Amistades y aliados en la literatura
¿Hay alguien que pueda dudar del valor de las amistades? Las amistades, digo, en el sentido amplio de lo que implica una, y por extensión de lo significativa que puede ser en un escenario donde más que amigos se tienen aliados: y no estoy hablando de política, sino de literatura.
Jaír Villano/ @VillanoJair
En un terreno donde las víboras, los saurios, las jaurías y todo tipo de fauna fanfarrea, una amistad es un alivio. Es ese alguien con el que se puede hablar como colega y como ser humano. Y aunque parezca obvio, no lo es: pues a un autor se le aborda como autor, y no como sujeto. Y por eso hay tantos conflictos y celos en estas lides. Para ir al grano: uno puede tener amigos escritores a los que valora más como humanos que como artistas. Es decir, valorar más el autor que su obra. Porque la obra puede estar comprendida por altibajos, o por desaciertos consumados, o por defectos repetidos. Y sin embargo, uno se queda con lo que es como persona. ¿Qué es? Bueno, los ejemplos pueden abundar, el caso es que hay escritores a los que es más placentero escuchar que leer, o viceversa: leer que escuchar. Y hay otros que ni lo uno, ni lo otro; simplemente (o afortunadamente), se trata de gente buena.
¿A qué viene toda esta elucubración? Sucede que suele ser intensivo el análisis del autor y la obra. Heidegger, Alfonso Reyes y, para no salir del patio (y hacer menos extensa la lista), Hernando Téllez, han merodeado sobre el asunto. ¿Conclusión? No hay conclusiones. Y eso es bello. Pero no lo único, pues en los pasillos literarios se encuentra de todo: aliados, enemigos, simpatizantes, detractores, iconoclastas, periodistas, adeptos, aduladores. De todo.
De modo que no es chirle mirar las conveniencias e inconveniencias que pueden surgir con las amistades. ¿Han notado que cuando un novelista destaca una novela de un colega suyo, -que previamente había destacado la suya-, surgen sospechas? Claro: tú me elogias, yo te elogio, y luego elogiamos a mi amigo (y él conseguirá a alguien que elogie tu trabajo), es el pensamiento más típico. (Y quizá el más acertado). Pero no necesariamente es así. A un novelista le puede gustar otro novelista y ser amigo suyo, y abrirle el espectro; o puede pasar como Vargas Llosa y García Márquez, que a pesar de las diferencias (del puño), lograron que prevaleciera la ecuanimidad. Y por ello el peruano escribió Historia de un deicidio, célebre ensayo.
Otro ejemplo que funciona es lo que las industrias editoriales han hecho con Bolaño: escribe Villoro sobre el chileno: “descreía de los juicios unánimes. Le gustaba atacar a los consagrados y defenderlos si tú los atacabas”. O sea que ante tanto encomio, -de Echevarría, de Fresán, de Volpi, de Vilas Matas, de Aira- el chileno los hubiera atacado a todos. “Basta; dejen de alardear tanto de mis libros. ¡No son tan buenos como ustedes dicen!”. (Y…de pronto algo de razón tiene el detective, ¿no?).
Hay de todo, insisto, ¿qué hubiera sido de la historia de la literatura si Max Brod le hubiera seguido el capricho a Kafka, y en lugar de publicar sus composiciones las hubiera incinerado? ¿O qué sería de las obras de Goethe y Schiller sin sus discusiones y sus reparos a sus manuscritos? ¿O qué habría pasado con Maupassant si Flaubert se hubiese propuesto denostar sus relatos, en lugar de sugerirle: calma, “el talento es una larga paciencia”? ¿O qué hubiera sido del acervo crítico de las letras colombianas si los amigos de Baldomero Sanín Cano no se hubieran animado a compilar su trabajo?
Y para no dilatar las dudas (todo hay que decirlo): ¿Qué sería de la suerte de plumíferos que desfilan por alfombras culturales gracias al poder de sus amigos? ¿y de otros que han sabido explotar las insinuaciones estéticas de suicidas, así no los hayan tratado en vida?
Hay todo tipo de camaraderías. Hay clubes. Hay escuelas. Hay grupos. (Es increíble: hay aspirantes que se inscriben en talleres y maestrías -más que por aprender-, en busca de una oportunidad, por las ganas de pertenecer al círculo). Las hay cuestionables y las hay positivas: la simpatía, pongamos al caso, unió al grupo de Los nuevos (Zalamea J, Maya, Arciniegas, Zalamea E, Vidales, De Greiff, Caballero Calderón, Téllez, etc.), unió a La cueva (Cepeda Samudio, García Márquez, Vargas, Fuenmayor), unió a los Nadaístas (Arango, Jaramillo, Escobar, Jotamario, Buitrago, Osorio, etc.). Oh, la camaradería. Oh, la camaradería.
