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El duende que persiguió a Rayo hasta su muerte

07 de junio de 2020 - 09:39 a. m.
Ómar Rayo, escultor y pintor fallecido en 2010. / Daniel Ianinne-Archivo de El Espectador
Ómar Rayo, escultor y pintor fallecido en 2010. / Daniel Ianinne-Archivo de El Espectador
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Por: Jorge Emilio Sierra Montoya*

Según Omar Rayo, en cada uno de sus cuadros está el duende, el cual se manifestaba durante su proceso de creación al enfrentar alguna dificultad para avanzar, pudiendo hallarles solución a los problemas que aparecían. “Cuando surge la solución es porque me está hablando el duende”, aseguraba.

Lo sintió, además, al descubrir su propio lenguaje, o sea, cuando empezó a ser él mismo, no desde el comienzo de su carrera artística. Sentía que lo acompañaba y le daba soluciones, sin dejarlo solo en el momento de crear, de darle rienda suelta a su inspiración.

Y hablaba de él como si lo tuviera a su lado, como si fuera un ser físico, real, de carne y hueso, que se paseaba por todos los rincones de la casa, haciendo travesuras. “Es un duende”, repetía. Pero también era el arte, la creatividad. “Es la cuarta dimensión de mis ideas”, sostenía para describir ese nivel superior, trascendental, al que lo llevaba.

Así las cosas, no es de sorprenderse que Rayo se viera como un mago. “El artista es un mago”, sentenciaba. Lo es --decía-- cuando crea, cuando expresa el lenguaje universal de la creación artística, por cierto con naturalidad, sin alguna presión, sin mayor esfuerzo.

“Si hay presión, se va el duende”, anotaba con base en su experiencia, aquella que le exigía ser honesto consigo mismo, sin falsas apariencias o poses, para que su cómplice invisible hiciera presencia.

El duende --aclaraba-- no se queda en el artista cuando crea. No. Se traslada a la obra, permanece en ella y, cuando está al frente del espectador, le pica el ojo, le toma el pelo, juega con su retina y le hace ver cosas que no existen, volúmenes que surgen y desaparecen, luces y sombras que se esfuman.

“¿Qué pasa ahí?”, se pregunta el observador, asustado. Y hasta quiere meter la mano en el cuadro para tocar y coger las cosas que salen del lienzo, tan reales como un comedor o las lámparas de su museo.

“Mi arte es magia, es poesía. Sin poesía no puede haber arte”, puntualizaba a modo de reflexión final sobre el duende, cuyo eco se oía en las carcajadas del pintor cuando describía las características de su amigo secreto, íntimo. “En mis cuadros están la magia y la poesía del duende”, remataba.

El culto a la amistad

Y volvía, por enésima vez, al tema presente, pegado a su piel, a sus entrañas: su enfermedad. Con ella había aprendido a valorar mucho más la vida que para él era otra magia, otro duende, otro misterio, un misterio que a cada instante lo sorprendía.

Pero, también con la enfermedad valoraba mucho más la amistad.”Yo ignoraba tener tantos amigos”, dijo satisfecho. Su reacción era apenas obvia: al hospital y a su casa se hacían numerosas llamadas telefónicas para averiguar sobre su estado de salud, desearle pronta recuperación y darle palabras de estímulo y aliento, con solidaridad, que en tan críticas circunstancias eran bálsamo, oasis en el desierto, luz de esperanza, voz de consuelo.

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Ese apoyo colectivo era una muestra, en su opinión, de que la gente lo admiraba y quería, con gratitud, por su obra que les producía tanta emoción estética, siendo el calor humano que lo rodeaba el fruto del diálogo íntimo, sincero, establecido desde hacía varias décadas, el cual nadie deseaba interrumpir y dejar en un silencio eterno.

Se declaraba sorprendido por aquellas llamadas repetidas, insistentes, que ya formaban una lista gigantesca, interminable, de amigos que exaltaban sus calidades humanas, personales, distantes por completo del hombre engreído e inaccesible al que atacaban, sin piedad, sus enemigos.

En sus declaraciones, además, se insinuaba el pesar de no haber vivido más en Colombia, en su tierra, puesto que la mayor parte del tiempo estaba en Nueva York, regresando solamente en sus vacaciones que nunca pasaban de dos semanas.

