Pandemia en EE. UU.: el lado oscuro de Nueva York
Durante varios días este periodista británico, que vive en Nueva York desde hace varios años, tuvo todos los síntomas de la COVID-19, pero no acudió al médico, pues el servicio estaba colapsado. “Estados Unidos no tiene un sistema de salud, sino un mosaico de hospitales individuales que se modifican constantemente para maximizar las ganancias”, escribe. Así ha vivido la cuarentena en la ciudad que es hoy epicentro de la crisis por coronavirus.
Will Caiger-Smith* / @willcaiger
Bromeé sobre mis síntomas durante la reunión editorial de esa mañana, una semana después de que todos habíamos comenzado a trabajar desde la casa. Nuestras llamadas de conferencia diarias, que todavía eran algo novedoso, siempre comenzaban con una encuesta sobre la salud de todos. Conté el ataque de tos que acababa de experimentar, luego me encogí de hombros, me reí y pasé a los asuntos del día.
La verdad, me preocupaba haber podido contraer el coronavirus. Había viajado mucho durante las últimas tres semanas, así que esto no parecía imposible: a finales de febrero había volado de Nueva York a Londres para ver a mi abuelo. Cuando murió, pasé un tiempo con mi familia y luego regresé a Estados Unidos; antes hice otro viaje para asistir a su funeral.
Cada vez que abordaba otro avión, el virus se había extendido más por todo el mundo. Como periodista financiero, estaba cubriendo cómo las empresas y los mercados reaccionaban a esta amenaza creciente: cada historia que escribía se sentía desactualizada al instante, ya que la perspectiva de una pandemia condujo a grandes giros en los mercados financieros mundiales.
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En el terreno, los pocos cambios que observé fueron mucho menos dramáticos. Con mi compañera estábamos agotados emocional y físicamente de nuestro viaje. Abordamos un tren repleto de gente desde el aeropuerto hasta el centro de Manhattan, y luego un metro igualmente lleno hasta Brooklyn. En ese trayecto leí un correo electrónico del trabajo en el que nos pedían a todos no volver a la oficina. Cuando miré a mi alrededor, solo dos personas usaban tapabocas y en ese vagón viajaban unas cuarenta, por lo menos.
La tos comenzó el domingo siguiente, de la nada, cuando me senté encorvado en un sofá para ver qué me ofrecía Netflix. Mi compañera detuvo la televisión e intercambiamos miradas nerviosas antes de buscar en Google “síntomas de coronavirus” (por centésima vez en la semana). Aparte de la tos me sentía bien, así que me convencí de que no había nada de qué preocuparse.
En una ciudad de apartamentos pequeños, tenemos la suerte de tener una habitación libre, así que pasé la noche allí. Me tomó horas dormirme; seguía leyendo las noticias en mi teléfono, preocupándome por el sistema de salud roto de Estados Unidos y si podría hacer frente a la crisis. ¿Qué haría si me enfermaba realmente? Me desperté a las tres de la madrugada temblando y empapado en sudor.
Me sentí mucho mejor a la mañana siguiente, aunque había perdido completamente el sentido del olfato y del gusto. Pero la fiebre y los dolores volvieron por la tarde y se intensificaron a medida que avanzaba el día. Este ciclo se repitió durante el resto de la semana: días en los que me sentía lo suficientemente bien como para trabajar, seguidos de noches inquietas y febriles en las que dormía cubierto con toallas para absorber el sudor.
Incluso antes de enfermarme había abandonado cualquier esperanza de realizarme la prueba para COVID-19. Todos los días veía proyecciones cada vez más apocalípticas sobre la propagación del virus en la ciudad de Nueva York y más noticias sobre la relativa falta de pruebas en Estados Unidos, en comparación con países como Corea del Sur. Llamé a la línea directa de coronavirus de un hospital; Una voz automatizada me dijo que me quedara en casa.
El viernes por la mañana la fiebre había desaparecido. Al principio, sentí que había doblado una esquina. Pero me dolían mucho los pulmones, respirar fue doloroso y tuve una tos seca que me hizo arder la tráquea. Persistió durante los siguientes días, así que finalmente llamé al médico.
La consulta remota que siguió fue una tragicomedia de la salud estadounidense. Me tomó quince minutos encontrar el portal en línea correcto y luego restablecer mi contraseña, momento en el cual el asistente del médico me llamó para preguntarme si teníaproblemas. Le dije que finalmente había iniciado sesión en mi computadora portátil; luego me informó que solo podía acceder a la videollamada descargando una aplicación en mi teléfono.