Si está interesado en este tema, ingrese acá: En búsqueda del Nadaísmo
Las amistades son algo que se subvalora, pero ¿qué es un buen editor si no acaso una buena compañía? Ese que te acusa errores; ese que esclarece falencias; ese que delata impensados yerros; ese que te invita a la mesura y te anula el acelere. Lo mejor es que a veces no son profesionales. Simplemente, amigos.
Hay que aprender a interpretar. Si uno se abstiene de comentar una obra, no es porque no se haya tomado el trabajo de leerla, sino porque no lo considera necesario. Hay gente impudorosa y tan segura de sí misma, que tiene el descaro de reclamar. “¿Y la reseña de mi libro?” Otro día será, si acaso.
A mí me ha pasado. Le he enviado borradores a colegas, y he dejado que pasen meses para interrogarles y puedo leer en sus rostros que no les ha convencido, que la intentaron leer, pero fracasaron. Mas no es culpa de ellos; es un crimen mío, pues no logré ocupar toda su atención. Y hacerlos mis cómplices (Soy de los que siempre duda, y entonces vuelvo a la novela, a seguir insistiendo).
No entiendo cómo alguien no puede entender aquello tan obvio. Repito: hay escritores a los que se les valora más como personas que como artistas, así como hay artistas a los que uno les valora la obra y les desprecia lo humano. ¿Que qué es lo mejor? Cada quien sacará sus conclusiones. Pero lo uno no tiene por qué interponerse a lo otro. Se debe entender que, por el bien de la literatura, debe existir la divergencia. Divergir a pesar de la amistad. Y la convergencia también. Los grupos son necesarios.
Lo cuestionable es su carácter acrítico y complaciente. Pues como decía Gumucio -en un artículo publicado hace unos años, pero apenas conveniente para el caso-: “La amistad literaria, como la amistad política, se basa últimamente en el borroneo gentil de cualquier debate serio. Escritores amigos entre sí que no se critican porque lo que hacen 'es totalmente diferente a lo que hago yo'. Como si esa diferencia no fuese también un tema de debate. Como si combatir una estética no pudiera permitir admirar a los que la ejecutan con perfección”. (Los invito a leer ‘Todos amigos’, para que amplíen desde otra perspectiva lo que propongo).
Y yo no sé ustedes, pero es precisamente eso lo que se ve en ciertos corrillos literarios. (O peor aún: en esas trincheras, llamadas redes sociales).
En un terreno donde las víboras, los saurios, las jaurías y todo tipo de fauna fanfarrea, una amistad es un alivio. Es ese alguien con el que se puede hablar como colega y como ser humano. Y aunque parezca obvio, no lo es: pues a un autor se le aborda como autor, y no como sujeto. Y por eso hay tantos conflictos y celos en estas lides. Para ir al grano: uno puede tener amigos escritores a los que valora más como humanos que como artistas. Es decir, valorar más el autor que su obra. Porque la obra puede estar comprendida por altibajos, o por desaciertos consumados, o por defectos repetidos. Y sin embargo, uno se queda con lo que es como persona. ¿Qué es? Bueno, los ejemplos pueden abundar, el caso es que hay escritores a los que es más placentero escuchar que leer, o viceversa: leer que escuchar. Y hay otros que ni lo uno, ni lo otro; simplemente (o afortunadamente), se trata de gente buena.
¿A qué viene toda esta elucubración? Sucede que suele ser intensivo el análisis del autor y la obra. Heidegger, Alfonso Reyes y, para no salir del patio (y hacer menos extensa la lista), Hernando Téllez, han merodeado sobre el asunto. ¿Conclusión? No hay conclusiones. Y eso es bello. Pero no lo único, pues en los pasillos literarios se encuentra de todo: aliados, enemigos, simpatizantes, detractores, iconoclastas, periodistas, adeptos, aduladores. De todo.
De modo que no es chirle mirar las conveniencias e inconveniencias que pueden surgir con las amistades. ¿Han notado que cuando un novelista destaca una novela de un colega suyo, -que previamente había destacado la suya-, surgen sospechas? Claro: tú me elogias, yo te elogio, y luego elogiamos a mi amigo (y él conseguirá a alguien que elogie tu trabajo), es el pensamiento más típico. (Y quizá el más acertado). Pero no necesariamente es así. A un novelista le puede gustar otro novelista y ser amigo suyo, y abrirle el espectro; o puede pasar como Vargas Llosa y García Márquez, que a pesar de las diferencias (del puño), lograron que prevaleciera la ecuanimidad. Y por ello el peruano escribió Historia de un deicidio, célebre ensayo.
