Los Juegos Olímpicos de 1896, una quimera que se hizo realidad
Hace 125 años se inauguraron las primeras justas de la modernidad en Atenas. El sueño de Pierre de Coubertin, de que el deporte retomara la senda olvidada en la antigüedad, se cumplió un día como hoy en Grecia.
Camilo Amaya
Eran las épocas del auge del ferrocarril y del telégrafo. Las noticias viajaban más rápido que antes y se sabía, en menor tiempo, lo que estaba ocurriendo aquí y allá. Así fue que Pierre de Coubertin (Francia, 1863) llegó a una conclusión lógica que soportó lo que parecía una fantasía individual: el gusto por el deporte renacía en todo el mundo. Suiza invitaba a los mejores tiradores del continente a participar en competencias locales, los ciclistas rodaban en los velódromos más antiguos, entre ellos el de Ereván (Armenia), Inglaterra incursionaba en modalidades acuáticas y en París los grandes esgrimistas combatían entre ellos. En otras palabras, era posible avivar el sentimiento olímpico, recuperar el evento que se detuvo en el año 393 d.C. luego de que el cristianismo invadiera el imperio romano y el emperador Teodosio prohibiera toda reunión o congregación pagana.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
Eran las épocas del auge del ferrocarril y del telégrafo. Las noticias viajaban más rápido que antes y se sabía, en menor tiempo, lo que estaba ocurriendo aquí y allá. Así fue que Pierre de Coubertin (Francia, 1863) llegó a una conclusión lógica que soportó lo que parecía una fantasía individual: el gusto por el deporte renacía en todo el mundo. Suiza invitaba a los mejores tiradores del continente a participar en competencias locales, los ciclistas rodaban en los velódromos más antiguos, entre ellos el de Ereván (Armenia), Inglaterra incursionaba en modalidades acuáticas y en París los grandes esgrimistas combatían entre ellos. En otras palabras, era posible avivar el sentimiento olímpico, recuperar el evento que se detuvo en el año 393 d.C. luego de que el cristianismo invadiera el imperio romano y el emperador Teodosio prohibiera toda reunión o congregación pagana.
“Me llamó la atención los progresos pedagógicos que tenían los ingleses. Una nueva forma de enseñar en la que la actividad física ocupaba, de cierto modo, el primer lugar gracias a las gestiones de la reina Victoria y sus reformas”, recordaría en sus memorias Coubertin. Consciente y directo, este francés, de familia acomodada y obsesionado por la historia, organizó, a pedido de su gobierno, un congreso de educación física en 1889. Y para eso envió cuestionarios a varios colegios y universidades del mundo para saber la manera en la que praticaban deportes, y creó el periódico Revue Atléthique con el objetivo de comparar los resultados que llegaban y tener un registro.
Coubertin también encontró que había discordias entre atletas de diferentes disciplinas. Que los gimnastas no tenían una buena relación con los remeros, que los esgrimistas y los ciclistas no se concebían en un mismo espacio, que los jugadores de tenis se creían superiores que los tiradores y que cada quien defendía su método como si fuera el único y el absoluto. De hecho, los atletas del imperio alemán disentían de la enseñanza sueca, y los ingleses creían que las reglas del fútbol americano parecían lejanas del sentido común. “Si se quería que el deporte no sucumbiera era necesario unificarlo y purificarlo”. El entusiasmo, al parecer, lo embargó. Y Coubertin solo vio un camino seguro: crear competiciones periódicas, con representantes de todas las naciones y bajo la corona de la antigüedad clásica, es decir, restaurar los Juegos Olímpicos.
En contexto: Los Juegos Olímpicos, otra víctima del coronavirus
Coubertin era, en sí mismo, su propio impulsor, y en la Universidad de la Sorbona de París dio un discurso tan inspirador ante los representantes de las asociaciones deportivas que respondieron el llamado, que ese día, en junio de 1894, la realización de las justas dejó de ser un quimera y tuvo sus primeros cimientos de realidad. “Hablé fuerte y seguro. No quería que la magnitud del proyecto generara sarcasmo o desaliento”, escribiría en sus Memorias Olímpicas 37 años después, rememorando lo entusiasta que tuvo que ser para que la emoción fuera colectiva. Ese encuentro dio paso a la fundación del Comité Olímpico Internacional el 23 de junio de 1894 y dejó al griego Dimitrios Vikelas como el primer presidente de una institución que tenía solo una finalidad: que los JJ.OO. perduraran sin importar las guerras y la evolución misma de la humanidad. Al contrario, que cada suceso de la historia los hiciera perdurables e impenetrables.