Cuando la cara del doctor finalmente apareció en mi pantalla, no pude escucharlo. Y escribió: “No silenciar y subir el volumen” en un pedazo de papel y lo agitó frente a la cámara. Ya había hecho ambas cosas, así que respondí con una nota que decía: “Solo llámeme”. Después de que describí mis síntomas dijo que sonaban como coronavirus, pero que no me examinaría a menos que tuviera que ir al hospital.
Ver más: El complejo dilema de EE. UU.: ¿La bolsa o la vida?
“Si realmente quieres saber, puedes ir y hacer cola en una clínica”, dijo. “Pero tendrás que esperar en la fila durante varias horas, junto a otras personas que también están enfermas”. Pensó que estaba desarrollando bronquitis, posiblemente como resultado de la enfermedad similar a la COVID que había descrito. Me recetó un inhalador, un aerosol nasal y un supresor de la tos para los pulmones adoloridos, y antibióticos para protegerme contra la posible infección bronquial.
Para el final de esa segunda semana, la tos había disminuido, mis pulmones se sentían mejor y mi sentido del olfato estaba volviendo. Claramente estaba mejorando, pero subir las escaleras todavía me dejaba sin aliento. Lo más preocupante es que mi compañera estaba experimentando lo mismo. Pasó el fin de semana en la cama con fiebre y se despertó el lunes con un intenso dolor en el pecho.
Luego de una nueva consulta remota, el doctor de mi compañera llegó rápidamente a la conclusión de que podría tener coronavirus, por lo que le prescribió el mismo inhalador que yo había tenido hacía algunos días. Como ninguno de los dos quería correr el riesgo de interactuar con gente en alguna farmacia, le ofrecí el mío, aunque a ambos nos preocupó una transmisión.
¿Qué tal que yo hubiera respirado partículas de virus en la boquilla y ella terminara rociándolas directamente en sus pulmones? Este fue el tipo de ansiedad que definió nuestra experiencia de estar enfermos durante la pandemia: pensando que estábamos exagerando y confiando en que nuestra relativa juventud y nuestros cuerpos sanos vencerían cualquier infección con la que estuviéramos luchando, pero al mismo tiempo temiendo que en cualquier momento nuestra condición pudiera deteriorarse, convirtiéndonos en una de esas muchas historias que habíamos leído y que terminaban con ventiladores.
Mi compañera se recuperó a la semana. Ambos quisiéramos realizarnos la prueba, pero probablemente no seríamos capaces. Estamos evitando a la gente, manteniendo las caminatas al aire libre y, por momentos, nos damos cuenta de que nos hace falta el aire al hablar. En algunas calles tranquilas, nos sorprendemos con las máscaras caseras que han diseñado algunos y las frecuentes violaciones al distanciamiento social.
Desde nuestro apartamento, la única señal de que hay una pandemia son las constantes sirenas de las ambulancias. Cada día nos sumergimos en noticias, leyendo sobre los hospitales colapsados, sitios de entierro en parques de la ciudad y desempleo masivo. En Whatsapp, mi hermana y mi cuñado —ambos trabajadores del NHS en Inglaterra— me dicen que todavía están preparándose para el aumento de muertos.
Durante estos días las malas noticias vienen de cualquier lugar. La gente todavía parece sorprendida por lo sombría que se ha vuelto la situación en Nueva York. Pero una vez que has vivido aquí por un tiempo, no es sorprendente. Estados Unidos en su conjunto nunca estuvo equipada para enfrentar una crisis de salud pública de esta magnitud.
Estados Unidos no tiene un sistema de salud; tiene un mosaico de hospitales y clínicas individuales que son ajustados constantemente para maximizar las ganancias. No tiene un gobierno unificado; es un sistema federalista que obliga a cada estado a navegar la crisis de forma individual. La cultura estadounidense no hace énfasis en la responsabilidad colectiva; esta es una nación de individuos.
Ver más: El radical cambio de Nueva York por el coronavirus
Todo esto ha sido una realidad durante décadas. Y ahora, la administración de Donald Trump inicialmente subestimó la amenaza del virus y dio más importancia al desempeño del mercado de valores que a la salud pública.
Esta crisis está revelando el absurdo más profundo de la economía estadounidense. A medida que las ganancias corporativas caen en picada, los multimillonarios ya están hablando de arriesgarse a más infecciones para que las personas puedan volver al trabajo. Las aseguradoras de salud, sin suficientes reservas de efectivo, están pidiendo un rescate del gobierno.
En Nueva York el discurso oficial es que las personas deben cuidarse unas a otras, incluso ante la lucha entre instituciones. Y eso es cierto: la compasión no es algo que la mayoría de la gente asocie con los neoyorquinos, pero definitivamente se ha exhibido en las últimas semanas.
También es cierto que el egocentrismo es endémico en esta ciudad. Es el lado oscuro de su historia de amor con el individualismo, y hace que enfrentarse a una crisis tan colectiva sea mucho más difícil: solo hay que mirar cómo las personas acudieron en masa a los supermercados o huyeron a sus pueblos de origen, incluso cuando el brote se estaba extendiendo.