Otro ejemplo que funciona es lo que las industrias editoriales han hecho con Bolaño: escribe Villoro sobre el chileno: “descreía de los juicios unánimes. Le gustaba atacar a los consagrados y defenderlos si tú los atacabas”. O sea que ante tanto encomio, -de Echevarría, de Fresán, de Volpi, de Vilas Matas, de Aira- el chileno los hubiera atacado a todos. “Basta; dejen de alardear tanto de mis libros. ¡No son tan buenos como ustedes dicen!”. (Y…de pronto algo de razón tiene el detective, ¿no?).
Hay de todo, insisto, ¿qué hubiera sido de la historia de la literatura si Max Brod le hubiera seguido el capricho a Kafka, y en lugar de publicar sus composiciones las hubiera incinerado? ¿O qué sería de las obras de Goethe y Schiller sin sus discusiones y sus reparos a sus manuscritos? ¿O qué habría pasado con Maupassant si Flaubert se hubiese propuesto denostar sus relatos, en lugar de sugerirle: calma, “el talento es una larga paciencia”? ¿O qué hubiera sido del acervo crítico de las letras colombianas si los amigos de Baldomero Sanín Cano no se hubieran animado a compilar su trabajo?
Y para no dilatar las dudas (todo hay que decirlo): ¿Qué sería de la suerte de plumíferos que desfilan por alfombras culturales gracias al poder de sus amigos? ¿y de otros que han sabido explotar las insinuaciones estéticas de suicidas, así no los hayan tratado en vida?
Hay todo tipo de camaraderías. Hay clubes. Hay escuelas. Hay grupos. (Es increíble: hay aspirantes que se inscriben en talleres y maestrías -más que por aprender-, en busca de una oportunidad, por las ganas de pertenecer al círculo). Las hay cuestionables y las hay positivas: la simpatía, pongamos al caso, unió al grupo de Los nuevos (Zalamea J, Maya, Arciniegas, Zalamea E, Vidales, De Greiff, Caballero Calderón, Téllez, etc.), unió a La cueva (Cepeda Samudio, García Márquez, Vargas, Fuenmayor), unió a los Nadaístas (Arango, Jaramillo, Escobar, Jotamario, Buitrago, Osorio, etc.). Oh, la camaradería. Oh, la camaradería.
Si está interesado en este tema, ingrese acá: En búsqueda del Nadaísmo
Las amistades son algo que se subvalora, pero ¿qué es un buen editor si no acaso una buena compañía? Ese que te acusa errores; ese que esclarece falencias; ese que delata impensados yerros; ese que te invita a la mesura y te anula el acelere. Lo mejor es que a veces no son profesionales. Simplemente, amigos.
Hay que aprender a interpretar. Si uno se abstiene de comentar una obra, no es porque no se haya tomado el trabajo de leerla, sino porque no lo considera necesario. Hay gente impudorosa y tan segura de sí misma, que tiene el descaro de reclamar. “¿Y la reseña de mi libro?” Otro día será, si acaso.
A mí me ha pasado. Le he enviado borradores a colegas, y he dejado que pasen meses para interrogarles y puedo leer en sus rostros que no les ha convencido, que la intentaron leer, pero fracasaron. Mas no es culpa de ellos; es un crimen mío, pues no logré ocupar toda su atención. Y hacerlos mis cómplices (Soy de los que siempre duda, y entonces vuelvo a la novela, a seguir insistiendo).
No entiendo cómo alguien no puede entender aquello tan obvio. Repito: hay escritores a los que se les valora más como personas que como artistas, así como hay artistas a los que uno les valora la obra y les desprecia lo humano. ¿Que qué es lo mejor? Cada quien sacará sus conclusiones. Pero lo uno no tiene por qué interponerse a lo otro. Se debe entender que, por el bien de la literatura, debe existir la divergencia. Divergir a pesar de la amistad. Y la convergencia también. Los grupos son necesarios.
Lo cuestionable es su carácter acrítico y complaciente. Pues como decía Gumucio -en un artículo publicado hace unos años, pero apenas conveniente para el caso-: “La amistad literaria, como la amistad política, se basa últimamente en el borroneo gentil de cualquier debate serio. Escritores amigos entre sí que no se critican porque lo que hacen 'es totalmente diferente a lo que hago yo'. Como si esa diferencia no fuese también un tema de debate. Como si combatir una estética no pudiera permitir admirar a los que la ejecutan con perfección”. (Los invito a leer ‘Todos amigos’, para que amplíen desde otra perspectiva lo que propongo).
Y yo no sé ustedes, pero es precisamente eso lo que se ve en ciertos corrillos literarios. (O peor aún: en esas trincheras, llamadas redes sociales).