Paul Verlaine: la prisión y el poeta maldito

Hoy comenzamos a publicar una serie con la historia de algunos de los escritores que pasaron parte de su vida perseguidos o en la cárcel.

Manuela Cano
19 de septiembre de 2018 - 02:00 a. m.
Paul Verlaine, en versión de María Camila Quiceno.
Paul Verlaine, en versión de María Camila Quiceno.
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Un crimen. Una palabra que necesariamente debe estar acompañada por una causa. Es de hecho, el efecto de una causa. Existen variados tipos de crímenes. Políticos, asaltos, asesinatos, entre muchos más; el de Paul Marie Verlaine fue un crimen por una pasión inquebrantable y por su “reprochable” homosexualidad. Era octubre de 1873, cuando Paul Verlaine, sumergido en una intensa furia, disparó tres tiros hirientes, pero no letales, a su amante, el extraordinario poeta Arthur Rimbaud. Las disculpas de Verlaine, propias de su continuo arrepentimiento después de cualquier tipo de exceso, no fueron suficientes para que, después de la denuncia de asesinato impuesta por Rimbaud, la policía belga arrestara inevitablemente al poeta. Un tiempo después, aun cuando dicha denuncia fuese eliminada por su amante, su homosexualidad, condenable en ese lejano siglo XIX, bastaría para sentenciarlo a dos años de penuria y padecimiento en prisión.

Todo este altercado tendría inicio un tiempo atrás, cuando un sobre sellado llegaba al hogar, propio del estilo de la vida burgués del ya reconocido poeta Paul Verlaine. Contenía una carta, acompañada por unos cuantos poemas de un “niño” de 16 años que firmaba como Arthur Rimbaud. Él, ansioso por abandonar su vida provinciana, para poder descubrir la fascinante vida bohemia en la ciudad de París, había enviado a varios reconocidos poetas de la época, multiplicidad de sus precoces obras. Ninguno había contestado su llamado. Solo Verlaine, entusiasmado por el estilo peculiar y sensible plasmado en las fascinantes palabras que leía, atendió el llamado del joven poeta. Ahora, otro sobre salía de dicho hogar burgués, en dirección contraria, con una carta de admiración, un billete de tren y unas emocionadas palabras que rezaban “ven, querida gran alma. Te esperamos. Te deseamos”.

Cuando Rimbaud pisó la casa de los suegros donde vivía Verlaine con su esposa Mathilde Mauté, era agosto de 1871, una fecha que cambiaría para siempre el curso de sus vidas. El encuentro de los dos poetas parecía el de dos mundos absolutamente contrarios. Verlaine vestía de burgués, vivía como burgués, era un poeta reconocido, con una vida con pocas complicaciones, se quejaba de una aparente fealdad. Tenía 27 años. Rimbaud portaba ropa andrajosa, tenía modales que rompían con el paisaje burgués en el que se encontraba, era un niño inquieto, con problemas en el hogar y sin ninguna atadura, era realmente bello. Era una década menor que Verlaine. Y aun siendo polos opuestos, había algo que los unía: las ansias de libertad.

Decidieron, entonces, fugarse y seguir los caminos de la libertad total. Caminos que los llevaron a Londres, pero también a una vida de excesos. Bebían sus pocos centavos, eran constantes consumidores de opio y tenían largas veladas viciosas. Pero, aun así, no dejaron de escribir. Escribían versos que exploraban la rudeza de la existencia humana, se enfrentaban al destino de esos poetas malditos, como Verlaine los había apodado, errantes por la crueldad de un mundo al que no pertenecían. Y así, en la escritura, el “Pobre Lelian”, como se autoproclamaría tiempo después, plasmó en su obra “Romanzas sin palabras”, la violenta y escandalosa, pero a la vez estimulante y provocadora relación amorosa que los dos poetas malditos mantenían.

