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Desde que Álvaro Mejía Flórez (Medellín, 15 de mayo de 1940) ganó la maratón de Boston (EE.UU.), en 1971, la carrera atlética más antigua del mundo, ningún latinoamericano volvió a cantar victoria allí. Y lo hizo cuando la prueba cumplió 75 años de haber sido creada, razón por la cual el colombiano recibió de premio una medalla de oro con un diamante incrustado.
Era el medio día del 19 de abril de 1971. El inclemente sol calentaba cada rincón de la ciudad y, mucho más, a los 877 corredores que ese lunes buscaron pasar a la historia en la mítica prueba. Soplaba un fuerte viento que iba en contravía al trazado de la carrera y levantaba una cortina invisible que golpeaba la humanidad de los corredores. Un enemigo natural que, junto a la alta temperatura, minaba sus fuerzas.
Nada fácil fue llegar a la meta. Con el número 49 pegado a su franela, Mejía terminó con sus pies llenos de ampollas y en la mitad de la carrera pensó en abandonar por el intenso dolor, pero pudieron más su coraje y su hambre de triunfo, y un cabeza a cabeza con el irlandés Pat McMahon (cuarto en la edición anterior y candidato al título en 1971), se resolvió en los últimos 140 metros a favor del colombiano, que con tiempo de 2:18.45 derrotó por apenas cinco segundos a su encarnizado rival— una diferencia que hasta 1978 se mantuvo como la más estrecha de esa carrera— y se convirtió en el segundo latinoamericano en cruzar victorioso la meta, después de Mateo Flores (Guatemala), ganador en 1952.
“En los últimos 12 kilómetros, en la subida llamada rompecorazones, mi plan era atacar. Yo subía bastante bien, nadie me ganaba en subida. Pero como era primavera el sol pega muy duro y en los primeros dos kilómetros sentí como si estuviera corriendo encima de cinc caliente y 40 kilómetros más así no aguantaba. Entonces, vi a alguien echando agua a las matas y dejó como un charquito de agua, paré y por entre las medias me eché agua (…). Al final, cuando tenía pensado atacar en la subida, estaba con el favorito (Pat McMahon) y traté de hacer mi movimiento pero mis piernas no funcionaron y seguí codo a codo con él y en la recta final de 800 metros instintivamente ataqué, le saqué ventaja y logré ganarle por cinco segundos[1]”, recuerda el corredor antioqueño.
En 1970 Mejía trabajaba como obrero en una fábrica de metales y cinco meses antes de correr en Boston, se quedó sin empleo. Con poco dinero en sus bolsillos se costeó el hotel y la noche previa a la carrera sólo pudo comer una pizza con dos cervezas. El pasaje del bus que lo trasladó a la zona de la carrera costó un dólar, que fue pagado por el club de atletismo West Valley, al que estaba vinculado. “Corrí en Boston porque se acabó el trabajo y esa circunstancia me permitió tener tiempo libre para entrenar y por esa razón gané allí”. Ese fue el triunfo más valioso de Mejía en su carrera atlética.
Al cruzar la raya de sentencia en Boston, Mejía dio de qué hablar, no sólo por su victoria sino por el desaire que tuvo con la máxima autoridad de la ciudad, lo que le generó antipatías.
- “El Alcalde desea saludarlo”, le dijeron.
- “Quién ganó el maratón, ¿él o yo? Si quiere saludarme, que venga”, respondió. A raíz del incidente, Mejía no asistió a la premiación.
Ese año terminó tercero en los 10.000 metros de los Juegos Panamericanos de Cali, y fue cuarto en maratón, pruebas ganadas por Frank Shorter, quien al año siguiente fue campeón olímpico en maratón.
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***
Un domingo de 1957 participó en un circuito en la Escuela Militar de Cadetes General José María Córdoba, en Bogotá, pero su caballito de acero se averió y frustró lo que pudo ser una exitosa figuración sobre las bielas. Como Mejía no estaba hecho para el fracaso, ese paso en falso lo animó a pisar las pistas y a principios de 1959 debutó en un torneo de novatos en la Universidad Nacional. Allí ganó los 1.000 metros con un tiempo de 2 minutos y 44 segundos. Dos años después ya destronaba a rivales antes imbatibles. El XI Campeonato Nacional de Atletismo, en Manizales, parió a un gigante en octubre de 1961, cuando derrotó en los 800 y 1.500 metros planos al amo de esas distancias en Colombia, Harvey Borrero. En ese mismo torneo aparece Pedro Grajales.
