Las guerras de Daniel Ferreira
“¿Usted es de San Vicente, cierto?”, le preguntó a la entrada de una universidad de Bucaramanga una señora que ojeaba una de sus novelas, "La rebelión de los oficios inútiles".
FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ
“Sí, de Chucurí y de siempre”, respondió él, con una mueca de timidez por sonrisa y una voz que parecía parte de su respuesta. “De Chucurí y de siempre”, volvió a decir, un poco más suelto y algo intrigado, mientras observaba la portada del libro que la señora había cerrado, y leía su nombre al revés, tal vez como si no fuera su nombre, o como si su nombre, Daniel Ferreira, fuera el eco del eco de viejas historias y de más viejas batallas. “Un gusto”, dijo, se despidió de la señora y se perdió entre un montón de estudiantes que hacían fila para oírlo hablar.
El pelo largo, el rostro sin afeitar, jeans, una camisa clara por fuera del pantalón y el paso apresurado. “Permiso”, decía, y “permiso”, dijo unos minutos más tarde, cuando empezó a hablar de sus novelas y anunció que la siguiente sería la cuarta de las cinco que tenía presupuestadas para narrar la violencia en Colombia. Habló de muertes, de injusticias, de la historia de la historia y de otras historias, de batallas y guerras, de rebeliones y revoluciones, de pactos, acuerdos, traiciones, lealtades y convicciones y habló de guerras y les hizo una especie de homenaje a los miles de miles de miles de colombianos que pelearon esas guerras sin haber sabido muy bien por qué las peleaban ni para qué, y que murieron en ellas.
Habló de la herencia sangrienta de cada colombiano y de que en cada pedazo de tierra y en cada familia había una historia de muerte, y también, infortunadamente, una historia de olvidos, y luego, muchos meses más tarde, volvió a hablar sobre los olvidos en una entrevista para la revista Temporales. “Estamos constantemente olvidando. Tiramos a la basura los archivos de fotos, las cartas, los rastros. Nos avergonzamos con los secretos culpables de familia. Si tuvimos un asesino en el árbol lo convertimos en tabú. Mientras tanto, los gobiernos aprovechan la amnesia colectiva para acomodar el relato oficial y negar que ha sido el magnicidio, el oprobio, la tortura, el exterminio, el holocausto lo que decide el monopolio del poder. El arte se resiste y trabaja contra ese borrado natural y sistemático. Por eso está después de la memoria, no en lugar de la memoria. Tenemos pasado. Hay realidad. Hay hechos. Hay testigos. Hay memoria. Hay crónica. Hay historia. Hay historia madre. Y hay literatura. Esta trabaja con todo lo anterior y es indestructible, salvo que los promotores de la economía naranja logren su cometido y conviertan a los artistas en emprendedores”. Al final, cerró con un desafiante “Mientras los críticos me envían el manual de instrucciones para la construcción de personajes bajo teorías de género, seguiré ocupado escribiendo”.
