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Jerome David Salinger desapareció de la escena pública en 1965. De allí en adelante, salvo algunas intervenciones legales que sonaron en los medios, salvo las declaraciones de algunos vecinos y las intimidades que fueron conocidas a través de sus misivas, J.D. Salinger no fue visto más que por ciertas personas. ¿Por qué, se preguntaban, por qué un hombre con su reputación literaria, luego del inacabable éxito de su novela El guardián en el centeno, censurada y leída en secreto, prefiere recluirse en su hogar, no dar una sola entrevista, perderse incluso de la vista de los estudiantes a quienes antes solía permitir la entrada? ¿Qué hacía ese hombre de repente silencioso? ¿Seguía escribiendo?
Las preguntas siguen vigentes. Y se ha sabido, poco a poco, qué hacía durante los días de ocultamiento. Pero son apenas pequeños datos, no muy seguros. Un vecino, por ejemplo, dos días después de que Salinger muriera por causas naturales, declaró a The Telegraph que había escrito quince novelas y que estaban en su casa. Salinger, años atrás, había dicho que trabajaba “en un libro de ficción”. No refirió título alguno, ni personajes, nada. Lo había hecho antes, a finales de los años cuarenta, cuando comenzó a escribir El guardián en el centeno. Por ese entonces, Salinger era apenas un escritor que iniciaba su carrera y que enviaba cuentos y poemas a The New Yorker; recibía, las más de las veces, cartas de rechazo.
El entusiasmo, al parecer, lo embargó. En 1951, cuando la novela fue publicada, ya muchos sabían de qué se trataba y cuáles habían sido los planes de Salinger. Sabían, entre otras cosas, que el personaje de ese libro, Holden Caulfield, era también protagonista de uno de sus cuentos. En las cartas que Salinger intercambió con Ernest Hemingway, habla de ello: dice que ha tejido las primeras páginas de la novela, que tendrá a ese personaje como eje. Se lo veía entusiasmado, hablando con estudiantes y enviando con insistencia su trabajo a revistas para que fuera publicado.
Y de modo paulatino, como quien ve una vela derretirse, Salinger se alejó más y más de todo eso que había buscado en principio. Se alejó de las grabadoras, de los periodistas, de las editoriales. Su último libro, Raise High the Roof Beam, Carpenters and Seymour: An Introduction, fue publicado en 1963; a partir de allí su reputación se basaría en su mito. El guardián en el centeno, para 2004, vendía cerca de 250.000 copias anuales en Estados Unidos. Y sigue vendiéndolas. Pero a J.D. Salinger ya no le interesaba, quizá, nada de eso. “Existe una maravillosa paz al no publicar (...) —dijo—. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero escribo sólo para mí mismo, para mi propio placer”.
¿Cómo, se preguntaron todos sus adeptos, cómo se transformó casi en un asceta? ¿Qué había vivido J.D. Salinger? ¿Por qué de repente su vida se tornó tan oscura?
Y fueron encontrando respuestas a medias. Cada intento biográfico —como Dream Catcher, escrito por su hija, Margaret Salinger, o In Search of J.D. Salinger: A Writing Life (1935-65)— resultaba sólo una pintura maltratada de su persona. Salinger anulaba, a través de sus abogados, cualquier posibilidad de hurgar en su vida privada. ¿Para qué? ¿Qué necesidad había de saber qué pensaba, qué hacía, cuál había sido su vida? J.D. Salinger se entregó a escribir por el sólo hecho de escribir. Él era, en sí mismo, su propia literatura.
Una biografía y un documental —The Private War of J.D. Salinger, de Shane Salerno y David Shields, y Salinger—, que serán lanzados en septiembre, buscan ahora arrojar luces sobre su personalidad, plena de especulaciones: dicen que sufrió vejámenes en la guerra, que vio horrores, que en los campos de concentración a los que asistió en Alemania y las veces que estuvo en el frente de batalla cambiaron su voluntad y su carácter. “Tú nunca pierdes de tu cuerpo el olor a carne quemada, no importa cuánto vivas”, dicen que dijo.
Quizá esta vez lograrán captar algo. Los autores de la biografía entrevistaron a cerca de 200 personas, tienen 15.000 folios de entrevistas y 167 fotografías inéditas del autor, de quien se conocen poquísimos retratos de juventud o vejez. En esos 15.000 folios quizá haya una respuesta, o en las respuestas de Philip Roth, John Updike, Gore Vidal, Norman Mailer o Ernest Hemingway, cuyos testimonios sobre Salinger encontraron en archivos o a través de entrevistas personales. Ciertos datos, ya conocidos, estarán allí: que de pequeño asistió a una escuela militar en Pensilvania y fue calificado como “mediocre”; que prefería que lo llamaran Jerry en la escuela; que quiso ser actor y su padre poco lo apoyó; que el primer cuento que The New Yorker le iba a publicar nunca llegó a la imprenta porque comenzó la Segunda Guerra Mundial; que Hemingway, al leer sus textos, dijo: “Jesús, tiene un tremendo talento”; que la mayor parte de su vida estuvo interesado en el budismo y el zen, y los hizo parte de su vida, de algún modo, cuando desapareció de la vista de todos.
Hasta ahora podrían llenarse páginas y páginas con el relato de la imposibilidad de encontrar datos certeros sobre la vida de Salinger. ¿Cuánto de todo lo que contó en sus libros hace parte de su propia experiencia? ¿Extrapoló lo que había sentido y lo volvió parte de sus personajes? ¿Qué vio? ¿Qué sintió? ¿Qué pensaba del amor y qué de la guerra? ¿Cómo escribía, cuántas horas dedicaba al día? ¿Por qué gustaba de Kafka y Tolstói y Proust y Lorca y Keats? ¿Dónde están las novelas que jamás publicó, si es que las escribió? ¿Guardadas en una caja fuerte, como sugiere el tráiler del documental? ¿Seguía interesado en la ficción? ¿Estarán marcadas con color azul (el signo que ponía para que fueran editadas y publicadas) o con color rojo (para que fueran impresas de inmediato)?
Aislado de todos, quizá Salinger sabía que se harían esas preguntas. Y jamás se interesó en responder.