Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
“Te heriré por esto. Todavía no sé cómo, pero dame tiempo. Sabrás que la deuda estará paga”, escribió George R. R. Martin en una de sus obras. Una frase que perfectamente pudo haber dicho Anthony Hopkins, quien a sus 15 años juró que se vengaría de Richard Burton, el actor que para él era el máximo referente. Los textos sobre Hopkins comienzan igual a este: todos cuentan la historia de cuando el actor le pidió un autógrafo a Burton. En ese momento se sintió tan inseguro e inferior que supo que se vengaría de tal pedantería y prepotencia. La historia de la venganza se repite porque en el caso de Hokins, el término se reconcilia con su destino. Porque es más popular decir que es mala, que no sirve, que es una alternativa para sanar que termina abriendo más la herida. En este caso no. A Hopkins la venganza lo ha impulsado desde muy temprano: no solo quiso vengarse de Burton, sino también de sus padres, que nunca hubiesen apostado por él; o de sus compañeros de colegio, que se burlaban de él por tocar el piano. Hasta de su tío, que una vez le dijo que su cabeza era muy grande, pero estaba vacía. Hopkins remó para algún día servirles el plato frío de su éxito a los que lo habían ofendido. Después, cuando ya lo había logrado y todos a los que quería mirar a los ojos en el desquite ya estaban muertos, entendió que su revancha iba más allá de aquellas caras, y que su camino reivindicaba una serie de decisiones que, en principio, se veían como una clara señal de insensatez.
Philip Anthony Hopkins nació en Inglaterra, tiene 82 años y es uno de los nominados a los Premios Óscar en la categoría de Mejor actor de reparto por su papel en la película “Los dos papas”, en la que interpretó a José Ratzinger, ahora papa emérito, Benedicto XVI. El filme, dirigido por el brasileño Fernando Meirelles, recrea encuentros ficticios entre Jorge Bergoglio (Papa Francisco ahora, en ese momento cardenal) y Ratzinger, quien por esos días se disponía a renunciar debido a los escándalos de abuso sexual de algunos sacerdotes y una fe debilitada: “ya no escucho la voz de Dios”.
Una parte de los críticos, sobre todo los católicos, ha dicho que la película es una completa distorsión de la realidad. Que juega con la imagen del “papa bueno” y el “papa malo”: el primero refleja a un sacerdote carismático, progresista y humilde que le pide la renuncia a Benedicto XVI por sentir que, como cardenal, no puede hacer nada si la iglesia sigue empeñada en conversar los dogmas respecto a temas como el aborto. El segundo, el “papa nazi”, y a quien Hopkins interpreta, es el máximo representante de la fracción de la iglesia más conservadora y radical: un hombre estricto y frío que no dará su brazo a torcer en temas como la homosexualidad y que no tiene idea quienes son los Beatles ni el grupo ABBA.
“Para ser sincero, creo que a Benedicto XVI le convino la película. Hopkins es encantador”, fue la respuesta de Meirelles respecto a las críticas.
Le sugerimos leer: Joe Pesci, un músico atrapado en la piel de un actor
Con una mirada de absoluta confusión, Hopkins le dio a Ratzinger un rasgo que el mundo entero había puesto en duda: su humanidad. A un hombre que se le criticó por sumergirse en su intelecto, Hopkins le dio un poco de encanto, y entonces en una escena se puso a interpretar a Chopin en un piano que dominó con facilidad. Lo alejó de los sonidos, los detalles, los rituales y la imponencia de una iglesia que lo mostraba como un rey. Cada acto, tan sublime y misterioso, era seguido al pie de la letra por un Ratzinger que, en la intimidad de su casa de verano, se trasnformaba. Lo mostró relajado, amigable. Le dio el brillo en los ojos que no solamente se asoma por el llanto, sino también por la pasión, la empatía o la emoción.
La película se inicia con el momento en el Juan Pablo II muere y todos los cardenales deben viajar a Roma para el elegir al próximo que se sentará en la silla de San Pedro. Después de que Ratzinger sale a saludar convertido en Benedicto XVI, la película lo registra en la intimidad: con su impoluta ropa, sus lentos movimientos y su mirada perdida. Suena “Clair de lune”, de Claude Debussy, y el protector de la fe, el hombre que se opondría a las reformas, se erige ante un pueblo que lo cree santo. Esas dos caras de Ratzinger fueron las que le dieron a Hopkins una nominación a un premio que ya ganó en 1991 por su papel de Hannibal, en “El silencio de los inocentes”. Un reconocimiento que obtuvo por solo 11 minutos en pantalla. Un record que nadie ha igualado antes.
Puede interesarle: Una máquina de escribir para teclear Tom Hanks
“Ser actor es sencillo”, dice Hopkins, y así lo demuestra, por lo menos para él. Dice también que no tiene predilecciones y tampoco obstáculos con los papeles que le ofrecen: “No importa, desde que me paguen no importa”. Reconoce que le gustan los lujos con los que viene acompañado su prestigio: los viajes, hoteles, las atenciones. Dice que no tiene problemas en aceptar que su comodidad es un privilegio que agradece, y que también le ayuda a superar lo malo de su oficio: colegas insoportables, directores inexpertos y alfombras rojas. Su vida personal, que siempre los reflectores han enfocado hacia la fracturada relación que tiene con su única hija, Abgail Harrison, y el alcholismo que superó hasta los 48 años, la mantiene alejada de los ojos curiosos y "tóxicos" de Hollywood, como él mismo los ha descrito. Es un tipo solitario que ahora vive con una colombiana, Stella Arroyave, quien ha logrado que poco a poco regrese a las pasiones que había abandonado: el piano y la pintura.
Ahora Hopkins, sin reparos y dueño de cada palabra y situación que lo confronta con su pasado, responde que sí, que cometió errores, que no habla con su hija porque "no tiene que gustarle su familia", que eso no es malo, y que hizo daño porque en algún momento la fama lo convenció de que era el rey del mundo. Sus 82 años lo conviertieron en un hombre honesto, a veces demasiado (eso dicen muchos), que espera por un Óscar que no le importa mucho.