El manifiesto de Víctor Jara
Algunas de las grandes luchas y transformaciones de los últimos siglos han estado acompañadas por canciones o sinfonías que han unido a los pueblos o a los ejércitos. Presentamos las historias de 13 de ellas.
Andrés Osorio Guillot
Una canción, un álbum, un triste presentimiento. “Manifiesto” es una canción que nace del asfalto que construyen los obreros. “Manifiesto” es reflejo del arte por pasión y no por reconocimiento. “Manifiesto” fue la entereza de evitar lo que se consideraba una entelequia.
Más que embajador cultural del Gobierno de Allende, Víctor Jara fue embajador cultural de Latinoamérica. Sus convicciones en el canto y la política determinaron su vida y su muerte. Su existencia estuvo atada a sus canciones y a sus luchas. Jamás desligó un escenario del otro; siempre estuvo alternando sus esfuerzos entre composiciones e ideologías. Su obra, que estuvo acompañada por la familia Parra y otros grandes referentes y símiles de sus creaciones, dictaron el camino a seguir del artista y su puño errante.
Puede leer: “El retorno de José Dolores”: el himno de los desterrados en Colombia
En 1973, tras el golpe de Estado del general Augusto Pinochet, Víctor Jara sería uno de los símbolos de mayor melancolía y desasosiego de la dictadura. El 16 de septiembre, cinco días después del golpe, el cantante chileno perdió la vida a causa de los golpes y los disparos propinados en la Universidad Técnica del Estado, escenario en el cual fue capturado y posteriormente transportado al Estadio Chile, lugar que serviría como centro de concentración de la dictadura y que años después llevaría su nombre como un gesto de memoria y resistencia a su obra y su aporte a la música popular chilena.
Un año después de su muerte, se lanzó el álbum Manifiesto, en el cual se escuchaba una voz que se alzaba con coraje y firmeza. Una voz aún más comprometida con su pueblo, con sus raíces, con sus nociones de justicia y de resistencia. “Que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas”. Solamente Jara sabía si sus canciones apenas eran contestatarias al temor de una guerra a gran escala o también de los focos de violencia que se incrementaban a lo largo del territorio americano. Solamente Víctor Jara sabía si sus composiciones también eran una premonición de la represión, el ruido y la ignominia que se asomaban entre las sombras de Pinochet. Quizá se nos permite pensar que era un poco de las dos. Quizá se nos permita imaginar el instante en que su rostro impenetrable de maldad evocaba ese presagio de “morirá cantando las verdades verdaderas”. Lo que sí es seguro es que su música, su guitarra, su en-canto, eran una oda a los sueños, una nefelibata, una oportunidad de soñar e ilusionarse con un mundo tan armonioso como sus canciones.
Puede leer: “Bella Ciao”: un himno sin idioma
Su Canto libre, su Manifiesto y El derecho a vivir en paz reposan en un altar donde se presentan cada cierto tiempo de incertidumbre y terror junto a los versos más tristes de Neruda, a los versos más melifluos de Mistral y la prosa más profunda y nocturna de Roberto Bolaño.
Una canción, un álbum, un triste presentimiento. “Manifiesto” es una canción que nace del asfalto que construyen los obreros. “Manifiesto” es reflejo del arte por pasión y no por reconocimiento. “Manifiesto” fue la entereza de evitar lo que se consideraba una entelequia.
Más que embajador cultural del Gobierno de Allende, Víctor Jara fue embajador cultural de Latinoamérica. Sus convicciones en el canto y la política determinaron su vida y su muerte. Su existencia estuvo atada a sus canciones y a sus luchas. Jamás desligó un escenario del otro; siempre estuvo alternando sus esfuerzos entre composiciones e ideologías. Su obra, que estuvo acompañada por la familia Parra y otros grandes referentes y símiles de sus creaciones, dictaron el camino a seguir del artista y su puño errante.
Puede leer: “El retorno de José Dolores”: el himno de los desterrados en Colombia
En 1973, tras el golpe de Estado del general Augusto Pinochet, Víctor Jara sería uno de los símbolos de mayor melancolía y desasosiego de la dictadura. El 16 de septiembre, cinco días después del golpe, el cantante chileno perdió la vida a causa de los golpes y los disparos propinados en la Universidad Técnica del Estado, escenario en el cual fue capturado y posteriormente transportado al Estadio Chile, lugar que serviría como centro de concentración de la dictadura y que años después llevaría su nombre como un gesto de memoria y resistencia a su obra y su aporte a la música popular chilena.
Un año después de su muerte, se lanzó el álbum Manifiesto, en el cual se escuchaba una voz que se alzaba con coraje y firmeza. Una voz aún más comprometida con su pueblo, con sus raíces, con sus nociones de justicia y de resistencia. “Que el canto tiene sentido / cuando palpita en las venas / del que morirá cantando / las verdades verdaderas”. Solamente Jara sabía si sus canciones apenas eran contestatarias al temor de una guerra a gran escala o también de los focos de violencia que se incrementaban a lo largo del territorio americano. Solamente Víctor Jara sabía si sus composiciones también eran una premonición de la represión, el ruido y la ignominia que se asomaban entre las sombras de Pinochet. Quizá se nos permite pensar que era un poco de las dos. Quizá se nos permita imaginar el instante en que su rostro impenetrable de maldad evocaba ese presagio de “morirá cantando las verdades verdaderas”. Lo que sí es seguro es que su música, su guitarra, su en-canto, eran una oda a los sueños, una nefelibata, una oportunidad de soñar e ilusionarse con un mundo tan armonioso como sus canciones.
Puede leer: “Bella Ciao”: un himno sin idioma
Su Canto libre, su Manifiesto y El derecho a vivir en paz reposan en un altar donde se presentan cada cierto tiempo de incertidumbre y terror junto a los versos más tristes de Neruda, a los versos más melifluos de Mistral y la prosa más profunda y nocturna de Roberto Bolaño.