Cuando dijo “estamos constantemente olvidando”, acababa de publicar su cuarta novela sobre la violencia, El año del sol negro, una profunda historia sobre la Guerra de los Mil Días, plagada de esos personajes que se fueron olvidando y que dieron la vida por unas banderas, narrada por esos otros personajes que fueron protagonistas y espectadores al mismo tiempo, y que, como decía Alberto Lleras Camargo sobre sus antepasados, se fueron a la guerra por aventura a veces, por aburrimiento, por ignorancia o por engaño. Ahí, frase tras frase, fue rescatando una parte de la historia y fue escribiendo su versión de los hechos, a su manera, sin manuales. Ahí, fue un poco él en sus personajes, y sus personajes fueron él. Como escribió que escribió Julia Valserra, narradora, testigo, personaje y creación, todo al mismo tiempo,
“No llamarme Julia. No estar embarazada. No creer en brujas. No tener el pelo crespo. ¿Podría escribir una novela con esta vida estática? Antes tendría que deshacerme de lo que estorba. Enumerar en este diario lo rutinario, quedarme con lo extraordinario. Vivo en una gran casa vacía desde hace treinta años, en el centro de esta ciudad aburrida. La redada es que mi vida es tan monótona que ningún escritor podría hacer nada interesante con ella. Escribo esto como quien quiere enmascarar la ida exigua con divagaciones. Como quien imagina aventuras ajenas y estima lo que pasaría si acaso se atreviera a vivirlas. Pienso que escribir lo que otros te han contado es la única manera de captar la época. Mirarlos es entrar en sus pensamientos. Para quien no ha vivido, o ha vivido en un encierro de manjares, flores y aburrimiento, como yo, los recuerdos de los demás son más importantes que los propios porque son señales de otras formas de vida, más intensas, más limitadas, más peculiares. Mi cuerpo está lleno de deseos nunca explorados, mi cabeza llena de planes aplazados. Mis sueños no se diferencian de mis pesadillas. Me gustaría acostarme en mi cama y despertar dentro de un siglo. Ser una nueva mujer que va por el mundo, sin equipaje. Ser otra. Otro nombre. Otro rostro. Otro destino. Por ahora, sólo escribiendo puedo ser otra. Es decir, escribiendo mentiras, imaginándome lo que otros sienten, transformando la verdad en simulacros de verdad. Imaginando tu vida en esa guerra”.
“Tu vida” era la vida de un fusilero que una tarde se fue con las huestes de Rosario Díaz para unirse al ejército revolucionario, al gran ejército revolucionario que comandaron, en ese orden, Gabriel Vargas Santos, Benjamín Herrera y Rafael Uribe. “Tu vida” era la vida de un muchacho cinco años menor que ella, de quien se enamoró, o quiso enamorarse, o lo creyó y luego se convenció, que antes de irse a disparar la dejó embarazada, y antes de eso, se metía a su cuarto por una ventana. “Tu vida” fue la vida de un combatiente más que se enfrentó a los soldados uniformados de azul del Gobierno de Manuel Antonio Sanclemente, y que eran iguales a él. Tan miserables como él, tan eternamente derrotados como él, tan sin más esperanza que matar al enemigo como él, tan sin razones de peso para hacerlo como él. “Tu vida” fue la vida de un muchacho más que se habría enterrado en el olvido si un escritor no lo hubiera rescatado, con sus verdades y sus fantasías. Si ese escritor, Ferreira, no hubiese escrito,
“Por un instante piensa que no es el espejismo de la resolana. Que ella está allí, de cuerpo entero, que de veras ha venido como tiras mujeres de combatientes que vio subir en busca de sus hombres, para darles comida tras la línea de fuego. Por un instante se permite una trivialidad que aspira a ser poética: piensa que es demasiado poca cosa para que ella se hubiese fijado en un hombre como él (únicamente porque fuiste un día a su almacén a comprar un arma para tu patrón y ella creyó que su timidez era una fuerza de atracción). Pero esto es un pensamiento que se interrumpe, porque enseguida se vuelve a escuchar el fragor de las botas militares detrás de su espalda y, antes que él se dé media vuelta y camine para comprender el resultado final de la contienda, el corte helado del metal le traspasa la garganta.
"Los ojos siguen abiertos. Hay humo que ennegrece el cielo. detonaciones dispersas. Un rumor lejano de giros, voces y toque de corneta.
"La mujer ya no está
"lejos del cuerpo, la batalla continúa”.
Y la batalla continuó. Todas las batallas continuaron. Aquella, aquellas, y las cientos de miles que vinieron después. Los pretextos fueron los mismos: la patria, Dios, las tradiciones, el orden y al progreso. La realidad era que de una u otra manera, todos iban en pos del poder, la ambición, la tierra, el dinero. Esas eran las verdaderas verdades de las luchas. Los nombres, los lugares y las fechas cambiaron, tal vez para prevenir al pueblo, para gritarle que así como antes no hubo paz, no la habría después. Aunque se hicieran llamar de distintas formas, ganaron siempre los mismos, y aunque esos mismos quisieron borrar la historia, no lo lograron por gente como Ferreira, o gracias a gente como Daniel Ferreira.
