Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Sus tiempos fueron tiempos de revoluciones por explotar, de proclamas y duelos, de panfletos, de pólvora, poetas, luchadores y duelos a pistola. De reuniones secretas, reyes, príncipes y anarquistas. Él los potenció. Les puso su firma, Karl Marx, y los tiñó de comunismo, de discusión, de trabajo, de represalias hacia todo aquel que decidiera oponérsele, pues como dijo muy entrado el Siglo XIX, “La historia de la humanidad es la historia de las represalias”. Pasados los años, los siglos, y a la luz de la Historia, Marx fue demonio y ángel, el gran culpable del comunismo y sus excesos, un vidente que presagiaría lo que ocurriría en el Siglo XX, y el hombre más tergiversado de los últimos siglos. Marx fue pluma, idea y revueltas, y fue guerra, aunque jamás hubiera hecho parte de un ejército y su relación con las armas apenas se limitara a aceptar un desafío a duelo de un estudiante de los Borussia Korp en Colonia.
Aquella vez, el disparo de su enemigo le rozó un ojo. Su padre, hijo y nieto de rabinos, le envió una carta en la que le preguntaba, “¿Acaso el duelo está tan íntimamente ligado a la filosofía? No permitas que esta inclinación, y si no es inclinación, esta locura, arraigue”. Marx acababa de cumplir 18 años. Estudiaba derecho. Sus pasiones eran leer, estudiar, volver a leer, escribir y pelear. Peleaba con todo aquel que se encontrara. A fin de cuentas, por aquellos años, y toda su vida, la más alta de las dignidades del ser humano, decía, era luchar. En 1880, un periodista del The New York Sun llamado John Swinton le preguntó en Ramsgate por la suprema ley de la vida. Swinton escribió que “Parecía como si por un momento su mente diera marcha atrás mientras contemplaba bramar el mar ante él. ‘¿Qué es?’, había preguntado yo, a lo que en un tono profundo y solemne, replicó ‘Lucha’”.
Puede leer: Karl Marx: Darle valor a lo humano
Sus luchas eran de tono intelectual, en tono físico, con cualquiera y consigo mismo. En la Universidad de Berlín encontró a Hegel y se maravilló con sus tesis y antítesis, de las cuales Marx crearía su ‘materialismo histórico’. Sin embargo, en algún oscuro texto decía que las palabras de Hegel eran una especie de “encadenamiento caótico y diabólico”. Por momentos, se apartó de Hegel y de los cientos de hegelianos de la universidad, y se dedicó a escribir poesías líricas, “difusas e incipientes expresiones de los sentimientos, nada naturales, construido todo con cosas insustanciales, oposición absoluta entre lo que es y lo que debería ser, reflexiones retóricas en lugar de pensamientos poéticos”, y por momentos, rompió en pedacitos sus poemas y se concentró en hacer resúmenes de todas y cada una de sus lecturas: Tácito, Ovidio, Aristóteles, Francis Bacon. Entre Hegel, Bacon y Aristóteles, quedaba él, siempre él, con sus infinitas angustias.
Él y sus luchas, él y su curiosidad, él y sus letras, él y sus conflictos. Él, convencido de que sólo escribiendo podría encontrar una solución a su vida, y por ende, a la vida de los demás. Él, empezando a comprender que nada humano le podía ser ajeno. Él, enclaustrado, convencido de que “la abundancia de buenos amigos no conduce a hacer mejor filosofía”. Él, firmante de una novela que tituló Escorpión y Félix, “un torrente absurdo de fantasías y chanzas que, evidentemente, había escrito bajo el hechizo de Tristram Shandy, de Sterne”, como decía Francis Wheen en su biografía “Karl Marx”. Él, suscriptor de sus propias palabras en su propia novela: “Todo gigante… presupone un enano; todo genio, un ignorante retrógrado; y toda tormenta en el mar, el barro, y tan pronto como el primero desaparece, comienzo el segundo, se sienta a la mesa, despatarrando arrogantemente sus largas piernas”.
Marx sería el gigante, el genio, y en su camino quedarían muchos diminutos ignorantes, a quienes desafiaría a duelos intelectuales. Desde Berlín, retornó a Colonia, y allí empezó a escribir para un periódico recién fundado, la Rheinische Zeitung. Su primer artículo había sido publicado meses antes, en febrero de 1842, en los Deutsche Jahrbücher, una gacetilla de los jóvenes hegelianos de Dresde, y trataba sobre las últimas instrucciones de censura dictaminadas por el rey de la entonces Prusia, Federico Guillermo IV. El texto fue censurado, y el periódico de sus amigos, cerrado. Marx ya no era el muchacho lírico y poético de sus años adolescentes. Aunque con Hegel había entendido algo de teoría, cada vez estaba más seguro de que “ha de llegar el día en que la filosofía no solo internamente, por su contenido, sino también externamente, por su forma, se ponga en contacto y actúe recíprocamente con el mundo real de su tiempo”.
