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¿Cómo permea al arte un personaje como Pablo Escobar?
Meses atrás, en una calle cercana al Palacio de Buckingham, entré a una tienda deportiva buscando una bufanda del Chelsea F.C., uno de los equipos londinense más importantes en Europa. El joven que me atendió, me preguntó de dónde venía. Le respondí que era colombiano. Inmediatamente dijo: “Ah, Pablo Escobar”, y se rió.
Meses después me disponía a salir del Aeropuerto Internacional Reina Beatrix de Aruba. Uno de los agentes me preguntó en qué vuelo venía. Le respondí que en el vuelo proveniente de Bogotá. Enseguida me detuvo, y a diferencia de las demás personas que llegaban de vuelos diferentes, revisó mi maleta para verificar que no cargara droga.
Y menciono esto, que poco tiene que ver con el sentido del texto, para hablar de la condena con la que cargamos los colombianos desde hace años. Si bien ya no necesitamos de una visa para viajar a muchos lugares del mundo, sí seguimos cargando con el estigma de ser personas potencialmente riesgosas para la seguridad de otros países, pues todos llevamos a cuestas la imagen de ser mula, de ser cómplices del narcotráfico y llegar con kilos de droga en nuestro estómago o en nuestro equipaje.
Pese a lo triste y repugnante que resulta ser juzgado en lugares que están a miles de kilómetros de nuestro país por un relato que empoderó Pablo Escobar, aún existen personas que guardan un altar a este capo del narcotráfico. En algunos lugares venden camisetas con su rostro, cometiendo el enorme error de equipararlo con camisetas que fácilmente podrían llevar la cara de García Márquez, de Roberto Gómez Bolaños o de Gustavo Cerati. Pero esa también es una verdad, la verdad de quienes se vieron beneficiados por el disfraz de generosidad de Escobar, ese que construyó canchas, regaló casas y repartió dinero y mercados.
Hablan de Pablo Escobar como un “Robin Hood” criollo o moderno. Y de ahí para abajo trastocamos la cultura y la moral de los colombianos. Y desde ahí también creo que se refleja el error de leer(nos). Nos quedamos con la idea de un Escobar que se convirtió en un arquetipo de héroe que defiende a los olvidados y a los marginados. Y escuchamos que eso era lo que caracterizaba al personaje de la Inglaterra medieval. De lado dejamos las 85 bombas que puso a lo largo y ancho del país en 1990 y olvidamos las más de 400 personas que mandó a asesinar, y no propiamente por defender el bienestar común; por el contrario, cada uno de sus crímenes dejó marcas indelebles en la historia del país.
Políticos, periodistas, árbitros y decenas de civiles que nada tenían que ver con los objetivos militares del Cartel de Medellín resultaron asesinados. Esquirlas, escombros y fragmentos de voces rotas se quedaron en las explosiones y en la impunidad de una justicia que fue, en su momento, la principal afectada, y que años después, resultó tan corrupta y violenta como las mismas acciones que emprendieron contra ella para evitar la captura de los grandes capos del narcotráfico y su posterior extradición.
¿Y cómo hemos narrado esta historia? ¿Qué ha dejado Pablo Escobar como “héroe popular”? ¿Qué semillas dejó sembradas el narcotráfico en la cultura? ¿Cuáles son las implicaciones?
Hace poco, Élmer Mendoza, escritor mexicano considerado el “Padre de la narcoliteratura”, me comentaba que los narcotraficantes eran buenas personas, llenas de empatía con las clases populares. Su visión sobre ellos causa curiosidad, pero a la hora de ver la forma en que se naturalizó la narcocultura se logra entender a qué se refiere el autor.
El vacío de las instituciones y la ausencia de un Estado ha sido suplido por figuras como las de Pablo Escobar a lo largo de la historia. Sus acciones se convierten en una legitimación del mal. Cada acto de bondad reemplaza el carácter de ilegalidad. De ahí que la figura de villano o criminal se ve trastocada por una aparente muestra de heroicidad. Y esa empatía, que empieza con regalos y ayudas para que los habitantes acepten la presencia del narco, empieza a trasladarse a otros ámbitos que configuran nuestra cultura y nuestro habitar.
La estética del narco en cuanto a la arquitectura empezó a ser acogida por muchos sectores. Esas casas blancas, de ventanales oscuros y con una imagen similar a las de clubes privados y mansiones estadounidenses o mexicanas fue una de las imposiciones de la narcocultura en el país. Si bien Pablo Escobar fue mucho más allá con la construcción de su Hacienda Napoles, este tipo de construcciones y de espacios son un espejo de la extravagancia, de una simbología del poder que interviene el espacio público para demostrar el interés del narco en el control del territorio bajo una apariencia de ostentación y opulencia.
Esa muestra de poder a través de los materiales y la forma en la que están constituidas las edificaciones se convierte en un elemento identitario del narco, que posteriormente empezó a adaptarse en otros territorios del país, pues las fachadas elegantes y sofisticadas empezaron a parecer atractivas, al punto que en barrios y pueblos empezamos a ver algunos inmuebles ornamentados, construidos para simular una condición de riqueza y burguesía.
