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Las elecciones que culminaron ayer fueron, por muchos motivos, uno de los procesos electorales más importantes y vitales en la historia reciente del país: en 50 y tantos años representan la primera transición de poder que se hace sin el fantasma del conflicto interno como principal inspiración de la política pública, la repartición del presupuesto y, en general, de toda la estrategia de gobierno.
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Este hecho tiene repercusiones en una larga cascada de ámbitos, entre ellos el manejo de la economía, un aspecto que necesita atención urgente en frentes como la política fiscal (con reformas venideras en pensiones y tributos), el estímulo del crecimiento, la diversificación de los modelos productivos, la distribución de la riqueza y los ingresos, y el ataque frontal de la corrupción en el sector público, pero también en el privado.
Si se quiere, el panorama económico puede verse como una especie de dominó: el movimiento y progreso en un factor puede habilitar y otorgarle cierta inercia al siguiente. Durante la campaña, analistas y académicos han identificado algunas prioridades para el Gobierno entrante. Una de ellas es racionalizar el gasto del Estado e incrementar sus ingresos.
Como lo ha dicho la Comisión del Gasto y la Inversión Pública, uno de los retos principales en política económica es hacer una reingeniería en pensiones, que permita equilibrar los recursos que consume el sistema con los beneficios que se extraen de él. Actualmente, apenas hay una cobertura de 24 % en pensiones para los mayores de 65 años (la proyección a futuro es a la baja) y los subsidios que absorbe el sistema se concentran en la población con mayores recursos, lo que deja desprotegidos a los trabajadores con menores ingresos.
La misma Comisión asegura que, si bien no era una tarea de su resorte, es recomendable echarles una nueva mirada a los impuestos. En otras palabras, la posibilidad, y necesidad, de una nueva reforma tributaria es alta. Aunque el Marco Fiscal de Mediano Plazo, publicado la semana pasada por el Banco de la República, da un poco más de margen de maniobra al nuevo mandatario, varios analistas han señalado la importancia de crear un esquema tributario más eficiente y equitativo, de cara a las empresas, pero también para el ciudadano de a pie. Como lo dijo Horacio Ayala, exdirector de la DIAN, en una entrevista con este diario: “Se debe ver esto como una oportunidad para pensar con calma en temas como la reforma tributaria, no como las anteriores, que por el afán han quedado mal redactadas”.
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Racionalizar el gasto y aumentar los ingresos permite, a su vez, pensar en invertir mejor en otros sectores que puedan estimular el crecimiento económico. Para un país como Colombia es casi natural pensar en salvaguardar e impulsar los hidrocarburos, más aún en un escenario de precios altos del petróleo. No es un asunto menor si se tiene en cuenta que esta industria pone alrededor de 50 % de las exportaciones nacionales, así como 7 % del PIB y 18 % de los ingresos fiscales.
Estas cifras demuestran que es un sector necesario e importante en la ecuación económica, pero que también es necesario pensar con juicio y urgencia en diversificar la producción del país: crear modelos productivos que estén alejados de la dependencia de las materias primas. Hoy, el precio del petróleo se ha recuperado, pero si algo es claro con los hidrocarburos, es que las bonanzas sirven como preludio de las crisis y las depresiones. El reto del nuevo mandatario es entender, de fondo, qué implica la explotación petrolera actualmente y a futuro.
Si se mira desde la perspectiva macroeconómica, el ideal sería alcanzar un crecimiento, para los próximos años, por encima de 6 %. Proyecciones del FMI y la OCDE sitúan esta cifra en no más de 2,7 % para 2018 (en el mejor de los escenarios). El camino es largo y, en éste, sectores como el agro representan una de las grandes oportunidades de generar riqueza, pero también equidad en la distribución de los ingresos.
La firma de la paz pone el listón muy alto para el nuevo mandatario en temas como productividad agrícola, un sector que el año pasado experimentó una variación de 4,9 %. También lo hace en temas como tenencia de la tierra. En todo este panorama, claro, hay una alta participación de la agroindustria, que debe ir de la mano de proyectos productivos para las comunidades más golpeadas por la guerra. Esta es una de las rutas para que Colombia pueda deshacerse del infame título de ser una de las naciones más desiguales en el mundo, y la campeona en este tema en el interior de la OCDE.
El debate de la redistribución de los ingresos y la riqueza dista mucho de cualquier fantasma retórico asociado con la economía planificada y demás figuras de control estatal de los mercados. Es, para todos sus efectos, un asunto ampliamente capitalista, con rotundos beneficios económicos. Más allá de los imperativos morales (algunos, por desgracia, muy atados a corrientes políticas/ideológicas), una distribución más equitativa es uno de los factores que impulsan el crecimiento de la clase media, lo que a su vez les da oxígeno al consumo y la demanda interna. Estos dos factores, por su parte, son motor de crecimiento para el comercio y la manufactura local.
Otro de los puntos en los que es necesario seguir avanzando es en el ataque contra la corrupción, tanto en el sector público como el privado. El ejemplo de Odebrecht es perfecto para analizar cómo una empresa privada puede estancar totalmente un sector, y con éste parte del crecimiento económico. El programa de vías 4G fue el directo perjudicado de este escándalo y hasta ahora comienza a recuperarse en forma, logrando cierres financieros y comenzando, o continuando, con las obras en varios de los 30 corredores planeados para este megaproyecto. La corrupción de compañías privadas se extiende a la cartelización, una práctica que, tristemente, abarca desde pañales y cemento hasta la seguridad privada en Colombia.
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Si se trata de proteger el libre funcionamiento del mercado y las libertades individuales, es necesario castigar duramente todo tipo de corrupción, de entidades estatales y empresas privadas.