Flores rojas mal pintadas (Cuentos de sábado en la tarde)

Las nubes grises comienzan a esconder la luz del sol que cae en la mañana. Unos niños corren por el bosque y juegan a las escondidas.

Jerónimo García Riaño
02 de mayo de 2020 - 09:38 p. m.
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El niño al que le toca buscar, caza a sus presas una a una: va descubriendo a sus amigos mal camuflados detrás de los árboles y los delata en la meta a la que deben llegar. 

Solo falta uno por descubrir.

—¡No salga, Tomás, escóndase bien! ... ¡Usted es nuestra única salvación! —grita uno de los niños haciendo un parlante con sus dos manos pegadas a la boca. El niño buscador repasa varias veces los lugares donde puede estar escondido Tomás, pero nadie aparece. Después de un rato el silencio del bosque se torna angustioso y las nubes se ponen más oscuras. Ahora todos los niños del juego, tres en realidad, se suman a la búsqueda del desaparecido. Le gritan, le dicen que salga, que no necesita seguir escondido. Pero todas esas palabras, al igual que Tomás, también se pierden entre los árboles.

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—¡Lo encontré! —dice agitado uno de los niños, el de zapatos rojos— ¡Está detrás de la escuela! Luego les hace una seña al resto para que lo sigan y toda la manadita se va detrás del niño guía. 

La escuela es una casa blanca y vieja, atrapada por una reja oxidada que la rodea por completo y la deja como un fósil sobre la cima de una montaña pequeña. Los niños encuentran a Tomás parado con los pies descalzos sobre una piedra, observando a una niña aferrada de la reja y arrodillada sobre unos viejos bultos de sal. Los demás se acercan a Tomás y ven a la niña con la cabeza agachada. 

—¿Qué le pasa? —le pregunta el niño buscador a Tomás.

—No sé. Todavía no le pregunto. 

—Ey, niña —dice el niño de zapatos rojos—, ¿por qué está arrodillada?, ¿está rezando? 

La niña, lentamente, da un “no” con la cabeza.

—Entonces, ¿qué hace? —le pregunta Tomás. 

Ella levanta la cara y deja ver sus ojos verdes llenos de lágrimas. Algunas resbalan por las mejillas.

—El profesor me ha dicho que me quede aquí castigada por el resto del día —responde con voz aflautada.

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Tomás les señala a sus amigos las rodillas de la niña. Unas manchas de sangre adornan los bultos de sal: parecen flores rojas mal pintadas. 

—¿Y qué hizo para que la castigaran? —pregunta el niño gritón, el que inventó el parlante con sus manos.

—Le dije al profesor que Dios no existe… Mi papá me lo dijo a mí… Pero el profesor no me creyó... 

—¡Es absurdo que diga eso! —dice el niño buscador—. Se merece ese castigo y más. 

—No, no es absurdo ni merezco el castigo —dice la niña aferrándose con más fuerza de la reja.

—¿Y si le hace caso al profesor? —dice Tomás.

—¡No!

—¡Ah! Volvamos al juego —dice el niño de los zapatos rojos—. Si ella quiere sufrir es su problema, no el nuestro. No nos quiere escuchar… ¡Y Dios sí existe!

Los niños se alejan de la reja y comienzan a bajar de nuevo al bosque. 

—Tomás, ¿viene?

—¡Sí, ya voy! —grita. Y mientras corre para llegar a sus amigos, alcanza a hacer una última pregunta—: ¿Usted cómo se llama, niña terca?

—Annie Darwin —dice ella con un hilo de voz, casi respondiéndose a sí misma.

Tomás no alcanza a escucharla y corre para unirse a sus amigos. Las nubes negras no aguantan más y dejan caer las primeras gotas de lluvia sobre la niña y los bultos de sal. Las flores rojas mal pintadas pierden su forma: se desfiguran en silencio.

Por Jerónimo García Riaño

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