Hace unos minutos (Cuentos de sábado en la tarde)
Me encargo diariamente de la limpieza de las salas, con mayor frecuencia de las que están entre la B6 y la B18 de la zona internacional.
Daniela Díaz Lozano
En los últimos días me he ausentado un par de veces por cuestiones de salud. Sin conocer aún dictamen, me atrevo a decir que el dolor puede empeorar estos días aunque, considero, hablar sobre lo que duele parece tratarse de una metáfora incompleta. Son inmensos los pasillos que debo limpiar. Unos se extienden tanto que semejan líneas de fuga de trabajos de perspectiva de un bachiller. Otros, se curvean y amplían en tal disposición que se vuelve un juego de estrategia encontrar maneras en que la escoba recoja hasta la última migaja entre las comisuras.
Los vidrios son responsabilidad de otros, aunque, a veces, sin ninguna intención, he quitado huellas dactilares enmarcadas de las salas de espera. Son marcas difíciles de borrar, y no por una idea de una conquista momentánea sobre el tiempo, más bien porque limpiarlas implica esparcirlas, y borrar ese esparcimiento requiere mayor presión, una fuerza constante y precisa donde van desapareciendo pacientemente. Hace unos días una señora que viajaba con su hija corría tan rápido que parecía que su sombra no la iba a alcanzar.
Presencié en otra ocasión una ruptura de una pareja joven antes de abordar, la muchacha rompió en llanto y pidió, desesperadamente, un cambio de silla de último momento. Pobre, seguramente tuvieron mucho tiempo en el aire. Otro día, un hombre de edad avanzada quedó solo en la mitad de una de las salas. Triste y cabizbajo me preguntó si su vuelo ya había partido mientras yo terminaba de recoger del piso unas servilletas arrugadas y restos de comida. –Partió, señor. Hace unos 10 minutos hizo el último anuncio para abordar. –Vaya, es cierto que las últimas llamadas me están alcanzando–, expresó sonriente mientras empezaba su camino de regreso.
Reconozco que me gusta ver despegar los aviones. Muchas veces me sorprendo a mí mismo siguiendo su trayecto con la boca entreabierta y mis brazos tensionados sosteniendo la escoba que mantengo firme contra el piso. Parezco tonto, me digo mientras vuelvo la mirada al suelo y continúo mi trabajo. Los aterrizajes no tanto. He logrado notar con el tiempo la diferencia entre los sonidos de ambos momentos, por eso no creo que me resulten atractivos como momentos de contemplación. El despegue, para mí, implica más estruendo, mayor movimiento en tierra. He concluido en este tiempo que la mía, más que una labor de limpieza, es una de memoria de lo que transita, de lo que nunca llega o se va, porque al final nunca estuvo. De reconocer que lo único que permanece en este lugar es el polvo.
En los últimos días me he ausentado un par de veces por cuestiones de salud. Sin conocer aún dictamen, me atrevo a decir que el dolor puede empeorar estos días aunque, considero, hablar sobre lo que duele parece tratarse de una metáfora incompleta. Son inmensos los pasillos que debo limpiar. Unos se extienden tanto que semejan líneas de fuga de trabajos de perspectiva de un bachiller. Otros, se curvean y amplían en tal disposición que se vuelve un juego de estrategia encontrar maneras en que la escoba recoja hasta la última migaja entre las comisuras.
Los vidrios son responsabilidad de otros, aunque, a veces, sin ninguna intención, he quitado huellas dactilares enmarcadas de las salas de espera. Son marcas difíciles de borrar, y no por una idea de una conquista momentánea sobre el tiempo, más bien porque limpiarlas implica esparcirlas, y borrar ese esparcimiento requiere mayor presión, una fuerza constante y precisa donde van desapareciendo pacientemente. Hace unos días una señora que viajaba con su hija corría tan rápido que parecía que su sombra no la iba a alcanzar.
Presencié en otra ocasión una ruptura de una pareja joven antes de abordar, la muchacha rompió en llanto y pidió, desesperadamente, un cambio de silla de último momento. Pobre, seguramente tuvieron mucho tiempo en el aire. Otro día, un hombre de edad avanzada quedó solo en la mitad de una de las salas. Triste y cabizbajo me preguntó si su vuelo ya había partido mientras yo terminaba de recoger del piso unas servilletas arrugadas y restos de comida. –Partió, señor. Hace unos 10 minutos hizo el último anuncio para abordar. –Vaya, es cierto que las últimas llamadas me están alcanzando–, expresó sonriente mientras empezaba su camino de regreso.
Reconozco que me gusta ver despegar los aviones. Muchas veces me sorprendo a mí mismo siguiendo su trayecto con la boca entreabierta y mis brazos tensionados sosteniendo la escoba que mantengo firme contra el piso. Parezco tonto, me digo mientras vuelvo la mirada al suelo y continúo mi trabajo. Los aterrizajes no tanto. He logrado notar con el tiempo la diferencia entre los sonidos de ambos momentos, por eso no creo que me resulten atractivos como momentos de contemplación. El despegue, para mí, implica más estruendo, mayor movimiento en tierra. He concluido en este tiempo que la mía, más que una labor de limpieza, es una de memoria de lo que transita, de lo que nunca llega o se va, porque al final nunca estuvo. De reconocer que lo único que permanece en este lugar es el polvo.