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Y murió en la ruina con un nombre ficticio, Sebastián Melmoth, como un personaje de una novela gótica de un eterno clérigo llamado Charles Maturín, y fue enterrado en el cementerio de Bagneux casi como un n.n., y sus libros fueron tácitamente prohibidos y sus amigos lo negaron y su esposa les prohibió a sus hijos que mencionaran su nombre, y los editores archivaron sus manuscritos y sus amantes lo condenaron y sus enemigos celebraron su desaparición, y sus lectores lo ignoraron, y años después, muchos años después, su nombre y su obra y su figura y su vida fueron exaltados y se publicaron de nuevo sus libros y se representaron sus obras y se hicieron películas sobre él y sus textos, y se hicieron antologías de sus frases y se debatieron sus ideas y se investigaron sus pasos, y se crearon leyendas y alguien dijo que poco antes de morir, en un hotel de París, pidió una botella de champaña y dijo “Estoy muriendo por encima de mis posibilidades”.
"Escribir en los periódicos influye de un modo nefasto en el estilo". (Óscar Wilde)
Óscar Wilde fue él y fue su propio personaje, y sobre su personaje edificó su obra, y luego de haber sido sentenciado a dos años de prisión en la cárcel de Reading, Inglaterra, siguió siendo un personaje, por eso se cambió el nombre y se metió entre las páginas de Melmoth el errabundo, la novela de Maturín, que proponía pactos entre los humanos y los demonios, como lo hubiera querido Wilde, que decía, dijo y le escribió a su antiguo amante, Alfred Douglas: “Recuerda que el necio a los ojos de los dioses y el necio a los ojos del hombre son muy distintos”. Él fue necio, pecador, amante, sodomita, arrogante y vanidoso y tantas cosas más a los “ojos del hombre”. Ante Dios, por intermedio del sacerdote Cuthbert Dunn, de la Orden de los Pasionistas, apenas se postró el día de su muerte, el 30 de noviembre de 1900, como lo relataría quince días más tarde su amigo y amante, Robert Ross:
"Es más seguro mendigar que tomar, pero es más bello tomar que mendigar". (Óscar Wilde)
“Hacia las cinco y media de la mañana, un cambio total se operó en él; sus rasgos se alteraron y eso que llaman el estertor de la agonía comenzó. Jamás había oído yo nada semejante; era como el horrible rechinar de un torno, y duró ya hasta el fin. Sus ojos no reaccionaban ya a la luz. Era preciso secar constantemente la sangre y la espuma de sus labios... A las 13:45 horas el ritmo de la respiración cambió. Tomé su mano, y advertí que el pulso comenzaba a ser irregular. Lanzó un profundo suspiro, el único que me pareció normal desde mi llegada, sus miembros se estiraron como involuntariamente, su respiración se hizo más débil; murió a las 13:50 horas en punto”. Tres días después, por oficios de Ross, se celebró una misa en honor a Wilde en la iglesia de St. Martin des Près. Sólo asistieron 56 personas, que luego formaron el cortejo fúnebre que acompañó al cadáver hasta el cementerio de Bagneux.
"Los únicos escritores que han tenido alguna influencia sobre mí son Keats, Flaubert y Walter Pater". (Óscar Wilde)
Nueve años más tarde, el cuerpo de Wilde fue sepultado en una tumba de Père-Lachaise, y desde entonces, los curiosos y sus lectores pasan por ahí para recitar algunas de sus frases, hablar de El retrato de Dorian Gray, por ejemplo, o de La importancia de llamarse Ernesto, y dejar besos pintados de rojo. Wilde fue dios y fue hombre, fue personaje de ficción y de carne y hueso, pero ante todo, vivió por y para el arte, y transformó en arte la vida, y subió en un pedestal la mentira y la creación, y escribió, siempre y en cualquier situación, por compleja y difícil que fuera. Escribió desde la prisión un largo y doloroso y profundo poema, La balada de la cárcel de Reading, y un texto-carta-justificación-explicación, De profundis, a su amante Alfred Douglas, por quien acabó en la cárcel luego de que su padre le enviara una carta que se iniciaba con “aquel que presume de sodomita”, por la que Wilde lo demandó, perdió y se condenó.
