Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Fueron 168 cajas atiborradas del polvo del tiempo que fueron sacadas de un ático oscuro luego de que Gabriela Mistral falleciera en el 2006. Manuscritos, fotos, documentos y varios versos del puño de la chilena permanecieron guardados por años, encumbrándose como monumentos a la complicidad, a un amor que se hizo clandestino y que se veía sospechoso.
No se quiso hablar de besos, porque ella los describió en sus versos: “Hay besos que pronuncian por sí solos / la sentencia de amor condenatoria, /hay besos que se dan con la mirada / hay besos que se dan con la memoria”. En sus versos envueltos en memorias, en pasiones, en días al margen de una sociedad elitista y altamente prejuiciosa, Mistral le habló a la soledad, al destierro, a la distancia que hiere con su fuego.
Fue La estatura de Thomas Mann, un libro que compilaba una serie de ensayos sobre el escritor alemán, lo que acercó a Doris Dana y a Gabriela Mistral. La primera fue la encargada de editar el libro y la segunda aportó al estudio del autor de La muerte en Venecia con un texto llamado El otro desastre alemán. Antaño, Dana había seguido la escritura tersa de la chilena, y por eso surgió su interés de verla cuando la poeta dictó una serie de conferencias sobre su obra en el Barnard College, una universidad privada de artes liberales, ubicada en New York y exclusivamente para mujeres.
Fue en 1946 cuando Lucila Godoy Alcayaga (el verdadero nombre de Mistral) llegó a Barnard College a dialogar sobre poesía. Retornaba luego de varios años de haber pasado como cónsul de Chile en Madrid y de haber ganado, un año antes, el Premio Nobel de Literatura. Fue un tiempo de gracia para aquella mujer de rasgos indígenas, de ceño fruncido y de un temple regio y defensor de las palabras que resisten a los señalamientos y al acecho de miradas malintencionadas.
Mistral había recibido los libros de La estatura de Thomas Mann y decidió enviarle una carta a Dana para regresar la gratitud por su participación. El mensaje iba acompañado de una invitación formal para que la estadounidense la visitara en la casa en la que estaba habitando la poeta en Santa Bárbara, ciudad ubicada al sur del estado de Chihuahua en México.
Doris Dana, quien era considerada la asistente de Mistral en aquel entonces, acompañó por varias noches a la poeta en Veracruz. Dos años compartieron una cotidianidad que años antes se mostraba opaca, solitaria, silenciada por la ausencia de una compañía que fuera sinónimo de la complicidad y de la intimidad.
La casa se convertía en el refugio de la pedagogía. El oficio de maestras, la responsabilidad de guiar las mentes jóvenes tejía sus pasiones y sus angustias. Y si bien Dana podía ser perfectamente una alumna de la poeta chilena por la diferencia de edad (Mistral ya tenía 60 años y Dana 28 años), los roles entre las paredes del hogar se intercambiaban, pues “La Santa”, como llamaron a la escritora en su país natal, hablaba de una profesora americana, asociada a los ideales yanquis, que cuidaba de ella pese a sus atisbos comunistas, ideología que se presentaba muy cercana a la poesía chilena que, en aquellos días, se mostraba como una sublime manifestación del arte latinoamericano gracias a la fuerza de Mistral y a la resistencia de poetas como Pablo Neruda o la irreverencia de Nicanor Parra.
También puede leer: Homosexualizar la prisión, habitarla en el barroco
“Es una cosa delicada el amor”, escribió la chilena luego de que aquella profesora estadounidense de cabello crespo y nariz respingada le señalara en sus reminiscencias que ya cumplían siete años de hacerse cómplices y de construir una historia amorosa que por clandestina no dejaba de ser valiente, no dejaba de ser custodia de la palabra enseñada, de la palabra cuidada, de la palabra cantada.
Dana fue una suerte de esperanza, una suerte de redención de aquella Desolación que Mistral mencionaba de la siguiente manera: “Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada / de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa; / siempre, como el destino que ni mengua ni pasa, / descenderá a cubrirme, terrible y extasiada”.
La estadounidense le confesaba: “Yo me pongo en el viento y en la lluvia tierna, para que estos, viento y lluvia, pueden abrazarte y besarte para mí”. Juntas le hablaron al cielo, condenándolo y celándolo por tener la oportunidad que muchas veces ellas no tuvieron de verse en los amaneceres de firmamento cálido y de nubes realizadas a pincelazos. Las dos vivieron en Italia entre 1948 y 1953, compartiendo los roces de las hojas secas del otoño y escribiendo en el blanco de las hojas que se hacían con la nieve. Volvieron a Estados Unidos, específicamente a Long Island, y de allí no volvieron a salir. Su complicidad se afianzó a las raíces de las plantas que protegían la fachada y decoraban el paisaje monótono de los colores opacos de las casas. Mistral abandonó primero el plano mundano. No sin antes haberse asegurado que su alma no se iba con ella sino con los versos que aún se declaman y con las palabras que jamás se destiñeron entre los cajones. Las separó la muerte, no como lo dicta el catolicismo, sino como en realidad se despojan los amores valientes que esquivaron los macabros rumores y las letales condenas de moralidades conservadoras. Por años, en un ático, se guardó un susurro que antaño se mesaba con las corrientes de aire que predecían las fuertes lluvias. En ese ático, que se abrió hasta que Doris Dana falleció, y que descubrió una complicidad mediada por la poesía, se incrustó el valor sagrado de recuerdos irrisorios, de vacíos tal vez necesarios y de dos manos que se dieron en la danza, en la batalla y en la esperanza de amar en la absoluta libertad que en sus inicios era mera utopía.
Dame la mano
Dame la mano y danzaremos; dame la mano y me amarás. Como una sola flor seremos, como una flor, y nada más... El mismo verso cantaremos, al mismo paso bailarás. Como una espiga ondularemos, como una espiga, y nada más. Te llamas Rosa y yo Esperanza; pero tu nombre olvidarás, porque seremos una danza en la colina y nada más...