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“Estaba muy oscuro, recuerdo que abrazaba a mi hermanito como si pudiera defenderlo de las olas, yo ni sabía nadar. Pensé que hasta ahí llegábamos cuando vi a todos los adultos llorando, tomados de las manos… fueron las siete horas más largas de mi vida”, recuerda Hárold Fernández, un paisa que a los 13 años tuvo que navegar el Atlántico para llegar a Estados Unidos.
Hoy todo un doctor, Fernández salva, en promedio, una vida al día en dos hospitales de Nueva York; realiza cerca de 300 operaciones al año de corazón abierto a pacientes desahuciados y eso lo convierte en una verdadera salvación para cientos de enfermos.
“Siempre me gustó ayudar a la gente, creo que desde pequeño. Fue un don y un regalo poder salvar vidas con mis propias manos”, dice el reconocido cirujano, de 52 años.
Sin embargo, el colombiano no la tuvo nada fácil. Tres años antes de esa travesía que marcó su vida y la de su hermanito, sus padres los habían dejado al cuidado de sus abuelas en Medellín. La esperanza era colarse en Estados Unidos en busca de una mejor vida, fuera de la violencia de su barrio en la capital antioqueña.
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Para eso sus padres buscaron afanosamente un reencuentro. Pero éste solo se hizo posible el día en que el bote en el que iba, junto a más de 15 indocumentados, venció el mar para llegar a puerto en la costa de Florida.
“Al llegar fue muy duro, no sabía hablar el idioma. En la escuela se burlaban de nosotros, el bullying fue horrible: nos llamaban refugiados”, recuerda sobre sus primeros meses en la ciudad de West New York, donde sus padres intentaban comenzar una nueva vida.
En ese tiempo nada era sencillo, el miedo se vivía en el barrio, así como en la escuela. El hecho de ser indocumentado era más que agonizante.
“Era 1983 y durante el gobierno de Ronald Reagan las redadas en las fábricas buscando a trabajadores indocumentados eran algo común, el miedo de perder a mis padres era más que una probabilidad”, me dice Hárold desde su oficina en el Southside Hospital en Bayshore, a unas 50 millas de la ciudad de Nueva York.
Por eso sus padres decidieron trabajar en el turno de la noche en una fábrica de textiles; de esta forma, pensaban, la posibilidad de una redada a esas horas era menor, mas no era garantizado.
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“Sabíamos de memoria lo que teníamos que hacer o decir si alguien tocaba la puerta: todos conocíamos familias de la escuela y el barrio cuyos padres habían sido deportados”, recuerda el doctor Fernández.
Bajar la cabeza, pasar desapercibido y buscar sobresalir en la escuela era la única forma de alejarse de ese constante miedo de ser indocumentado.
Así fue que Hárold se entregó a sus estudios académicos mientras sufría en carne propia las cruces de ser parte de una familia sin documentos. Vio muchas veces llorar a su madre por las injusticias que vivió en su trabajo por no tener papeles.
Lo peor fue cuando tuvo que ver a su padre con el corazón destrozado por no poder viajar a Colombia a enterrar a su madre. “Fue terrible, estuvo a punto de dejarlo todo aquí en Estados Unidos por viajar y darle sepultura a mi abuelita Alicia. Pensaba regresar por la frontera con México, pero lo convencimos de quedarse”.
Pero justo fueron esos momentos los que marcaron el camino de este cardiólogo paisa, que tiene una milagrosa habilidad de salvar corazones moribundos. ¿Cómo llegó a ser doctor con tanto en contra?
Siempre tuvo el sueño de llegar a una de las universidades más prestigiosas de EE. UU., a pesar de ser un indocumentado. “No tenía tarjeta de residencia, ni licencia de conducción, ni mucho menos número de seguro social, me tocó comprar esos documentos falsificados en el mercado negro. Utilicé papeles falsos para llenar mi formulario de aplicación. No había otra forma de lograrlo”, recuerda.