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La relación de los dos poetas comenzaba a ser tormentosa, violenta, cruel. Rimbaud, agresivo, buscaba siempre llevar al límite de la locura a su amante. Verlaine se descontrolaba, pero también tenía la certeza, como escribió en uno de sus poemas, que era absolutamente devoto, a ese, su “enfant fatal”:

“Y tan profunda es mi fe

y tanto eres para mí,

que en todo lo que yo creo

sólo vivo para ti.”

Sin embargo, Verlaine vivía en un profundo arrepentimiento, no era como su “esposo infernal”, que se jactaba de ser superior porque “no tenía corazón”. Es por tal razón, que desconsolado, y diciéndose triste estaba mi ser a causa, a causa de una mujer, buscó reconciliarse con su esposa abandonada. Pero su partida, con su “niño” poeta, había generado una ruptura irreconciliable. En vez de un acto de reconciliación, se encontró con un acta de  divorcio. Al mismo tiempo, Rimbaud escribía una carta dolida y desesperada, en donde por medio de unas frases contundentes, sinceras, pedía el perdón de su distante amante. “Vuelve, vuelve, querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me he mostrado desagradable contigo, fue tan sólo una broma; me cegué, y me arrepiento de ello más de lo que puedes imaginar”. Y firmaba con un rotundo: A ti, para toda la vida. Rimbaud.

Y con esas promesas, plasmadas en palabras, fue a buscarlo, con la esperanza de continuar con su peculiar amor. No obstante, los dos se encontraron con más sufrimiento, violencia y desazón, y aquel desenlace fatal de la pistola. Ahora, yacía Verlaine encarcelado, haciéndose una y mil promesas de reconversión y de renacimiento. Volvía al catolicismo de su infancia, quería reencontrarse con esa pureza de la niñez, libre de todo pecado, de todo exceso. Paralelamente, sus palabras mutaban, en forma y fondo. Sus versos ya no eran los mismos del desencantado poeta, sino que buscaban una comunicación con la divinidad. Verlaine plasmaba en nuevos versos sus reflexiones profundas, que viraban entre la voluntad de perdón, y el recobramiento de la fe, y las plasmaba en una de sus últimas obras: “Sagesse”.

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De manera que Verlaine apela a Dios durante dos años, "¡Dios mío, Dios mío! la vida está allá, simple y tranquila", la prisión se ha convertido en un espacio de introspección, íntima y profunda. Se debate entre el soy creyente y soy pecador en mis pensamientos y en mis actos; creo y me arrepiento, en mi pensamiento, esperando algo mejor, el que él mismo plasma en su famoso ensayo “Los poetas malditos”. Así, cuando sale de la cárcel, en su último encuentro con quien fue su amante, Verlaine buscaba la fe, pero lo llamaba el pecado, quería la reconversión, pero lo atacaba la tentación. Y entre esas, sus dicotomías, se situaron sus nuevas peleas, discusiones y desacuerdos. Nunca más se volverían a encontrar. Rimbaud le dejó su última obra, “Las iluminaciones”. Verlaine terminó escribiendo esos versos católicos que alcanzaban literalmente a los otros versos suyos; y después, la escritura ya nunca más apareció. En sus días de enfermedad, separados por la distancia y por la cercanía de la muerte, los dos se alejarían de la poesía, de esa deliciosa maldición

***

Mi sueño

Sueño a menudo el sueño sencillo y penetrante
de una mujer ignota que adoro y que me adora,
que, siendo igual, es siempre distinta a cada hora
y que las huellas sigue de mi existencia errante.
Se vuelve transparente mi corazón sangrante
para ella, que comprende lo que mi mente añora;
ella me enjuga el llanto del alma cuando llora
y lo perdona todo con su sonrisa amante.
¿Es morena ardorosa? ¿Frágil rubia? Lo ignoro.
¿Su nombre? Lo imagino por lo blando y sonoro,
el de virgen de aquellas que adorando murieron.
Como el de las estatuas es su mirar de suave
y tienen los acordes de su voz, lenta y grave,
un eco de las voces queridas que se fueron...

Paul Verlaine.

Por Manuela Cano

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