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“Eso depende de dónde creciste. Si creciste en un barrio duro no te produce esa sensación porque sabes que eso hace parte de la vida”, respondió en un primer momento Élmer Mendoza cuando le pregunté cómo afrontar un posible episodio de tristeza al escuchar testimonios de violencia de víctimas y victimarios del narcotráfico en México. Ahí recordé que en el pasado este escritor mexicano había sido testigo de la violencia de Sinaloa, lugar en el que ha vivido por años y espacio en el cual se narra su nueva novela.
Luego de Balas de plata, La prueba del ácido y Besar al detective, Asesinato en el Parque Sinaloa pasa a ser la cuarta entrega protagonizada por Edgar El Zurdo Mendieta. El autor, que habla de él como si fuera un amigo que se sienta con él a beber whisky mientras resuelven el próximo misterio, afirma que “es un detective posible para América Latina porque sabe hacer muy bien su trabajo. Es el que posee el instinto y las técnicas de investigación necesarias. Y sobre todo que no tiene miedo y no está vendido dentro de los poderosos de la delincuencia y tampoco dentro de la gente que tiene el poder del Estado”. Pero antes que detective, a Mendoza lo que le interesa es mostrar que es un ser humano y que como tal no está exento de sucumbir ante ciertos escenarios que derivan en una tendencia a la corruptibilidad. Es por eso que ese elemento misterioso del sobre con dinero que recibe todos los meses sin un remitente invita al lector a demostrar que él, como agente comprometido con la verdad, no está exento de cometer actos que pueden levantar sospechas sobre su honorabilidad.
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A partir del relato narcoliterario se podría considerar una nueva estética o narrativa del mal. Pues si bien, a primera vista, se podría asociar este género con la novela negra estadounidense o con la literatura sicaresca en Colombia, el modo en que el autor aborda sus historias se aleja del universo del delito y de la figura del detective estadounidense y, a su vez, de los personajes jóvenes de clase baja que asesinan a sueldo mientras conducen sus motos y bendicen sus balas, tal como sucede en La Virgen de los sicarios, del escritor colombiano Fernando Vallejo.
La imagen del narcotraficante, también vista desde un lado humano, configura una nueva forma de abordar la violencia y la marginalidad que subyace en las acciones que nutren la percepción de poder y control de un capo. Prostitución, drogadicción, asesinatos y corrupción. El crimen tiene distintos trajes, distintos dialectos. El crimen no se viste todos los días de la misma forma y por eso muchas veces pasa desapercibido. Y más allá de las armas, de los cargamentos de droga y de los sobornos a funcionarios del Estado, el problema de la corrupción en el ser humano se origina en una tergiversación y transgresión de los principios. Las ansias de poder, con máscaras de avaricia, egocentrismo y ambición, pervierten los anhelos de la honestidad y de las acciones encaminadas al bienestar comunitario. Es por eso que la mayoría de narcotraficantes, al provenir de clases populares, salen de los márgenes de lo cotidiano para adquirir una conciencia del poder que emana del terror provocado por las amenazas y la violencia. E, indudablemente, cuando estos surgen como redentores y como figuras que rompieron un orden establecido y una ley que desamparó a los más vulnerables, es que el ser humano pasa a ser un ferviente seguidor de esa figura heroica, que dio lo que el Estado olvidó y que, por más valores transgredidos, lo que importa es esa revelación del mal que surge enmascarada de salvación y solidaridad para todos.
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Mendoza lleva más de treinta años trabajando con grupos vulnerables. Fomentando el hábito de la lectura, el escritor mexicano crea espacios de convivencia en escenarios en los que las voces narran al mundo casos de prostitución, drogadicción, violencia y demás escenarios marginales que se desarrollan en esas calles grisáceas, rechazadas y olvidadas por todos. “Hemos tenido ocasiones en las que las personas terminan escribiendo delitos por los que no han sido juzgados”, cuenta el autor. Tras varios meses de convivencia y de trabajo con la literatura como medio para huir de sus lamentos y refugiarse en sus esperanzas, estas personas que han cometido diversos crímenes terminan por realizar una especie de catarsis, en la que se liberan confesando aquello que no decidieron contar en un juzgado para narrarlo y convertirlo en pequeños relatos literarios que son confiados a Mendoza. Esas revelaciones que podrían extender sus condenas terminan siendo papeles rotos, fragmentos de historias jamás contadas que dicen mucho de almas quebrantadas por violentar la propia condición humana y que son un espejo de la justicia que muchos esperan, pero que termina por desmoronarse en manos desconocidas.