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“Sí, de Chucurí y de siempre”, respondió él, con una mueca de timidez por sonrisa y una voz que parecía parte de su respuesta. “De Chucurí y de siempre”, volvió a decir, un poco más suelto y algo intrigado, mientras observaba la portada del libro que la señora había cerrado, y leía su nombre al revés, tal vez como si no fuera su nombre, o como si su nombre, Daniel Ferreira, fuera el eco del eco de viejas historias y de más viejas batallas. “Un gusto”, dijo, se despidió de la señora y se perdió entre un montón de estudiantes que hacían fila para oírlo hablar.
El pelo largo, el rostro sin afeitar, jeans, una camisa clara por fuera del pantalón y el paso apresurado. “Permiso”, decía, y “permiso”, dijo unos minutos más tarde, cuando empezó a hablar de sus novelas y anunció que la siguiente sería la cuarta de las cinco que tenía presupuestadas para narrar la violencia en Colombia. Habló de muertes, de injusticias, de la historia de la historia y de otras historias, de batallas y guerras, de rebeliones y revoluciones, de pactos, acuerdos, traiciones, lealtades y convicciones y habló de guerras y les hizo una especie de homenaje a los miles de miles de miles de colombianos que pelearon esas guerras sin haber sabido muy bien por qué las peleaban ni para qué, y que murieron en ellas.
Habló de la herencia sangrienta de cada colombiano y de que en cada pedazo de tierra y en cada familia había una historia de muerte, y también, infortunadamente, una historia de olvidos, y luego, muchos meses más tarde, volvió a hablar sobre los olvidos en una entrevista para la revista Temporales. “Estamos constantemente olvidando. Tiramos a la basura los archivos de fotos, las cartas, los rastros. Nos avergonzamos con los secretos culpables de familia. Si tuvimos un asesino en el árbol lo convertimos en tabú. Mientras tanto, los gobiernos aprovechan la amnesia colectiva para acomodar el relato oficial y negar que ha sido el magnicidio, el oprobio, la tortura, el exterminio, el holocausto lo que decide el monopolio del poder. El arte se resiste y trabaja contra ese borrado natural y sistemático. Por eso está después de la memoria, no en lugar de la memoria. Tenemos pasado. Hay realidad. Hay hechos. Hay testigos. Hay memoria. Hay crónica. Hay historia. Hay historia madre. Y hay literatura. Esta trabaja con todo lo anterior y es indestructible, salvo que los promotores de la economía naranja logren su cometido y conviertan a los artistas en emprendedores”. Al final, cerró con un desafiante “Mientras los críticos me envían el manual de instrucciones para la construcción de personajes bajo teorías de género, seguiré ocupado escribiendo”.
Cuando dijo “estamos constantemente olvidando”, acababa de publicar su cuarta novela sobre la violencia, El año del sol negro, una profunda historia sobre la Guerra de los Mil Días, plagada de esos personajes que se fueron olvidando y que dieron la vida por unas banderas, narrada por esos otros personajes que fueron protagonistas y espectadores al mismo tiempo, y que, como decía Alberto Lleras Camargo sobre sus antepasados, se fueron a la guerra por aventura a veces, por aburrimiento, por ignorancia o por engaño. Ahí, frase tras frase, fue rescatando una parte de la historia y fue escribiendo su versión de los hechos, a su manera, sin manuales. Ahí, fue un poco él en sus personajes, y sus personajes fueron él. Como escribió que escribió Julia Valserra, narradora, testigo, personaje y creación, todo al mismo tiempo,
“No llamarme Julia. No estar embarazada. No creer en brujas. No tener el pelo crespo. ¿Podría escribir una novela con esta vida estática? Antes tendría que deshacerme de lo que estorba. Enumerar en este diario lo rutinario, quedarme con lo extraordinario. Vivo en una gran casa vacía desde hace treinta años, en el centro de esta ciudad aburrida. La redada es que mi vida es tan monótona que ningún escritor podría hacer nada interesante con ella. Escribo esto como quien quiere enmascarar la ida exigua con divagaciones. Como quien imagina aventuras ajenas y estima lo que pasaría si acaso se atreviera a vivirlas. Pienso que escribir lo que otros te han contado es la única manera de captar la época. Mirarlos es entrar en sus pensamientos. Para quien no ha vivido, o ha vivido en un encierro de manjares, flores y aburrimiento, como yo, los recuerdos de los demás son más importantes que los propios porque son señales de otras formas de vida, más intensas, más limitadas, más peculiares. Mi cuerpo está lleno de deseos nunca explorados, mi cabeza llena de planes aplazados. Mis sueños no se diferencian de mis pesadillas. Me gustaría acostarme en mi cama y despertar dentro de un siglo. Ser una nueva mujer que va por el mundo, sin equipaje. Ser otra. Otro nombre. Otro rostro. Otro destino. Por ahora, sólo escribiendo puedo ser otra. Es decir, escribiendo mentiras, imaginándome lo que otros sienten, transformando la verdad en simulacros de verdad. Imaginando tu vida en esa guerra”.