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Terminó becado en Princeton, donde estudiaba en el competitivo y exigente Departamento de Biología Molecular. A los seis meses de empezar su carrera, su rendimiento y buen desempeño lo hicieron destacarse rápidamente. Fernández se robó la atención de sus profesores y fue justamente eso lo que lo salvó de perderlo todo.
“Un día, al final del primer semestre, recibí una carta del decano en la cual me pedía los papeles originales que ratificaban mi estadía legal en Estados Unidos. Si no hubiera sido por uno de mis profesores que intercedió personalmente ante el rector de Princeton, no estaría aquí contando la historia”.
Fernández terminó graduándose summa cum laude. De ahí llegó a estudiar medicina en Harvard y en el Massachusetts Institute of Technology (MIT).
Pero seguía en un limbo migratorio y eso lo hacía sentir que en cualquier momento su sueño podía quedarse en el aire. En ese entonces su familia trataba de legalizar su situación ante las autoridades de inmigración.
Hárold le escribió varias cartas al presidente Ronald Reagan, al gobernador de Nueva Jersey y al senador de Nueva Jersey Bill Bradley. Este último, como egresado de Princeton, se conmovió con su historia de superación y se convirtió en su salvación: contactó al juez de inmigración que llevaba el caso migratorio.
Y como por arte de magia, o tal vez como presagio de todas las vidas que salvaría en Estados Unidos, el juez le dio a Hárold y a toda su familia la residencia permanente.
“Hoy, ni soñar en este tipo de perdón, en este gobierno los inmigrantes están en la mira. Tenemos un presidente que presenta a los inmigrantes como si no fueran personas, los deshumaniza, eso hace que mucha gente nos tenga miedo, que nos den la espalda”.
Una premiada carrera
Fernández ha sido reconocido con dos Asterix Domination, un reconocimiento que otorga el Departamento de Salud Pública de Nueva York para los mejores cirujanos cardiovasculares del Estado, tras realizar una serie de estrictas evaluaciones.
Respaldado por su historia y todos los logros, el doctor Fernández denuncia la guerra contra los indocumentados que se vive en Estados Unidos. Es un tema que lo agobia. De acuerdo con datos oficiales, cada día aproximadamente son arrestados 372 indocumentados en todo el país. En el primer año de gobierno de Donald Trump, 143.270 de ellos quedaron tras las rejas, dejando a miles de familias a la deriva.
Ver cómo el actual presidente republicano tiene en el limbo la vida de miles de inmigrantes, soñadores y refugiados, por la cancelación de varios programas de alivio migratorio, hace que el médico –con un pasado de lucha, fe y esperanza– vea el futuro con mucho pesimismo.
Hoy, con una hija de 20 años y un hijo de 13, se le parte el corazón ver las noticias sobre los miles de niños inmigrantes que llegan solos a Estados Unidos, justo como él lo hizo, buscando refugio a la violencia de sus países.
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“No es justo lo que está pasando, pensar que todos no somos iguales va en contra de nuestra naturaleza humana”, dice.
El inmigrante colombiano, amante de la literatura en el quirófano, insiste en que todos somos iguales y en que no hay ciudadanos de tercera o indocumentados. “Si no nos vemos de igual a igual, nunca vamos a poder ayudarnos, eso es lo que nos falta”.
Por estos días, un nuevo documental sobre su vida, llamado Indocumentado: la vida de Hárold Fernández, inspirado en un libro que él mismo escribió en 2012, recorre el circuito de festivales latinos en Estados Unidos.
“Mi historia es como la de millones de inmigrantes que llegaron a este país sin papeles y que luego de mucho trabajo y dedicación lograron hacer un mejor futuro para sus familias y sus comunidades”.
Hárold es enfático al afirmar que la única forma de combatir la discriminación racial que se vive en Estados Unidos es que todos los inmigrantes levanten la cabeza, trabajen duro y hagan visibles sus historias.
“Si le explicamos a la mitad de este país que estamos aquí para luchar, para soñar y para ser parte de este gran sueño llamado América, van a tendernos las manos”.
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@corzo360