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Incluso con los decididos esfuerzos de bancos centrales y autoridades fiscales para suavizar el golpe, los mercados de activos en las economías avanzadas se derrumbaron, y los capitales huyen de los mercados emergentes a una velocidad pasmosa. Nada podrá evitar una profunda desaceleración económica y una crisis financiera. La pregunta clave ahora es cuáles serán la gravedad y duración de la recesión.
Mientras no se sepa cuán rápida y completa será la solución del desafío sanitario, es casi imposible para los economistas predecir cómo terminará esta crisis. A la incertidumbre científica en relación con el coronavirus se le agrega la incertidumbre socioeconómica respecto de la conducta de las personas y de las autoridades en las próximas semanas y meses.
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Al fin y al cabo, el mundo está experimentando algo similar a una invasión extraterrestre. Sabemos que la determinación y la creatividad de la humanidad triunfarán. ¿Pero a qué costo? Al momento de escribir estas líneas, los mercados parecen cautamente esperanzados en una recuperación rápida, tal vez a partir del cuarto trimestre de este año. Muchos analistas señalan la experiencia china como un preanuncio alentador de lo que puede esperar el resto del mundo.
Pero ¿se justifica realmente esa mirada? Pese a cierta recuperación del empleo en China, no está nada claro cuándo regresará a niveles similares a los de antes de la COVID‑19. E incluso con una recuperación plena de la actividad industrial china, ¿quién comprará esos bienes si el resto de la economía global se hunde? En cuanto a Estados Unidos, regresar al 70 % u 80 % de la capacidad parece un sueño lejano.
Ahora que la contención del brote en Estados Unidos ha sido un fracaso rotundo (pese a tener el sistema sanitario más avanzado del mundo), para los estadounidenses será sumamente difícil regresar a la normalidad económica hasta que se disponga de una vacuna, algo que puede demorar un año o más. Ni siquiera es seguro cómo se las arreglará Estados Unidos para celebrar la elección presidencial de noviembre de 2020.
Por ahora, los mercados parecen hallar alivio en los inmensos programas de estímulo en Estados Unidos, absolutamente necesarios para proteger a los trabajadores y evitar un derrumbe del mercado. Pero ya es evidente que se necesita mucho más.
Si esto fuera un pánico financiero común y corriente, una inyección masiva de estímulo fiscal a la demanda resolvería muchos problemas. Pero el mundo está experimentando la pandemia más grave desde el brote de gripe de 1918‑20. Si esta vez muriera otro 2 % de la población mundial, la cifra de muertes llegaría a unos 150 millones de personas.
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Felizmente, es probable que no se llegue a semejante extremo, vistas las medidas radicales de confinamiento y distanciamiento social que se están adoptando en todo el mundo. Pero mientras la crisis sanitaria no esté resuelta, la situación económica será muy sombría. E incluso después de un reinicio de la actividad económica, el daño a las empresas y a los mercados de deuda tendrá efectos duraderos, especialmente si se tiene en cuenta que antes del inicio de la crisis el nivel global de endeudamiento ya estaba en niveles récord.
Es verdad que los gobiernos y bancos centrales han provisto protección a amplias franjas del sector financiero con medidas tan minuciosas que casi parecen chinas; y tienen poder de fuego suficiente para hacer mucho más si fuera necesario. Pero el problema es que lo que tenemos enfrente no es solamente un shock de demanda sino también un inmenso shock de oferta. Las políticas de apoyo a la demanda pueden ayudar a aplanar la curva de contagios en la medida en que facilitan la permanencia de las personas en sus hogares, pero su capacidad de sostener la economía es limitada si, digamos, el 20 % o 30 % de la fuerza laboral estuviera en aislamiento buena parte de los próximos dos años.
Y todavía no he mencionado la enorme incertidumbre política que puede seguir a una depresión global. Así como la crisis financiera de 2008 produjo una profunda parálisis política y alentó el surgimiento de una camada de líderes populistas antitecnocráticos, es previsible que la crisis de la COVID‑19 lleve a disrupciones todavía más extremas. La respuesta sanitaria en Estados Unidos ha sido catastrófica, por una combinación de incompetencia y negligencia en muchos de los niveles de gobierno (incluido el más alto). Si se mantiene la trayectoria actual, la cifra de muertes sólo en Nueva York puede superar a la de Italia.
Claro que es posible imaginar escenarios más optimistas. Con testeos a gran escala podríamos determinar quién está enfermo, quién sano y quién ya está inmunizado y puede volver a trabajar. Ese conocimiento sería invaluable. Pero aquí también, Estados Unidos tiene una tremenda insuficiencia de recursos de testeo, que se debe a muchos años de incorrecta fijación de prioridades y mala gestión en varios niveles.
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Incluso sin una vacuna, la economía puede volver a la normalidad en relativamente poco tiempo si se consigue una implementación rápida de tratamientos eficaces. Pero sin testeos a gran escala y una idea clara de lo que será la «normalidad» en un par de años, será difícil persuadir a las empresas de invertir y tomar personal, especialmente cuando prevén una subida de impuestos cuando todo termine. Y que las bolsas hasta ahora hayan perdido menos que en 2008 puede deberse exclusivamente a que todos recuerdan el rebote de las cotizaciones durante la recuperación. Pero si fuera cierto que aquella crisis apenas fue un ensayo para esta, los inversores no deben esperar un rebote rápido.
En unos pocos meses, los científicos sabrán mucho más acerca de nuestro invasor microscópico. La propagación del virus a través de Estados Unidos dará a los investigadores de este país acceso directo a datos y pacientes, en vez de tener que basarse solamente en datos chinos de la provincia de Hubei. Sólo cuando la invasión haya sido derrotada será posible evaluar el costo del cataclismo económico que dejará tras de sí.
Traducción: Esteban Flamini