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Dentro de esta primera capa artística, se encuentran también aquellos objetos que sustentaban el aire de exclusividad y buen gusto en los narcos, y que en Pablo Escobar fue todo un hito. Con esto hacemos referencia a las colecciones de arte, a esa aparente relación de la mafia y/o el narcotráfico con la obtención y admiración por pinturas y esculturas de los artistas más reconocidos a nivel mundial.
Sobre Escobar se dice que llegó a tener una colección de arte valorada por 1.500 millones de dólares en aquel entonces. Obras de Fernando Botero, Alejandro Obregón, Oswaldo Guayasamín, Luis Caballero, Enrique Grau, Salvador Dalí, Pablo Picasso y Auguste Rodín son mencionadas a voces, pero la realidad es que muchas de las pinturas y esculturas mencionadas no han sido verificadas o no han sido encontradas. Sin embargo, anécdotas como las que cuenta María Henao, exesposa de Escobar, sobre la vez en que un galerista afirmó que la colección de arte de Pablo Escobar era la más importante de América Latina, dan cuenta de esa pretensión del narco por poseer determinadas piezas que simbolicen un gusto refinado y específico por el arte, así como también un ideal de poder basado en la tenencia de obras de gran valor económico y cultural.
Otro caso que le sigue el paso a Escobar es el de Hernando Gómez Bustamante, alias “Rasguño”, quien no solo revivió el tema de los narcos como coleccionistas de arte, sino que detrás de esto se muestra la incógnita y el debate sobre la autenticidad de piezas y objetos. “Rasguño”, quien fue extraditado en 2007 a Estados Unidos por sus crímenes con el Cartel del Norte del Valle, adquirió en la década de 1990 una serie de cuadros del pintor flamenco Pedro Rubens. A pesar de que la mayoría de estos cuadros aún no han podido ser confirmados como auténticos, su existencia sirve como ejemplo para demostrar que el arte también ha estado al servicio de la mafia y el narcotráfico, logrando constituir el ideal del narco sobre su poder adquisitivo y su gusto de alta clase y cultura como una manifestación de grandeza, distinción e integralidad.
La literatura y el cine no fueron manifestaciones adaptadas por Pablo Escobar y los arquetipos del narcotráfico en Colombia; pero sí fueron las artes encargadas de narrarlos desde diversas ópticas y verdades. Relatos directos e indirectos de la presencia del capo del narcotráfico en el país y de la guerra que desató con los carteles de Cali y del Norte del Valle no cesan y no dejan de contarnos una época en la que el conflicto se proliferó y se agudizó, pues las alianzas con el Estado y los paramilitares y las enemistades entre carteles y con la guerrilla convirtieron al país en un campo de batalla por el control de tierras y de rutas del narcotráfico. Todo aquel que denunciara y se metiera en el estruendoso camino de los narcos sería eliminado.
Documentales, series y películas de ficción visibilizaron la vida de Pablo Escobar. Convirtieron la figura del narco en la figura del héroe popular, del personaje de acción que se inmortalizaba con cada condena que regaba sobre sus enemigos. La serie de Narcos de Netflix o la novela de Escobar, el patrón del mal, desmitificaron al narco y lo mostraron en sus facetas humanas, esas que amaban a la familia, que acogían a sus vecinos y se proclamaban dueñas de la verdad y la justicia, pues como se dijo en un principio, la presencia de Pablo Escobar y de algunos mafiosos en sectores populares, reflejaba una esperanza para quienes habitaban cerca a ellos, pues al ser víctimas de una notable ausencia del Estado, no veían otra salida diferente que ganar algunos pesos con tan solo accionar un arma o amedrentar a la población que pensaba diferente.
La literatura urbana se convirtió en el refugio de subgéneros como la narcoliteratura y la sicaresca, dos espacios que llevaron a escritores como Jorge Franco, Héctor Abad Faciolince o Fernando Vallejo a narrar una juventud que estaba al servicio de la muerte y el crimen, a una sociedad que empezó a naturalizar la marginalidad y que empezó a ser sirviente del poder y presa del miedo provenientes de los narcos que se apoderaron de las ciudades capitales y de las carreteras por las que merodeaban para ir a sus fincas y controlar los cargamentos de coca y marihuana.
Escenarios que subyacen a las órdenes de Escobar, al fantasma de su presencia y a la cruda herencia que dejó son narrados en los libros de la guerra, esos que nos cuentan el temor de salir a las calles por ser víctimas inocentes de un carro bomba, por ser testigos de asesinatos y ser voces de los atentados que destrozaron medios de comunicación, de transporte y algunas instituciones de carácter privado que se convirtieron en objetivo militar por las verdades que incomodaban aquellas triquiñuelas y bribonerías de los narcos en Colombia.
El ruido de las cosas al caer, Noticia de un secuestro y La virgen de los sicarios son algunas de las novelas que nos acercan a ese panorama nebuloso y fratricida. Esa multiplicidad de voces da cuenta de la responsabilidad que decidió asumir la literatura colombiana para no dejar en el aire las experiencias y las pequeñas y grandes verdades sobre la violencia que se sumió en el territorio en nombre de Pablo Escobar, un ser humano que desconoció su condición y redujo a balas, coca y dinero al porvenir de muchos jóvenes que se volvieron sicarios y de toda una sociedad que, como dijo Omar Rincón, escritor y periodista colombiano, se volvió aliada de la cultura del “todo vale”.