“Tu vida” era la vida de un fusilero que una tarde se fue con las huestes de Rosario Díaz para unirse al ejército revolucionario, al gran ejército revolucionario que comandaron, en ese orden, Gabriel Vargas Santos, Benjamín Herrera y Rafael Uribe. “Tu vida” era la vida de un muchacho cinco años menor que ella, de quien se enamoró, o quiso enamorarse, o lo creyó y luego se convenció, que antes de irse a disparar la dejó embarazada, y antes de eso, se metía a su cuarto por una ventana. “Tu vida” fue la vida de un combatiente más que se enfrentó a los soldados uniformados de azul del Gobierno de Manuel Antonio Sanclemente, y que eran iguales a él. Tan miserables como él, tan eternamente derrotados como él, tan sin más esperanza que matar al enemigo como él, tan sin razones de peso para hacerlo como él. “Tu vida” fue la vida de un muchacho más que se habría enterrado en el olvido si un escritor no lo hubiera rescatado, con sus verdades y sus fantasías. Si ese escritor, Ferreira, no hubiese escrito,
“Por un instante piensa que no es el espejismo de la resolana. Que ella está allí, de cuerpo entero, que de veras ha venido como tiras mujeres de combatientes que vio subir en busca de sus hombres, para darles comida tras la línea de fuego. Por un instante se permite una trivialidad que aspira a ser poética: piensa que es demasiado poca cosa para que ella se hubiese fijado en un hombre como él (únicamente porque fuiste un día a su almacén a comprar un arma para tu patrón y ella creyó que su timidez era una fuerza de atracción). Pero esto es un pensamiento que se interrumpe, porque enseguida se vuelve a escuchar el fragor de las botas militares detrás de su espalda y, antes que él se dé media vuelta y camine para comprender el resultado final de la contienda, el corte helado del metal le traspasa la garganta.
"Los ojos siguen abiertos. Hay humo que ennegrece el cielo. detonaciones dispersas. Un rumor lejano de giros, voces y toque de corneta.
"La mujer ya no está
"lejos del cuerpo, la batalla continúa”.
Y la batalla continuó. Todas las batallas continuaron. Aquella, aquellas, y las cientos de miles que vinieron después. Los pretextos fueron los mismos: la patria, Dios, las tradiciones, el orden y al progreso. La realidad era que de una u otra manera, todos iban en pos del poder, la ambición, la tierra, el dinero. Esas eran las verdaderas verdades de las luchas. Los nombres, los lugares y las fechas cambiaron, tal vez para prevenir al pueblo, para gritarle que así como antes no hubo paz, no la habría después. Aunque se hicieran llamar de distintas formas, ganaron siempre los mismos, y aunque esos mismos quisieron borrar la historia, no lo lograron por gente como Ferreira, o gracias a gente como Daniel Ferreira.
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