"Cuando se oye música mala, tiene uno el deber de ahogarla con la conversación". (Óscar Wilde)
En De profundis, Wilde dejó constancia de lo que habían sido sus amores con Douglas. Lo culpó y se culpó, le habló de los dioses y de los seres humanos, de la justicia y la injusticia, y le recordó algunos de sus alegatos en el juicio que perdió y por el que fue sentenciado a trabajos forzados por “sodomía e indecencia”. Allí, cada palabra y cada frase eran inmortales, y si aparecían, lo hacían en servicio del arte. “Voy a empezar diciéndote que me culpo terriblemente -decía en un aparte-. Aquí sentado en esta celda oscura, vestido de presidiario, infamado y hundido, me culpo. En las noches de angustia perturbadas y febriles, en los días de dolor largos y monótonos, es a mí a quien culpo. Me culpo por dejar que una amistad no intelectual, una amistad cuyo objetivo primario no era la creación y contemplación de cosas bellas, dominara enteramente mi vida. Desde el primer momento hubo demasiada distancia entre nosotros. Tú habías estado ocioso en el colegio, peor que ocioso en la universidad. No te dabas cuenta de que un artista, y sobre todo un artista como soy yo, es decir, aquel en el que la calidad de la obra depende de la intensificación de la personalidad, requiere para el desarrollo de su arte la compañía de ideas, y una atmósfera intelectual, sosiego, paz y soledad. Tú admirabas mi obra cuando la veías acabada; gozabas con los éxitos brillantes de mi estreno, y los banquetes brillantes que los seguían; te enorgullecías, y era muy natural, de ser el amigo íntimo de un artista tan distinguido; pero no podías entender las condiciones que exige la producción de la obra artística. No hablo en frases de exageración retórica, sino en términos de fidelidad absoluta al hecho material, si te recuerdo que durante todo el tiempo que estuvimos juntos no escribí nunca ni una sola línea. Fuera en Torquay, Coring, Londres, Florencia o en otros lugares, mi vida, mientras tú estuviste a mi lado, fue totalmente estéril y nada creadora. Y con escasos intervalos estuviste, lamento decirlo, siempre a mi lado (…).
"La originalidad, como la belleza, es un don fatal". (Óscar Wilde)
La vida era vida para Wilde si estaba al servicio del arte. El tiempo debía dedicarse al arte. La moral debía ceñirse a los parámetros del arte. Decía y padecía que la mentira estuviera en decadencia. “Una de las principales causas del carácter singularmente banal de casi toda la literatura de nuestra época es, indudablemente, la decadencia de la mentira considerada como arte, como ciencia y como placer social”, escribió en su largo ensayo sobre la mentira, en el que él, tomando un nombre ficticio, Vivián, conversaba con otro personaje, Cyril. Allí, expuso lo desastroso que podía y era ser exactos, charlando sobre un hipotético muchacho, que muy a pesar de haberse criado con altas dosis de inventiva, de imaginación, es decir, de mentira, terminaba perdido en la exactitud y por la exactitud. “En general, ese muchacho no llega a nada, o adquiere la costumbre indolente de la exactitud”.
"¿Qué es una moda? Dede el punto de vista artístico, un esperpento tal que nos vemos obligados a cambiarla cada seis meses". (Óscar Wilde)
La exactitud era para él lo real, y lo real era lo monótono. No había arte desde la exactitud ni desde la verdad. O se mentía, ojalá con descaro, o se naufragaba. El muchacho de su ejemplo, aseguraba, si no era capaz de luchar con su alma y su cuerpo contra la verdad y contra los códigos, contra la exactitud, “con frecuencia termina (rá) escribiendo novelas tan parecidas a la vida que nadie puede creer en su verosimilitud”. Al comienzo de aquel texto, sentenciaba que “Los antiguos historiadores nos ofrecían ficciones deliciosas bajo la forma de hechos; el novelista moderno nos presenta hechos estúpidos a guisa de ficciones”. Wilde elogiaba la mentira y desdeñaba la verdad. Detestaba a los artistas sin imaginación, y despreciaba a los escritores que se la pasaban en una biblioteca, en la Nacional de Londres, por poner un caso, o en un museo, el British Museum, estudiando al ser humano, en lugar de crearlo.
"Un beso puede causar la ruina de toda una vida". (Óscar Wilde)
Él creó seres humanos, porque de alguna manera, creando era Dios. Y vivió inmerso en una novela, incluso en sus últimos años, los peores de su vida. Hirió de muerte todas las verdades y todo lo posible con El retrato de Dorian Gray, que era él, y murió sin doblegarse ante la tragedia y la solemnidad de la muerte. Amó, o amó desde sus códigos morales, y amando se entregó, hasta el punto de que cayó en la cárcel, pero ni siquiera en Reading, agobiado, resentido y harapiento, se traicionó. Fue artista allá y acá, y celebró el arte, también acá y allá. “En cuanto al populacho, no siento el menor deseo de ser novelista popular, porque esa es cosa demasiado fácil”, le escribió una vez al director del Scots Observer, como repuesta a una crítica que había aparecido allí de su “Dorian Gray”, una novela que escandalizó a la Inglatrra victoriana, y para él “hipócrita” del Siglo XIX.
"Debía uno amar siempre. por eso no debiera uno casarse nunca". (Óscar Wilde)
“El crítico de su periódico insinúa que yo no expreso con bastante claridad si prefiero la virtud a la maldad o la maldad a la virtud -decía al final-. Un artista, señor, no tiene ninguna clase de simpatías éticas. La virtud y la maldad son simplemente para él lo que son para el pintor los colores de su paleta. No son más ni son nada menos”. Él trabajó contra su ser y contra la sociedad por no tener simpatías éticas. Era Óscar Wilde, un hombre sin moral, ni más ni menos que eso. Un artista. Odiado por muchos, amado por otros, crítico e hiriente, libertino y libre a la vez. Un personaje. Su personaje. Inmoral, como lo calificaban, pero ante todo, inmortal.
"Es absurdo que haya una ley para los hombres y otra para las mujeres. No debía haber ley ni para los unos ni para los otros". (Óscar Wilde)