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No es que el 8 de mayo no parara de llover sobre París. Es que fue uno de esos días en los que la lluvia y el sol se alternan en ciclos cortos. Siendo además un festivo en mitad de semana, era comprensible que hubiera menos gente que otros años en los Campos Elíseos para las ceremonias de conmemoración del final de la Segunda Guerra Mundial. Le puede interesar: El renacimiento de Europa según Macron: ¿es posible?
Nadie, sin embargo, esperaba que los andenes estuvieran casi completamente vacíos.
Menos aún que entre los pocos que se animaron, teniendo para ello que atravesar varios controles, muchos lo hicieran con la intención exclusiva de abuchear al mismo presidente joven que apenas dos años atrás recorría la misma avenida sonriente a bordo de un vehículo militar luego de haber sido elegido con el 66 % de los sufragios de los franceses. Le recomendamos: Lo que Macron no entendió de los ciudadanos
¿Qué ha pasado en estos veinticuatro meses? Si el fenómeno de los Chalecos Amarillos ha sido el más visible a nivel internacional, no es el único de los problemas que han obligado al otrora popular presidente francés a limitar sus apariciones públicas a eventos en recintos cerrados o zonas con medidas extraordinarias de seguridad imaginadas para proteger más su imagen que su integridad.
Las acusaciones de clientelismo, las salidas de tono de un líder al que se acusa de no estar en sintonía con las preocupaciones del pueblo francés, los ataques a los derechos civiles y la percepción popular de que el exbanquero y exministro de Economía es un “presidente de los ricos” han llevado incluso a que las autoridades locales del municipio de Amboise consideraran hace dos semanas prohibir a los habitantes asomarse a la ventana durante la visita de Macron al pueblo para el aniversario de la muerte de Leonardo da Vinci.
El caso Benalla
Cuando al margen de los desfiles del 1º de mayo del 2018 el reportero Taha Bouhafs filmó a un hombre que parecía un policía de civil golpeando a una pareja de manifestantes en la plaza de la Contrescarpe de París, no podía imaginar que se trataba de mucho más que un nuevo caso de abuso policial.
Tendrían que pasar dos meses y medio antes de que el diario Le Monde revelara que el personaje en cuestión, Alexandre Benalla, era un guardaespaldas de Emmanuel Macron, con cargo de consejero presidencial, y que a pesar de no hacer parte de la fuerza pública había participado en arrestos y tenido acceso a imágenes de cámaras de la policía para preparar su defensa si el caso, como ocurrió, llegaba a destaparse.
En los meses que siguieron no pararon las revelaciones sobre el joven que a los 25 años se había convertido en el hombre de confianza del presidente y, sin que su función lo justificara, tenía un apartamento y vehículo oficiales, acceso a teléfonos para comunicaciones secretas de alto nivel y grado de teniente coronel, inusual para su edad. A pesar de que la Presidencia, una vez el caso llegó al dominio público, lo retiró de su nómina, Benalla pudo seguir usando dos pasaportes diplomáticos que le permitieron viajar como intermediario entre magnates de Europa y Oriente Medio y gobiernos africanos.
El caso Benalla, sobre el que Macron apenas ha dicho que “no lamentaba haber confiado en un muchacho que luego lo defraudó”, no solo lo convirtió para la opinión pública en un ejemplo de que el presidente que prometía romper con las prácticas de los partidos Socialista y Republicano manejaba los puestos y privilegios del Estado como el más veterano de los políticos tradicionales, sino que lo llevó a una guerra declarada con el Senado, presidido por una derecha hasta entonces incondicional con sus propuestas. “Durante el primer año, con acciones como la reforma del código laboral, Macron perdió buena parte de sus simpatías de izquierda. En el segundo, sus simpatizantes de derecha comenzaron a cansarse de tanta confusión y desorden”, opina Alba Ventura, editora política de la cadena de radio RTL al comentar cómo, según la más reciente encuesta al respecto realizada por la agencia BVA, en dos años el presidente ha perdido treinta puntos porcentuales de popularidad. Ventura recalca, sin embargo, que el 32 % de popularidad que le queda a Macron es más que el de Hollande en el mismo punto de su quinquenio, a pesar del abandono numeroso de las figuras de peso que lo apoyaban, como Gérard Collomb, un favorito de la derecha católica de la región de Lyon, y el ecologista Nicolas Hulot, que lo acusó de traicionar las promesas ambientalistas de su campaña.