Se declaraba, pues, arrepentido por haber estado tan lejos de quienes le habían dado mucho amor, sin que él se diera cuenta.

La vejez y el amor

Y la vejez, ¿qué? Rayo la sentía encima, como es natural al borde de los ochenta años. Quería dar muestras de vitalidad, de conservar su entusiasmo juvenil y hasta su apariencia de hombre maduro, pero la misma enfermedad le hacía ver la cruda realidad de su avanzada edad, con todo lo que ello implica.

Tenía la voz ajada, cansada por el uso, propia de los ancianos. “Eso no me gusta”, dijo molesto, con rabia. Y no le gustaba por caer en la decrepitud, en la vejez de carne y hueso, en el deterioro físico que le impedía pintar, soñar, seguir creando.

“Parezco una chatarra”, concluyó, recurriendo una vez más a su imaginación pictórica y de escultor, sin importarle que la imagen usada fuera prosaica, de un realismo extremo, nada poética.

Recordó, a propósito, que a la mayoría de los intelectuales y artistas no les gusta la vejez, lo cual le sirvió para citar una anécdota que lo confirmaba: varios artistas mexicanos, que habían cruzado la barrera de los sesenta años, quisieron sentir el olor de la vejez; se encerraron dos días en un cuarto de hotel, sin salir ni bañarse; luego, al término del tiempo acordado, abandonaron la habitación y volvieron a entrar de inmediato para saber, con base en tan extraña experiencia, a qué huele la vejez.

“Huele a polvo, a paja, a cosa desecha, a colchón viejo”, manifestaron los artistas, criterio que Rayo compartía a pie juntillas, mostrando, a manera de prueba, su caso personal.

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¿Extrañaba la juventud? La añoraba por la habilidad, la energía, la poesía que da, el futuro que se ve con esperanza, las ganas de vivir, de viajar, de hacer tantas cosas… “Ya todas esas cosas se fueron”, agregaba con nostalgia y esa voz débil, entrecortada, que le ponía de presente el olor a polvo, a trapo sucio.

Del amor, por último, afirmaba que es lo más importante en la vida, sea el de los amigos y la familia, el de la pareja y los hijos. Sólo lamentaba que fuera efímero, como todo en la vida. O como casi todo.

Del arte, en cambio, consideraba que no era efímero, que permanecía, que algo quedaba, aunque de pronto en el futuro no emocionara tanto a la gente. “Emocione o no, algo queda del arte”, aseguró.

En busca del hoyo

“Si no pinto, estoy muerto”, repetía Rayo hasta el cansancio. Para él, es en el cerebro donde reside el alma; si el cerebro no funciona, ni tiene la capacidad de expresarse, no hay vida.

“Estoy acabado”, decía. Y retornaba a sus metáforas de artista plástico: como andaba con un bastón, inclinado, era porque buscaba el hoyo, la tierra, la sepultura. Ni se consolaba al recordar la hermosa adivinanza griega sobre el único animal que en la mañana camina con cuatro patas, al mediodía con dos y en la noche con tres.

“Algo es ganancia”, dijo entre risas cuando cayó en cuenta de que su bastón era la tercera pata, propia de la vejez, en esa eterna historia de la humanidad.

Risas, tragicomedia, humor que siempre estaba en la punta de la lengua, en los juegos de palabras, y se expresaba en forma instantánea, natural, no premeditada ni pensada, que era otro genio, otro duendecillo, que le guiñaba a cada paso. “Ahí está el humor”, observaba, de nuevo satisfecho consigo mismo.

Le daba miedo perder el humor por el dolor, por la enfermedad. Y claro, le daba mucha nostalgia añorar la alegría permanente de antes, especialmente de su juventud, cuando ni siquiera la muerte se veía como una posibilidad remota.

De sus obras, en cambio, sostenía que no tienen humor. “No tienen por qué tenerlo. El arte no se hizo para reír”, agregaba con la seriedad debida, volviendo a asumir la actitud solemne, trascendental, que exhibía al hablar de la enfermedad y la muerte, del arte y la vida.

Admitía, sin embargo, que el humor puede estar en el público, turbado porque desde el cuadro alguien le pica el ojo y nunca logra encontrarlo. Pero, ese humor sólo se da en algunos espectadores, no en todos, mientras para él había obras que hasta lo aburrían y días después le parecían espectaculares, descubriendo ahí aspectos que pasaban desapercibidos, escondidos, perdidos a simple vista.