El problema del dinero
Coubertin reconocería mucho después que no quería que los primeros Juegos Olímpicos de la modernidad fueran en Atenas, pues no creía que la ciudad y el país estuvieran preparados para hacer frente a un evento mundial y de tales características. “Pensé en París en el primer año del siglo XX, pero un diálogo corto y fructífero con Vikelas me hizo cambiar de opinión, me llevó a creer que las fuerzas juveniles de la Grecia resucitada eran suficientes para soportar el peso de un suceso que cambiaría todo”.
Coubertin recolectó información de las diferentes asociaciones, sentó las bases y los principio del COI y lo más pronto posible tomó rumbo a Marsella y se subió en un barco hacia Pireo. En altamar tuvo tiempo de leer sin acusar al mareo, y encontró en sus documentos una carta de Esteban Dragounis, miembro del gobierno griego, que lo llamaba a la cordura y la renuncia de sus proyectos olímpicos. Ya instalado en su hotel y luego de un corto peregrinaje por las ruinas de Atenas, Coubertin recibió la visita de Spyridon Tricoupis, primer ministro de gobierno, al que no le importó romper el protocolo a altas horas de la noche con tal de llevar su mensaje. “Observe usted. Creo que se dará cuenta que actualmente no tenemos los recursos para aceptar la misión que nos quieren confiar”, dijo el político con un tono fuerte y pausado. Sin embargo, la oposición griega, representada por Teodoro Delyannis, tomó partido a favor de que se realizaran los juegos, como era de esperarse. “Me sentí como un balón en pleno partido entre gobierno y opositores”.
Le puede interesar: El coronavirus deja un mundo sin deporte
Coubertin abandonó Grecia y a su regreso a París se enteró que un barón de Metsovo, con ínfulas de filántropo, quería donar una cuantiosa suma con tal de hacer parte de lo que consideraba un hecho sin precedentes. George Averoff regaló un millón de dracmas (antigua moneda griega) y con ese dinero, y bajo la fiscalización del Rey Jorge I, se remodeló el Estadio Panathinaiko que más parecía una herida profunda en la ladera de una colina. En un principio se estipuló que el costo sería de 575 mil dracmas, pero los imprevistos llevaron a que el valor de la obra ascendiera a 982 mil. El siguiente boletín trimestral del Comité Olímpico no solo agradeció el gesto sino que, de paso, dio a conocer las nueve disciplinas que harían parte de las justas (atletismo, gimnasia, esgrima, lucha, tiro, vela, remo, natación, ciclismo, equitación y tenis).
El sueño es una realidad
“Este año, la primavera ateniense es doble. Calienta, a la vez, una atmósfera luminosa y el alma popular. Hace crecer flores aromáticas entre las losas del Partenón y pone una sonrisa satisfecha en los orgullosos labios de los Palikares. El sol brilla y los Juegos Olímpicos están cercanos. Los temores e ironías del año pasado han desaparecido, los escépticos se han callado; los Juegos ya no tienen enemigos”, escribió Coubertin el 26 de marzo de 1986, 11 días antes de la inauguración en Atenas (se eligió que fuera un lunes). La ciudad se llenó de banderas francesas, alemanas, suecas e inglesas. Y las personas, en largas procesiones de curiosidad, inspeccionaron el escenario elegido para la apertura y con capacidad para 50 mil personas.
“El estruendo formado por las aclamaciones ha debido llegar, atravesando el llano, hasta el pie del Parnes, y despertado en sus moradas subterráneas a los manes de los antepasados”, dijo Coubertin a quien le causó curiosidad la paradoja de que 1500 años atrás un rey acabara con las justas para abolir el vestigio del paganismo y ahora, en el mismo lugar, otro monarca, rodeado en su gran mayoría de cristianos, diera comienzo a una nueva era. Durante 10 días, 241 atletas de 14 países compitieron en 43 pruebas para ganar las medallas que por una cara tenían el rostro de Zeus y por la otra la Acrópolis de Atenas. Estados Unidos fue el campeón general con 11 primeros lugares, siete segundas plazas y dos terceras en unos juegos en los que el ganador se colgaba una presea de plata sumada a una rama de olivo y un diploma.
El 15 de abril, el rey encabezó la ceremonia de clausura, entregó los premios y dio por finalizado un evento que fue el sueño de un hombre que, simplemente, veía en el deporte el principio y la base para el desarrollo de cualquier sociedad moderna. Por fortuna esa visión, tanto como las justas, siguen siendo perennes.
*Nota publicada en 2020.
icamaya@elespectador.com