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Hace algo más de un año, el 8 de noviembre de 2017, Donald Trump ganó las elecciones presidenciales de los Estados Unidos. Aún no se ha cumplido un año de gobierno (la toma de posesión fue el 20 de enero de 2017). Ni siquiera un año, aunque parece que ha pasado una eternidad. Ese tiempo ha servido para constatar que Trump no cambia y eso, por mucho que sus defensores lo consideren una virtud, supone que no aprende.
Un año en el que Trump ha sido Trump y sin interés en enmendarse. Debe pensar que no hay motivo, que hasta ahora le ha ido bien siendo como es y no hay necesidad de cambiar. Y esa es la manifestación de que aún no ha asumido ni ha comprendido el cargo que desempeña, o sea, el de presidente de los Estados Unidos. El número 45.
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Las características del gobierno Trump han sido las de Trump candidato y showman.
En la campaña presidencial ya era patente que Trump no tenía ningún conocimiento sobre el funcionamiento del gobierno y, en la práctica, eso ha supuesto un serio problema a la hora de desarrollar una agenda política. El candidato Trump nunca terminó de concretar —presentando generalidades con grandes dosis de “posverdad”— y el presidente Trump rara vez lo explica más allá de los 140 caracteres de un tuit.
El humo de las promesas
Llegado el momento de convertir el humo de las promesas en políticas públicas, Trump se ha encontrado con la sorpresa —para él desagradable— de que la voluntad del presidente no es ley y que hay que lidiar con el Congreso y con tribunales que no se pliegan automáticamente a su voluntad. El equilibrio de poderes es complejo y obliga a los pactos.En la relación con las Cámaras, el Ejecutivo ha tenido a su favor que el Partido Demócrata quedó paralizado tras la derrota de Hillary Clinton en noviembre de 2016 y ha sido incapaz de articular una oposición coherente. Por el contrario, Trump se ha encontrado con un Partido Republicano muy dividido y lleno de los rivales políticos que cosechó durante las virulentas primarias de 2015-16. Intentar reconstruir la relación con su propio partido está siendo tortuoso y complicado y ha llevado a constantes desencuentros y fracasos, como los intentos de desmontar Obamacare —en teoría, uno de los ejes de la agenda conservadora en el Congreso—, a ralentizar la reforma fiscal, etc.
Pero si hay un aspecto en el que se nota el desinterés por el gobierno y su funcionamiento es en el bajo nivel de nominaciones presentados por cada presidente para ocupar los puestos de alta y media dirección de las agencias y oficinas ejecutivas. Se trata de los que se encargan de concretar, ejecutar y dar continuidad a los lineamientos políticos del gobierno. Al 13 de diciembre de su primer año en el gobierno (en 2001), George W. Bush había presentado 721 nominaciones, con 483 confirmados. Barack Obama (en 2009) había presentado 624 candidatos, de los cuales 418 habían recibido el aval de las cámaras. Al 13 de diciembre, Donald Trump apenas ha sometido a consideración del legislativo 496 nominados, con sólo 255 confirmados. Muchos cargos están sin llenar y, lo que es más grave, ni siquiera hay una persona pronta a ocupar la vacante.
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Un nivel tan bajo de nominaciones implica que en realidad Trump no tiene mucho interés en llenar esos puestos o no entiende qué funcionarios necesita para desarrollar su visión de los Estados Unidos. El rápido nombramiento de Neil Gorsuch en la Corte Suprema supone una excepción y un éxito significativo para la actual administración.
Los huecos dejados por la ausencia de nombramientos en los niveles medios de gestión en Washington dan a suponer que los funcionarios de carrera, sin instrucciones concretas y guiados por la confusa sucesión de tuits de Trump, operan siguiendo los procesos, los reglamentos y las inercias propias de la burocracia. Procesos, reglamentos y burocracia por las que el presidente muestra un considerable desprecio porque, cree, sólo sirven para frenar sus iniciativas. Así, los funcionarios, incluso algunos de los nombrados por el presidente, encarnan los obstáculos y se convierten en foco frecuente de su enojo. Los roces y reproches a miembros del Departamento de Justicia, del FBI y de la Fiscalía General han sido públicos y publicados, de nuevo, a base de tuits. De nuevo, Trump no comprende que el gobierno no opera como un reality show.
