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Si a alguien se le ocurre crear un diccionario de incorrección política, perfectamente podría hacer dos cosas para garantizar las ventas. Bautizarlo con el nombre de Truman Capote y poner en la portada una foto del hombre que nació en Nueva Orleáns en 1924. Esa sonrisa socarrona y esa mirada insultante serían el mensaje más contundente para un texto que reúna a los escritores más importantes y provocadores de la historia.
“Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”, es la frase que lo define mejor. Retador, ególatra, narcisista, genio. Todo cabe para hablar del autor de "Desayuno en Tiffaby’s" (1958). Su bendita (¿o maldita?) incorrección política la dejó reflejada en Plegarias, si acaso su texto más venenoso. Desnudó a toda esa elite literaria y meliflua a la que él mismo pertenecía. Con ellos se emborrachaba, se drogaba y tenía sexo, pero en el fondo, los consideraba seres terrenales. Él decía y creía que estaba por encima.
De Virginia Wolf dijo: “No puedo pensar en un solo libro de ella que me guste, excepto su crítica”. De Hemingway señaló: “Detesto El viejo y el mar”. Sobre Borges acuñó: “Es un buen escritor, pero demasiado menor”. En cuanto al Premio Nobel de literatura disparó: “Un jurado que se lo dio a Pearl S. Buck debe ser objeto de análisis en una clínica siquiátrica”. Acerca de Saul Bellow añadió: “Es una nada. No existe”. De Joyce Carol Oates: “Es un monstruo ridículo que debe ser decapitado en un auditorio público… la criatura más abominable de este país”. Sobre Jacqueline Susann: “Causé su muerte. Agonizaba de cáncer cuando dije en televisión: ‘Parece chofer de tráiler’. Cayó de la cama (risas). Su marido la levantó. Vomitó sangre y ya no se recuperó. Me demandaron por un millón de dólares”.
Con Plegarias se ganó el desprecio de todo y de todos. A Capote poco le importó. Sabía que su literatura era para dar puñaladas. Entendió su papel en la historia e hizo el papel de villano con mucho gusto. “¿Qué esperaban? Soy un escritor y lo uso todo. ¿Acaso esa gente pensaba que yo solo servía para divertirlos?”.
“Nunca ha existido nadie como yo, ni nunca existirá. Dios sabe que es cierto”, le dijo a su biógrafo semanas antes de morir (1984).
Para hablar de Capote no hay grises. Hay que tomar una postura. O se quiere o se odia. Nada de medias tintas. Nada de tibiezas. Nada de posturas políticamente correctas. Jaír Villano, en un texto publicado en El Espectador, lo define pragmáticamente. "Podía ser festivo y a la vez el más deprimente; podía ser amigo de celebridades y también de los criminales más temidos; podía tejer relatos en los que sobresalía la historia y no el narrador de la misma, así como otras donde sobresalía él y no la historia; podía ser sincero, decía ser lector consumado de Agatha Christie, y celoso, no soportaba el machismo de Hemingway y la idea de que Norman Mailer hubiera escrito “La canción del verdugo” en pocos meses". Bendita (¿o maldita?) incorrección política.
En el prefacio de "Música para Camaleones" (1980) hace una confesión brillante. "Un día comencé a escribir, sin saber que me había encadenado de por vida a un noble, pero implacable amo. Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse (…). Entre tanto, aquí estoy en mi oscura demencia, absolutamente solo con mi baraja de naipes y, desde luego, con el látigo que Dios me dio”.
Con "A Sangre Fría" (1966) Capote conoció el cielo y presentó a los lectores el infierno. La novela, que cuenta la historia del asesinato de los miembros de una familia de granjeros que viven en el medio oeste de Estados Unidos, desgració (o motivó) según como cada quien lo entienda, a varias generaciones de periodistas que quieren escribir como el autor, pero que no se atrevieron a descender a las cloacas para ver de frente la muerte y salir a flote para contarla. "A Truman Capote lo mata esa obra, pero de otra manera. Lo mata con la exclusión. Muchos amigos le quitan la palabra por contar sus historias, así fuese de manera disfrazada", reseñó Alberto Medina.
La muerte de un genio (1984) casi siempre está rodeada de supersticiones. La de Capote no fue la excepción. Inicialmente se dijo que había fallecido por cuenta de una sobredosis. La información oficial desmintió esa información.
"Los análisis toxicológicos demuestran que Capote había consumido únicamente los medicamentos que se le habían recetado para tratar sus problemas de insomnio, ansiedad, dolores en las piernas y convulsiones epilépticas", afirmó la fuente.