La libertad no podía ser un adorno ni una teoría, sino algo real. Hasta Marx, se había filosofado para comprender; él pretendía filosofar para transformar. En Colonia hizo parte del Círculo de Colonia, donde hablaba, debatía, convencía y lideraba, como lo había hecho en Berlín en el Club de Doctores. Su nombre se propagaba por toda Prusia, hasta el punto de que un muchacho que ni siquiera lo conocía, llamado Friedrich Engels, y quien prestaba servicio militar, escribía de él: “¿Quién llega a continuación con salvaje ímpetu? Un individuo moreno de Tréveris, un verdadero monstruo. Ni brinca ni salta, pero se mueve a saltos y brincos. Despotricando en voz alta. Como si para agarrar y tirar hacia La Tierra la espaciosa tienda de lo alto de los cielos, Abriese sus brazos en dirección del firmamento. Agita su malvado puño, despotrica con aire frenético, Como si diez mil demonios lo sostuvieran por los cabellos”.
Puede leer: De la literatura, el lenguaje y el marxismo
Marx era moreno. Le decían y le dijeron hasta su muerte ‘Moro’. “Era un poderoso hombre de 24 años, cuyo espeso pelo negro le salía de sus mejillas, brazos, nariz y orejas. Era dominante, impetuoso, apasionado, lleno de una ilimitada confianza en sí mismo”, decía de él un empresario de Colonia, Gustav Mevissen. Se olvidaba a menudo de las pequeñas cosas. Cantaba. Recitaba. Su casa, sus casas, fueron un desordenado compendio de papeles, libros, cigarros, fotografías. Un periodista de apellido Heinzen recordaba la vez que fue a visitarlo. “Tan pronto llegué, cerró las puertas, escondió las llaves y se burló de mí, diciendo que era su prisionero. Me pidió que subiera con él a su estudio. Cuando llegamos, me sentó en el sofá para ver lo que este maravilloso excéntrico era capaz de hacer. Inmediatamente se olvidó de que yo estaba allí, se sentó a horcajadas en una silla con la cabeza inclinada sobre el respaldo y comenzó a declamar ‘Pobre teniente, pobre teniente’”.
El teniente había sido introducido a la filosofía de Hegel por Marx. Por eso Marx cantaba. Por eso Marx se sentía feliz, dentro de su idea de felicidad que era luchar. Creía que de uno en uno podrían cambiarse todos. De lo que se trataba era de transformarlos, siempre, y transformarlos convenciéndolos. No obstante, para convencerlos tenía que enfrentarse a los intereses políticos, económicos y sociales de los burgueses y los nobles, que empezaron a verlo como a un enemigo. Lo buscaron y lo persiguieron, hasta lograr que se fuera. En 1843 Marx viajó a París. Allí fundó una revista, los Jahrbücher, con algunos dédalos que había ahorrado y otros que le enviaron algunos amigos de Colonia. El primer número fue el último, pero pasó a la historia porque Marx le solicitó al poeta Heinrich Heine que le escribiera unas líneas. Había conocido sus versos desde niño, y desde entonces no había hecho más que reverenciarlo. “Los poetas -decía- eran bichos raros a los que hay que dejar hacer lo que gusten. No se les debe juzgar con el mismo rasero que a los hombres ordinarios o extraordinarios”.
La revista de Marx y de Heine fue cerrada. En Prusia se expidió orden de captura contra ellos si llegaban a cruzar la frontera. Sus textos, en especial los de Heine sobre el rey Luis de Baviera, eran una incitación a la alta traición, una falta de respeto, decía el gobierno. Sin periódico, sin dinero, recién casado con la aristócrata Jenny Von Westphalen, Marx se volvió a enclaustrar para leer y escribir. De su encierro saldrían unas 500 páginas que con el tiempo se conocerían como los Manuscritos de París. Se iniciaban con una terminante declaración: “El salario está determinado por la lucha abierta entre capitalista y obrero. Necesariamente triunfa el capitalista. El capitalista puede vivir más tiempo sin el obrero, que éste sin el capitalista”. Continuaba diciendo que “se ha ido arrebatando al obrero una cantidad creciente de su producción, ya que su propio trabajo se le enfrenta en medida creciente como propiedad ajena, y los medios de su existencia y de su actividad se concentran cada vez más en manos del capitalista”.
