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Era el 13 de abril de 1942. Al frente tenía a un soldado que en el último lustro pudo haber sido su mejor amigo o simplemente un subordinado. “Yo solo actúo como un ser humano que no quiere hacerle daño a nadie”, le escribió Anton Schmid a su esposa. Y seguramente mientras le recordaban las causas que lo llevaron a ser condenado, el cabo que estaba a cargo de uno de los guettos de Vilna habría de recordar que la bondad lo llevó a la muerte, a la inclemente injusticia que se camuflaba en los ideales de un ejército que mataba a diestra y siniestra por no ser de raza aria y por desconocer los principios que Adolf Hitler promulgaba como mandamientos.
Ante sus ojos vio la desaparición de niños inocentes. Que la única culpa, que era impuesta, era ser hijos de judíos. Presenció los golpes, los disparos y los actos barbáricos de los soldados que se hacían inmunes a la compasión. Y se hacían inmunes porque antes que enseñarles a ser humanos les enseñaron que en el mundo existía una raza pura y una raza inferior, que aquello que no estuviera dentro de los lineamientos de la bandera que exaltaba la esvástica era digno de ser apedreado, humillado y borrado del mapa.
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Anton Schmid, quien nació en Viena en 1900, fue reclutado en 1941 por los nazis. Luego de que Austria pasara a pertenecer a los alemanes tras el Anschluss, término que refiere a la unión de ambas naciones y de la conformación de la provincia del III Reich, los austríacos se convertían automáticamente en ciudadanos y escuderos del gobierno nazi.
Vilna, capital de Lituania en la actualidad, había sido un territorio en disputa desde la Primera Guerra Mundial cuando Polonia y Lituania reclamaban la ciudad. Antes de la Segunda Guerra Mundial, Vilna hacía parte del noreste de Polonia. Luego, tras el pacto Pacto Ribbentrop-Mólotov, llamado así por los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la Unión Soviética respectivamente, Vilna pasó a ser parte de la Unión Soviética y, posteriormente, a Lituania. Alrededor de 55.000 judíos hacían parte de la ciudad que contaba con una población de 200.000 personas aproximadamente. “La Jerusalén de Lituania” era el nombre que recibía Vilna por la cantidad de judíos que residían en la ciudad y de los 12.000 refugiados que habían llegado desde Polonia.
La comunidad judía de Vilna estuvo a salvo hasta el 24 de junio de 1941, fecha en la cual las tropas alemanas llegaron a la ciudad tras dos días de una inminente avanzada que los nazis habían logrado en el este de Europa. Desde ese entonces, Vilna se convirtió en un escenario de tortura. 8.500 judíos fueron asesinados entre julio y agosto de 1941 en el bosque de Ponary, a 13 kilómetros de “La Jerusalén de Lituania”. Así, los alemanes lograron tomar el control de la zona. Dos ghettos y una prisión convirtieron a Vilna en un fuerte del ejército nazi, en el que los trabajos forzados, las desapariciones y los asesinatos masivos eran tan cotidianos como la salida del sol en el alba.
A Anton Schmid lo asignaron en el cuartel general de la estación de ferrocarril de Viena. Además de los 140 judíos que tuvo a cargo para trabajos forzados, también estaba a cargo de la reasignación de soldados que eran separados de las distintas unidades que conformaban las líneas de mando de la Werchmacht. Más de 40.000 asesinatos se habían llevado a cabo a finales de 1941. El peso de la fatalidad estaba siempre junto a la sombra. Cargar con el uniforme que vestían los victimarios y enfrentarse a la salvación de los perseguidos fue el gesto valiente y a la vez la única razón de su condena por alta traición.
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Fue en enero de 1942 que Anton Schmid fue capturado por los rumores que se habían extendido sobre su ayuda a la comunidad judía. El traslado de varias personas a territorios menos hostiles y el uso de permisos de color amarillo para trabajadores expertos que lograban proteger al propietario y a tres familiares fueron los elementos que Schmid utilizó para salvar la mayor cantidad de judíos posible. Pese a su perspicacia, los hechos se volvieron evidentes. La nieve no cubrió las huellas de un ser humano que pensó en el bien supremo antes que ese supuesto bienestar de devolverle a Europa su pureza y su grandeza.
Schmid fue fusilado el 13 de abril de 1942. Asumió con aplomo su último instante sobre la faz de la tierra y murió con la bandera de la humanidad. Antes que el traje nazi, que fue su mayor imposición y quizá solamente un disfraz, estaba vestido con los colores que no están suscritos a una ideología sino a la simple pero extinta bondad de la humanidad.
Yad Vashem, la institución oficial de los judíos que se constituyó para honrar la memoria de quienes fueron asesinados durante el holocausto nazi y que está ubicado en el Bosque de Jerusalén, le concedió a Anton Schmid 22 años después de su muerte el título de Justo entre las Naciones por su gallardía y su heroicidad, pues no solo venció al odio en cada vida salvada, sino que también se rebeló a la condición monstruosa que había desgarrado por completo el ideal que se tenía hasta ese entonces sobre una condición humana que se había ido resquebrajando con el paso de las guerras y la desmemoria.