Trump se queda solo
Por si fuera poco, Donald Trump también se ha mostrado poco hábil en el nombramiento de sus más cercanos colaboradores. Michael Flynn, Reince Priebus, Steve Bannon, Sean Spicer y Anthony Scaramucci, que estuvo diez días como encargado de comunicaciones de la Casa Blanca, son los más destacados de una larga e imparable lista de personas que han trabajado con Trump en este año y han dejado su cargo en la Casa Blanca.Es inusual esta rotación de personal en su primer año. Aunque las llegadas de J. Kelly como jefe de gabinete, H. R. McMaster como consejero de Seguridad Nacional y Hope Hicks como directora de Comunicaciones parecen estabilizar los procesos en el Ala Oeste, si bien el temperamento mercurial de Trump ya tiene a otros dos altos funcionarios en la cuerda floja: Jeff Sessions, el fiscal general, y Rex Tillerson, secretario de Estado. ¿Los ceses que no cesan? Caos, confusión, desconcierto y ausencia de criterio han dominado este año de gobierno.
Casi parece normal que Trump haya manifestado su admiración por autócratas de todo cuño que ejercen el poder sin freno. ¿Manifestación de envidia o de inclinaciones naturales al autoritarismo del actual ocupante del Despacho Oval?
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Si cómo gobernar ha sido un problema hasta ahora, qué hacer también lo es. El programa político del candidato Trump era una reivindicación de los tiempos pasados. “Make America great again”, decía el presidente. Un eslogan que traslada al nivel nacional las preocupaciones de un hombre blanco que entra en la vejez (el presidente tiene 71 años), con la inquietud por la juventud que no volverá, la sensación de que todo tiempo pasado fue mejor y que sólo queda la declinación. Trump ofreció a sus electores un intento de vuelta al pasado. Pero si pretender construir el futuro da resultados impredecibles, refugiarse en el pasado es simplemente imposible. Además, el pasado, mitificado y distorsionado por recuerdos y ensoñaciones, no es especialmente atractivo para la mayoría de mujeres (51 % de la población) o alguna de las minorías étnicas estadounidenses.
Y ese es el aspecto más terrible de lo que hemos aprendido de Donald Trump en este 2017. La mirada atrás ha traído de vuelta a grupos abiertamente reaccionarios y retardatarios. Grupos de supremacistas blancos, neonazis y la denominada alt right emergen mientras el Partido Republicano se fractura y entra en crisis.
Los males crecen a la sombra de Trump
La derecha política estadounidense se transforma a la sombra de Trump. Los incidentes de Charlottesville mostraron a grupos que reclamaban con un vigor insospechado visibilidad y espacio en la vida pública de los EE.UU. de un Trump al que ayudaron a alzar. El pasado es imposible de recuperar, pero además, en estos casos, es indeseable.Al mismo tiempo, otra gran sombra, de momento la más amenazadora, se cierne sobre el gobierno de Trump: la de la posible coalición de agentes vinculados al gobierno ruso con personas del entorno del presidente durante la campaña electoral. Las investigaciones no paran y cada vez señalan a individuos más próximos a Trump.
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Por todo lo anterior, la forma de gobernar de Trump ha sido más efectista que eficaz, más confrontacional que dialogante y más divisiva que unificadora. Trump se ha sentido más cómodo firmando decretos presidenciales, viendo Fox News y tuiteando que, en realidad, gobernando y solucionando problemas.
Y eso se nota en el 32 % de aprobación con el que cuenta su gobierno. El nivel más bajo en este punto de cualquier presidencia de la era moderna. Eso en medio de una mejora continuada y sostenida de la situación económica del país, encauzada en el gobierno de su antecesor.
Trump, fiel a sí mismo, ha traído un año de desconcierto, con mínimos éxitos, al gobierno estadounidense. ¿Cambiará en 2018? Sólo si el presidente es capaz de aprender, de rodearse de un equipo estable y competente y, sí, de liderar.
* Historiador e internacionalista.