El presidente de los ricos
Los dos años de Macron también han estado marcados por varias salidas de tono. Del “solo basta atravesar la calle para encontrar un trabajo”, lanzado a un joven horticultor desempleado, a “las ayudas sociales nos cuestan un platal de locos”, dicho en una reunión informal y “filtrado” por el equipo de comunicaciones del Palacio del Elíseo, al “espero que la convalecencia le traiga sabiduría”, dicho a una manifestante de 73 años hospitalizada tras una violenta carga de la policía antidisturbios, las expresiones desatinadas del presidente han contribuido a su imagen de mandatario arrogante y desconectado de la realidad cotidiana de los franceses.
Las medidas como la supresión del impuesto a las grandes fortunas han contribuido igualmente a que, según una encuesta del pasado diciembre, realizada por el instituto Odoxa, 74 % de los franceses lo consideren un “presidente de ricos”.
Una apelación que parece ir más allá de un lema fácil de los opositores que se manifiestan contra sus políticas. Según una investigación de la revista Capital, las políticas de Macron han resultado en un aumento de 1,6 % en el nivel de vida para el 5 % de las familias más ricas de Francia, mientras para las clases media y baja la repercusión ha sido negativa.
Si Macron apostaba sobre los efectos a largo plazo de la confianza inversionista, la calle terminó por hacerle saber que un buen porcentaje de la población francesa no estaba dispuesto a esperar. El movimiento de los Chalecos Amarillos, nacido de la petición en línea de la vendedora de cosméticos Priscilla Ludosky y el llamado a una acción simbólica del transportador Eric Drouet, y convertido en un fenómeno multiforme que reúne desde desempleados hasta miembros de la Academia Francesa, cumple esta semana seis meses de existencia y ha mostrado la imposibilidad de Macron para federar en torno a su persona.
Mientras la derecha le reprocha su incapacidad para poner fin a las protestas por las vías de hecho, la izquierda le critica la violencia policial, que ha dejado decenas de mutilados, los ataques a los periodistas y la limitación de las libertades individuales. Como si fuera poco, el anuncio de las conclusiones del Gran Debate Nacional, que duró tres meses y con el que Macron esperaba conjurar la crisis, terminó opacado por el incendio de la catedral de Notre Dame.
“De todas maneras, Macron más que responder a lo que la gente le pedía, hizo anuncios que buscaban dividir a los franceses y desprestigiar al movimiento”, dice Thierry Valette, una figura visible de los Chalecos Amarillos. “El resumen de lo que propone es: yo los escucho, pero sigo gobernando como quiero”, agrega.
Por varios meses, Valette trabajó en la organización de una lista de Chalecos Amarillos para las elecciones del Parlamento Europeo que tendrán lugar entre los próximos 23 y 26 de mayo. Aunque el proyecto no llegó a concretarse, considera que las reivindicaciones de los Chalecos pesarán en la agenda, sobre todo porque el movimiento se ha extendido a países como Bélgica y Alemania.
Las elecciones europeas serán también la gran prueba para Macron, quien espera que a nivel continental las urnas le den a su movimiento político la legitimidad que parece estar perdiendo en Francia. La apuesta no pinta fácil luego de que, a pesar de que toda su campaña estuviera basada en la oposición entre el centro progresista que él representa y los “populismos extremistas” que, según él, están compuestos por sus opositores, se descubriera que su cabeza de lista, la exministra francesa de Asuntos Europeos Nathalie Loiseau, militó en su juventud en un partido de extrema derecha.