Si había un lugar destinado para que el nuevo coronavirus arrasara, ese lugar es Nueva York.
*Periodista en Nueva York.
Bromeé sobre mis síntomas durante la reunión editorial de esa mañana, una semana después de que todos habíamos comenzado a trabajar desde la casa. Nuestras llamadas de conferencia diarias, que todavía eran algo novedoso, siempre comenzaban con una encuesta sobre la salud de todos. Conté el ataque de tos que acababa de experimentar, luego me encogí de hombros, me reí y pasé a los asuntos del día.
La verdad, me preocupaba haber podido contraer el coronavirus. Había viajado mucho durante las últimas tres semanas, así que esto no parecía imposible: a finales de febrero había volado de Nueva York a Londres para ver a mi abuelo. Cuando murió, pasé un tiempo con mi familia y luego regresé a Estados Unidos; antes hice otro viaje para asistir a su funeral.
Cada vez que abordaba otro avión, el virus se había extendido más por todo el mundo. Como periodista financiero, estaba cubriendo cómo las empresas y los mercados reaccionaban a esta amenaza creciente: cada historia que escribía se sentía desactualizada al instante, ya que la perspectiva de una pandemia condujo a grandes giros en los mercados financieros mundiales.
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En el terreno, los pocos cambios que observé fueron mucho menos dramáticos. Con mi compañera estábamos agotados emocional y físicamente de nuestro viaje. Abordamos un tren repleto de gente desde el aeropuerto hasta el centro de Manhattan, y luego un metro igualmente lleno hasta Brooklyn. En ese trayecto leí un correo electrónico del trabajo en el que nos pedían a todos no volver a la oficina. Cuando miré a mi alrededor, solo dos personas usaban tapabocas y en ese vagón viajaban unas cuarenta, por lo menos.
La tos comenzó el domingo siguiente, de la nada, cuando me senté encorvado en un sofá para ver qué me ofrecía Netflix. Mi compañera detuvo la televisión e intercambiamos miradas nerviosas antes de buscar en Google “síntomas de coronavirus” (por centésima vez en la semana). Aparte de la tos me sentía bien, así que me convencí de que no había nada de qué preocuparse.
En una ciudad de apartamentos pequeños, tenemos la suerte de tener una habitación libre, así que pasé la noche allí. Me tomó horas dormirme; seguía leyendo las noticias en mi teléfono, preocupándome por el sistema de salud roto de Estados Unidos y si podría hacer frente a la crisis. ¿Qué haría si me enfermaba realmente? Me desperté a las tres de la madrugada temblando y empapado en sudor.
Me sentí mucho mejor a la mañana siguiente, aunque había perdido completamente el sentido del olfato y del gusto. Pero la fiebre y los dolores volvieron por la tarde y se intensificaron a medida que avanzaba el día. Este ciclo se repitió durante el resto de la semana: días en los que me sentía lo suficientemente bien como para trabajar, seguidos de noches inquietas y febriles en las que dormía cubierto con toallas para absorber el sudor.
Incluso antes de enfermarme había abandonado cualquier esperanza de realizarme la prueba para COVID-19. Todos los días veía proyecciones cada vez más apocalípticas sobre la propagación del virus en la ciudad de Nueva York y más noticias sobre la relativa falta de pruebas en Estados Unidos, en comparación con países como Corea del Sur. Llamé a la línea directa de coronavirus de un hospital; Una voz automatizada me dijo que me quedara en casa.
El viernes por la mañana la fiebre había desaparecido. Al principio, sentí que había doblado una esquina. Pero me dolían mucho los pulmones, respirar fue doloroso y tuve una tos seca que me hizo arder la tráquea. Persistió durante los siguientes días, así que finalmente llamé al médico.
La consulta remota que siguió fue una tragicomedia de la salud estadounidense. Me tomó quince minutos encontrar el portal en línea correcto y luego restablecer mi contraseña, momento en el cual el asistente del médico me llamó para preguntarme si teníaproblemas. Le dije que finalmente había iniciado sesión en mi computadora portátil; luego me informó que solo podía acceder a la videollamada descargando una aplicación en mi teléfono.
Cuando la cara del doctor finalmente apareció en mi pantalla, no pude escucharlo. Y escribió: “No silenciar y subir el volumen” en un pedazo de papel y lo agitó frente a la cámara. Ya había hecho ambas cosas, así que respondí con una nota que decía: “Solo llámeme”. Después de que describí mis síntomas dijo que sonaban como coronavirus, pero que no me examinaría a menos que tuviera que ir al hospital.