Transcurridos apenas 33 meses de su exitoso debut, este muchacho de 24 años afrontó su primera olimpiada. Su presencia en los Juegos Olímpicos de Tokio 64 estuvo precedida de un enorme esfuerzo físico y económico para alcanzar la marca mínima exigida para clasificar en los 5.000 metros (14.02 minutos), que consiguió en julio de ese año en San Sebastián (España), donde en una de las tantas carreras en las que participó paró el cronómetro en 13.53.4 y fijó nuevo récord suramericano al pulverizar los 14.05 que desde 1960 ostentaba el argentino Oswaldo Suárez, y quedó a 18 segundos del récord mundial vigente por entonces. “Esa marca la hice en una pista de 300 metros en una universidad madrileña. Le gané al segundo por una vuelta y batí el récord de esa pista por 40 segundos”, recuerda.
“Días después José Gregorio Neira llegó a la península (también con la meta de hacer la marca mínima) y mi actuación permitió que los dos participáramos en calidad de invitados en una campeonato regional al que asistieron los campeones españoles Mariano Haro y Antonio Aguilar, logré vencerlos a los dos. Mi persecutor, que resultó ser Aguilar, arribó a la meta con una desventaja de nueve segundos”.
“Por estar pelado no enfrentó a Clarke”
Después de descrestar a propios y extraños, Mejía tuvo la gran oportunidad de enfrentar a Ronald Clarke, plusmarquista mundial de los 5.000 y 10.000 metros planos. Pero por falta de dinero no pudo viajar a Alemania. “Un conocido del gerente deportivo del L’Équipe, Monsieur Parienté, nos contactó con él pero al llegar a París este no se encontraba en la ciudad y un redactor del periódico nos dijo que si teníamos para pagar los tiquetes aéreos podíamos competir esa misma noche en Colonia, Alemania, en unas pruebas donde iban a correr el campeón mundial Clarke, el plusmarquista europeo Harald Norpoth, el recordman africano Kipchoge Keino y otras figuras mundiales”.
“Si Neira y yo queríamos competir debíamos viajar en avión para llegar a tiempo, ya era medio día y en tren no podíamos trasladarnos. Lamentablemente perdimos la oportunidad”.
“Después pudimos ir a Sttugart, donde competimos en unas pruebas universitarias que ganamos fácilmente, tanto que los niños nos tenían como verdaderos ídolos. Los pequeños hasta nos hicieron antesala para que les firmáramos autógrafos”.
“Nuestro regreso a España demoró dos días durante los cuales solo comimos duraznos, porque no teníamos plata. Corrimos de nuevo en Madrid, y pese al cansancio por el viaje estuve a punto de volver a derrotar a Aguilar”.
Apagón en la pista
En España, los duelos Mejía-Aguilar-Haro se volvieron famosos. En uno de esos enfrentamientos, que fue transmitido en directo para la televisión, Mejía –como ya lo dijo– estuvo a punto de derrotar por segunda vez a las figuras locales. Ese día el estadio estaba abarrotado, algo normal en Europa porque allá el atletismo sí es deporte de multitudes.
“Faltando una vuelta para terminar, ataqué para soltar a Aguilar (Haro ya se había quedado) y cuando tomé la delantera sorpresivamente el estadio quedó en tinieblas. Entonces tomé el carril central y alcancé a terminar la carrera en el primer lugar, pero el resultado lo anularon. La verdad fue que el administrador del estadio era muy amigo de Aguilar, y al ver que yo le iba a ganar apagó la luz”.
Mejía retornó a Colombia en agosto de 1964 y participó en el Campeonato Nacional de Bucaramanga. Allí dominó los 1.500 y 10.000 metros. “No pensaba correr más pero me coaccionaron para que compitiera en el medio maratón que también gané, y por el esfuerzo me lesioné una rodilla que me dejó casi dos meses inactivo”. La olimpiada estaba encima y Mejía ya no deseaba viajar. “Yo no quería ir a Tokio, pero mis amigos me entusiasmaron. Además, había invertido dinero de mi bolsillo para competir en Europa. En Tokio terminé último en mi serie con 14.41.6. Quedé muy triste y por la mente me cruzó la idea de abandonar el atletismo”.
