron una excusa para evadir la responsabilidad. Hubo, como hay ahora, convicción por el trabajo. Tampoco cobraban por lo que hacían. Simplemente esperaban a que ella les diera unos pesos para ir a comprar un helado o una sopa de las que venden en el parque el pueblo. A la abuela no se le pedía más, bastaba con el hecho de que les diera todo en su casa, de que hiciera las veces de madre y padre mientras los de verdad buscaban el sustento diario.
Cuando Yerry cumplió 15 años viajó a Bogotá a pasar unas vacaciones con su tío Jaír. Él tenía contactos con Millonarios porque tuvo un corto paso por el equipo bogotano, así que consiguió unas pruebas para que vieran a su sobrino. A aquel jovencito flaco que corría de manera desbaratada y en desorden no le vieron nada y lo devolvieron a Guachené. “Para él fue difícil sentirse rechazado, pero nosotros lo motivamos y le dijimos que siguiera entrenando que así iba bien”, destaca Arley Mancilla. (Le puede interesar: Colombia goleó a Polonia y recuperó su alegría)
No lo llamaron a selecciones juveniles, ni del departamento del Cauca , ni mucho menos de Colombia. A los 17 años fue a probarse al Pasto, quedó y allá despuntó su carrera. Lo demás se cuenta solo. Con Santa Fe lo ganó todo, en el Palmeiras de Brasil fue el mejor defensor, llegó a la selección de Colombia, luego al Barcelona y ahora es la personalidad más grande que ha dado Guachené, un municipio humilde de gente trabajadora y en el que por estos días no se habla de algo diferente a fútbol. “Con ese gol de Yerry a Polonia se sintió un grito como el de una tribuna”, destacó Seifar. Las familias sacaron el televisor a la calle para que todos vieran el juego. Fue como si se celebrara una fecha nacional. “Todo es por Colombia, pero en el fondo por Yerry. Para el juego contra Senegal creo que será igual”.