Ver más: El complejo dilema de EE. UU.: ¿La bolsa o la vida?
“Si realmente quieres saber, puedes ir y hacer cola en una clínica”, dijo. “Pero tendrás que esperar en la fila durante varias horas, junto a otras personas que también están enfermas”. Pensó que estaba desarrollando bronquitis, posiblemente como resultado de la enfermedad similar a la COVID que había descrito. Me recetó un inhalador, un aerosol nasal y un supresor de la tos para los pulmones adoloridos, y antibióticos para protegerme contra la posible infección bronquial.
Para el final de esa segunda semana, la tos había disminuido, mis pulmones se sentían mejor y mi sentido del olfato estaba volviendo. Claramente estaba mejorando, pero subir las escaleras todavía me dejaba sin aliento. Lo más preocupante es que mi compañera estaba experimentando lo mismo. Pasó el fin de semana en la cama con fiebre y se despertó el lunes con un intenso dolor en el pecho.
Luego de una nueva consulta remota, el doctor de mi compañera llegó rápidamente a la conclusión de que podría tener coronavirus, por lo que le prescribió el mismo inhalador que yo había tenido hacía algunos días. Como ninguno de los dos quería correr el riesgo de interactuar con gente en alguna farmacia, le ofrecí el mío, aunque a ambos nos preocupó una transmisión.
¿Qué tal que yo hubiera respirado partículas de virus en la boquilla y ella terminara rociándolas directamente en sus pulmones? Este fue el tipo de ansiedad que definió nuestra experiencia de estar enfermos durante la pandemia: pensando que estábamos exagerando y confiando en que nuestra relativa juventud y nuestros cuerpos sanos vencerían cualquier infección con la que estuviéramos luchando, pero al mismo tiempo temiendo que en cualquier momento nuestra condición pudiera deteriorarse, convirtiéndonos en una de esas muchas historias que habíamos leído y que terminaban con ventiladores.
Mi compañera se recuperó a la semana. Ambos quisiéramos realizarnos la prueba, pero probablemente no seríamos capaces. Estamos evitando a la gente, manteniendo las caminatas al aire libre y, por momentos, nos damos cuenta de que nos hace falta el aire al hablar. En algunas calles tranquilas, nos sorprendemos con las máscaras caseras que han diseñado algunos y las frecuentes violaciones al distanciamiento social.
Desde nuestro apartamento, la única señal de que hay una pandemia son las constantes sirenas de las ambulancias. Cada día nos sumergimos en noticias, leyendo sobre los hospitales colapsados, sitios de entierro en parques de la ciudad y desempleo masivo. En Whatsapp, mi hermana y mi cuñado —ambos trabajadores del NHS en Inglaterra— me dicen que todavía están preparándose para el aumento de muertos.
Durante estos días las malas noticias vienen de cualquier lugar. La gente todavía parece sorprendida por lo sombría que se ha vuelto la situación en Nueva York. Pero una vez que has vivido aquí por un tiempo, no es sorprendente. Estados Unidos en su conjunto nunca estuvo equipada para enfrentar una crisis de salud pública de esta magnitud.
Estados Unidos no tiene un sistema de salud; tiene un mosaico de hospitales y clínicas individuales que son ajustados constantemente para maximizar las ganancias. No tiene un gobierno unificado; es un sistema federalista que obliga a cada estado a navegar la crisis de forma individual. La cultura estadounidense no hace énfasis en la responsabilidad colectiva; esta es una nación de individuos.
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Todo esto ha sido una realidad durante décadas. Y ahora, la administración de Donald Trump inicialmente subestimó la amenaza del virus y dio más importancia al desempeño del mercado de valores que a la salud pública.
Esta crisis está revelando el absurdo más profundo de la economía estadounidense. A medida que las ganancias corporativas caen en picada, los multimillonarios ya están hablando de arriesgarse a más infecciones para que las personas puedan volver al trabajo. Las aseguradoras de salud, sin suficientes reservas de efectivo, están pidiendo un rescate del gobierno.
En Nueva York el discurso oficial es que las personas deben cuidarse unas a otras, incluso ante la lucha entre instituciones. Y eso es cierto: la compasión no es algo que la mayoría de la gente asocie con los neoyorquinos, pero definitivamente se ha exhibido en las últimas semanas.
También es cierto que el egocentrismo es endémico en esta ciudad. Es el lado oscuro de su historia de amor con el individualismo, y hace que enfrentarse a una crisis tan colectiva sea mucho más difícil: solo hay que mirar cómo las personas acudieron en masa a los supermercados o huyeron a sus pueblos de origen, incluso cuando el brote se estaba extendiendo.
Si había un lugar destinado para que el nuevo coronavirus arrasara, ese lugar es Nueva York.
*Periodista en Nueva York.