Al obrero le quitaban su trabajo. Lo enajenaban, y para Marx, esta no era una condición esencial del ser humano. La enajenación hacía que el hombre, el obrero, sólo se sintiera humano en sus funciones más animales, comer, beber y procrear, mientras que en sus funciones humanas apenas fuera un animal. La solución, anunciaba, sólo estaba en el comunismo. “Es la solución a la adivinanza de la historia, y sabe que es la solución”. En París, Marx conoció a Engels. Se habían cruzado una vez en Colonia, pero aquella vez sostuvieron un diálogo lejano y frío. Cuando se volvieron a ver, agosto de 1844, charlaron en el café de La Régence, donde años atrás se veían Voltaire y Diderot, y luego se recluyeron en la casa de Marx de la rue Vanneau, donde conversaron durante diez días. Engels tomó de Marx, y Marx tomó de Engels. Entre los dos crearon una infinita sociedad de cómplices y pensadores, en la que no importaban el dinero y lo material, y mucho menos lo moral. Importaban las ideas, la lucha, y plasmarlas en un papel.
Juntos, eran una contradicción. Engels era alto, rubio, fino, aristócrata, heredero de una fortuna. Marx era bajo, robusto, con rasgos físicos de lucha, frente amplia, heredero de rabinos. En 1845, los dos viajaron a Inglaterra para conocer a los “cartistas”, el primer movimiento obrero de la historia. En su viaje, elaboraron distintas teorías, discutieron, y luego de haber sacrificado a Dios, a Hegel, a Feuerbach, como escribió Wheen, “estaban listos para desvelar sus propias ideas sobre la teoría práctica o la práctica teórica, lo que se suele conocer como materialismo histórico”. Conocieron la Liga de los justos, la primera asociación obrera de alemanes, y fueron invitados como miembros fundadores al Comité de Correspondencia de Bruselas, de donde surgieron luego todos los partidos comunistas del mundo. Uno a uno, fueron tachando a los sensibleros del comité, a los que pensaban que el amor lo solucionaría todo. Ellos sólo creían en la razón y en la lucha. El amor es una enfermedad, decían.
Con los meses, Marx logró cambiar el slogan del Comité. Cambió el que decía “Todos los hombres son iguales”, por “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, y en 1847 fue llamado para que escribiera el manifiesto de su asociación, que no era partido y que más bien parecía ser una Liga Comunista. El manifiesto del partido comunista fue escrito a comienzos de 1848. La primera edición salió el 24 de febrero de 1848, impresa en los talleres tipográficos de la Asociación Educativa de los Trabajadores Alemanes de Londres. La primera traducción fue publicada en el periódico Red Republican, en 1850. Decía “Un temible duende recorre Europa…”, pero fue cambiada luego por “Un fantasma”, en la traducción de Samuel Moore de 1888. El texto continuaba con “El duende del comunismo. Todas las fuerzas de la vieja Europa se han unido en santa cruzada para cazar a este duende: el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los policías alemanes”.
Luego de la Liga, del Manifiesto, de ir y volver, Marx y Engels crearon la Internacional de Obreros. Engels vivía en Manchester y trabajaba para la fábrica de algodón de su familia. Marx, en Londres, aquejado de enfermedades hepáticas, escribiendo, luchando, viviendo con su esposa y sus hijas, Laura, Eleanor y Jenny, y padeciendo a las decenas de acreedores que lo acosaban. O mejor, espantándolos. Pero, sobre todo, le daba forma a su gran obra, El capital. Entre tanto y tanto, las revoluciones, o los estallidos revolucionarios, fueron multiplicándose por Europa, y Karl Marx empezó a ser considerado por las derechas, sus periódicos, y la gente que no era comunista, como el maligno genio detrás de cada revuelta. Lo espiaban, lo perseguían, escribían cualquier cantidad de cosas sobre él, lo calumniaban, le dejaban insultantes notas bajo la puerta de su casa, e incluso algunos diarios, The World y LÁvenir Libéral,lo dieron por muerto. Él escribía.
Hasta que el 16 de agosto de 1867 entregó El capital, luego de haber incumplido cientos de plazos, y de haber dicho que sabía, muy bien sabía, que El capital ni siquiera le daría para pagar los cigarros y cerillas que se había gastado escribiéndolo. Su gran obra empezaba a circular. Su legado empezaba a taladrar, lenta pero profundamente. Como dijo un tal Wladimir Ilich Ullianov en el entierro de Laura Marx, “Las ideas del padre de Laura se pondrán en práctica antes de lo que nadie puede suponer”.