“Todo depende del estado de ánimo”, explicaba.

Teatro del absurdo

Así las cosas, lo más importante en la vida --subrayaba-- es la vida misma, el arte, el humor y el amor, que forman un círculo virtuoso del que si falta alguna parte todo se va a pique.

La comida, por ejemplo, le tenía sin cuidado, aunque debía alimentarse para recobrar la salud; la plata, tampoco, “porque --anotaba, subiendo el tono de la voz-- tiraniza totalmente”; y del éxito, juzgaba que era bueno sentirlo, sentir los aplausos por lo que se ha hecho, si bien aconsejaba que el artista no los oyera siempre porque ponen en riesgo su carrera, lo único que debe importarle.

Cuando se escuchan esos cantos de sirena que trae el éxito, el artista se vuelve insoportable para los demás… y para sí mismo. Debe, entonces, seguir creando; salir del público por un momento y regresar al trabajo, a la soledad creadora, y ni siquiera salir sino enviar los cuadros, mostrarlos sin estar presente, que es un medio efectivo para atacar la vanidad.

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En días pasados tuvo un sueño, relacionado con lo anterior: al participar en una prestigiosa bienal internacional, fue invitado a dictar una conferencia, que aceptó con gusto, sólo que, al dirigirse al selecto público, unos y otros estaban sentados, ¡dándole la espalda!

La sensación que lo embargó entonces no fue agradable, pero reía al ver tan estupenda obra de arte, digna del teatro del absurdo.

¿Cómo interpretó el sueño? Su primera reacción confirmó las tesis expuestas sobre el público y su ignorancia en materia de arte: “El público siempre le da la espalda al artista, aunque a veces lo aplaude”. Y un segundo elemento, igualmente clave: la terrible soledad del artista, quien en ocasiones no puede confiar siquiera en sus amigos, ni mucho menos en sus colegas que en sentido estricto son rivales.

“¿Eso es lo peor en el mundo del arte?”, pregunté para avanzar en el diálogo. “En el arte y en las demás profesiones”, contestó, citando la máxima popular, que es de vieja data: “¿Quién es tu enemigo? ¡El de tu oficio!”

Águeda y la felicidad

Para Rayo, tener como esposa a una poeta era un privilegio, más aún cuando en su pintura hay mucho de poesía, de lenguaje poético, el mismo que en ocasiones escribía y dejaba inédito, sólo conocido por pocos amigos.

A su modo de ver, ella y él se confundían en un solo ser, un ser único, en quien la belleza de la poesía y de la mujer se mezclaban con sus creaciones e ideas. En tales circunstancias, no podía menos que declararse feliz, feliz en el matrimonio y con su hija, feliz de que sus obras pictórica y poética se complementaran.

A ella la consideraba, con el amor a cuestas y su vasta formación literaria, una gran poetisa como resultado de su sensibilidad y su cultura, su alto vuelo y su universalidad, sin quedarse --comentaba, retomando su condición de crítico-- en la descripción simplona, retórica, de las flores y el amor, “del paisajito”.

Era, además, la mejor crítica de sus cuadros y esculturas, aunque él sabía, en el momento de crear, qué tanto le iban a gustar o no, si bien los gustos, incluido el suyo, cambian con el tiempo.

En efecto, su experiencia personal le indicaba que la emoción era mayor, más intensa, mientras pintaba, pero días después se reducía, tendía a desaparecer, por lo que hacía esfuerzos para recuperar el sabor y el olor de un principio. “Es como si se hubiera ido el duende”, pensaba.

Lo mismo ocurría con el público. Le gustan ciertas obras, pero otras no, y con el tiempo cambian de gusto, de opinión, saboreando aquellos cuadros que antes rechazaban. “El cuadro se les va metiendo”, decía Rayo, quien con dificultad se levantó de la silla para extender la mano de despedida, agradecido por la entrevista que se prolongó por varios días en su casa de Roldanillo.

“Ahí, cuando el espectador entra al cuadro, el artista se siente realizado”, afirmaba con esa cara de satisfacción que había perdido durante gran parte del diálogo. Al fin y al cabo volvía a estar solo, sólo con Águeda, con el amor que Rilke definía como las dos soledades que se juntan…

(*) Escritor y periodista. Autor del libro “Omar Rayo desnuda su alma”

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