El mejor del mundo
En octubre de 1966, dos años antes de los Juegos Olímpicos de México, Mejía cobró revancha e ingresó al club de los mejores atletas del mundo por su bicampeonato en la micro olimpiada de México, donde —en apenas 48 horas— ganó los 5.000 (14.20 minutos) y los 10.000 metros (30:10.8 minutos), imponiéndose a rivales de la talla del tunecino Mohamed Gammoudi (plata en 10.000 metros, Olímpicos Tokio 64) y el belga Gaston Roelants, oro en Tokio (3.000 metros con obstáculos). El eco de su triunfo retumbó en Amércia, Europa y África.
Previo a la carrera de los 10.000 metros un periodista del diario Excelsior entrevistó al campeón olímpico Roelants sobre sus posibilidades y respondió: “Yo a Gammoudi le gano”. Y el periodista volvió a la carga: ¿Y a Mejía? Y el fondista contestó: A ese no lo conozco, pero también le gano. Después del triunfo de Mejía, el Excelsior publicó a ocho columnas: “¿Me conoce ahora señor Roelants”.
Tras el triunfo del colombiano, médicos deportólogos de Europa hicieron un comparativo entre Abebe Bikila, Neftalí Temuo, Kipchoge Keino y Álvaro Mejía, a quien llamaron la vedet suramericana. Todos, nacidos a más de 2.000 metros sobre el nivel del mar, entrenan en altura, su composición de la sangre tiene mayor cantidad de glóbulos rojos y, concluyeron, siempre van a ganar en altitud y también a nivel del mar porque la altura no transforma a un atleta mediocre en campeón.
La figura de Mejía se magnificó el último día de 1966: fue el primer colombiano en ganar la legendaria carrera de San Silvestre, en São Paulo (Brasil), donde derrotó nuevamente al bicampeón de esa prueba, el belga Roelants, a quien aventajó por 53 segundos y le cortó su seguidilla de triunfos.
Su actuación del último trime stre del 66 le dio la vuelta al mundo, pues había superado a los mejores fondistas del momento. Fuera del país no faltaron los comentarios que afirmaban que el colombiano había tenido mucha suerte. No aceptaban lo que había ocurrido. La noticia produjo júbilo en Colombia, y en Bogotá la gente se volcó a las calles para recibirlo como un héroe. El presidente Carlos Lleras Restrepo se reunió con él y le prometió la puesta en marcha de un plan para impulsar el deporte nacional en todas las esferas, como respuesta a los reclamos del campeón.
Aquel año lo arrancó con su victoria en el medio maratón de Coamo (Puerto Rico). Su brillante temporada hizo que la prensa internacional consagrara a Mejía como el mejor deportista del 66 en América, y en Europa fue elegido el mejor fondista del planeta.
“A México llegué reventado”
Precedido de esa fama, en una época en la que el Estado colombiano no tenía recursos para contratar entrenadores, Mejía no soportó el triunfalismo desmedido. Todo el mundo lo daba como candidato al oro en los Juegos Olímpicos de México 68. “En Colombia, yo salía de la casa y en la calle me decían ‘vas a ganar’, en los periódicos salía todos los días ‘Mejía va a ganar’, en la televisión que ‘voy a ganar’, y en la radio lo mismo. No aguanté esa presión tan increíble. Todos me daban como ganador (en los Olímpicos del 68) pero nadie me ayudaba”.
“Por temor a defraudar me reventaba en los entrenamientos pensando en la olimpiada, pero la novatada me costó. A México llegué reventado, sin reservas en mi organismo, mis piernas estaban partidas por exceso de kilometraje, no tenía mucho para dar el día del juicio final. Los resultados hubieran podido ser mejores. No fue así por inexperiencia mía y de los dirigentes”. Mejía quedó décimo en la final de los 10.000 metros (30.10.6), mientras su rival Gammoudi fue tercero (29:34.2) y se colgó el bronce. “Con este resultado quedé más contento que el berraco. Nadie supo de mis sacrificios, por eso calificaron mi actuación de decepcionante, pero una cosa es correr y otra ver los toros desde la barrera”.
“En esa temporada, y hasta San Silvestre, Mejía entrenó 20 meses seguidos sin descansar un día y en enero de 1967 se puso a empujar un camión y se le desvió un disco de la columna. En el 67 no tuvo carreras sino lesiones y llegó a la olimpiada mejicana sin puntos de referencia”, explica el exatleta y periodista deportivo José Briceño.
Munich, en septiembre de 1972, marcó su despedida en Juegos Olímpicos: culminó 48 en el maratón (2:31:56.). Esa fue su frustración: no ganar una medalla olímpica. “Me dejaron sólo y un campeón olímpico no se hace solo”, se lamenta. (ravila@elespectador.com)