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“Primer día de clase. Llegas al salón. Ves algunas caras conocidas. Se abre la puerta y entra el profesor: ‘Buenos días, bienvenidos futuros abogados y futuras amas de casa’. Sientes rabia, frustración. No esperabas escuchar eso de un profesor reconocido por su experiencia académica y su trayectoria. Tus compañeras se sienten incómodas, pero algunos de tus compañeros dicen: ‘No importa, igual ese tipo es un duro’.
Quinto semestre. Sustentas tu trabajo final. El profesor te mira de arriba abajo. No sabes cómo reaccionar. Solo sonríes de mala gana, con miedo, con pena. ‘Pase al frente a sustentar, señorita. Tanta belleza no puede ser desperdiciada hoy’. Pasas, y mientras te hace una pregunta se acerca, aprovecha y te acaricia la espalda sin tu consentimiento. Al final de la clase te da las gracias, te coge las manos y te dice al oído: “Muy buena la exposición. ¿Vamos por un café?’. A lo cual respondes ‘NO’. ‘Señorita, recuerde que el que pone las notas aquí soy yo, es solo un comentario’, dice él”.
Así comienza una de las ponencias que se leyeron ayer en el Congreso de la República, durante la primera audiencia pública contra la violencia sexual en las universidades, citada por las representantes a la Cámara Ángela María Robledo y María José Pizarro. El documento, resultado del trabajo conjunto entre las estudiantes de distintas universidades privadas de Bogotá es una herramienta para diseñar una política pública que prevenga, sancione y erradique de una vez por todas la violencia sexual contra las mujeres en las instituciones de educación superior del país.
Para Laura Páez, estudiante de la Universidad Libre de Bogotá, el testimonio con el que iniciaron este documento encarna una situación que se repite con frecuencia en las aulas colombianas. “Los distintos tipos de violencias contra las mujeres no son casos aislados. Al contrario, hacen parte de la vida cotidiana de las estudiantes. Es una realidad silenciada e invisibilizada, que se ha normalizado. Hay muchas que sufren y callan ante esta situación”. El objetivo de la audiencia pública, en la que también participaron algunos rectores de las universidades, delegados de Medicina Legal y representantes del Ministerio de Educación y el Ministerio de Trabajo, era “empezar a deconstruir la misoginia centenaria que ha caracterizado a las universidades de Occidente”, según la representante Robledo.
Datos de la Fiscalía General de la Nación señalan que, después de tipificarse el delito de acoso sexual, mediante la Ley 1257 de 2008, las cifras de denuncias se han disparado, pasando de cuatro casos ese año a 1.656 en el 2017, lo que significa que cada día se reportan por lo menos cuatro casos. El 98 % de ellos aún están en la impunidad.
“A pesar de que existen numerosas leyes, instrumentos y tratados internacionales, las mujeres siguen siendo violentadas, desde los micromachismos hasta la violación, en todos los ámbitos de su vida, incluyendo a la universidad. No existen políticas públicas, programas o proyectos que puedan afrontar de manera eficiente la prevención, atención y sanción de los delitos sexuales en el ámbito educativo”, afirmó durante la audiencia la representante María José Pizarro".
Vea: Así somos acosadas las mujeres en las universidades de Colombia
De acuerdo con Cindy Caro, integrante del Observatorio de Asuntos de Género de la Universidad Nacional, los lineamientos que diseñó y publicó el Ministerio de Educación el pasado 7 de agosto (y en los que ella participó como investigadora de la Escuela de Estudios de Género de la Unal) no son suficientes para enfrentar el problema de la violencia de género en el país.
En sus palabras, el asunto no es hacer un documento, sino ver cómo se puede aplicar éste a las problemáticas reales de las estudiantes, las profesoras y las trabajadoras de cada universidad. “Los lineamientos que salieron este año son importantes porque orientan a las universidades, son una guía para saber qué hacer en cada caso específico, pero tienen un gran problema: no son vinculantes ni obligatorios”. (Lea: Las nuevas claves para prevenir el acoso sexual en las universidades colombianas)
Durante la audiencia, el viceministro de Educación afirmó que la autonomía universitaria es un derecho inviolable y primordial, y por eso es imposible obligar a las directivas de las universidades a cumplir con un mismo protocolo. “Si bien la autonomía es un valor fundamental, no puede ser en ningún momento una excusa para violar, vulnerar o esconder derechos”, aseguró en una entrevista con la revista Vice.
Algunas universidades han seguido el ejemplo de la Nacional, pionera en el asunto, y han empezado a aplicar distintos protocolos para prevenir el acoso y la violencia contra las mujeres en sus campus, como la Universidad Javeriana, la Pedagógica y el Colegio Mayor de Cundinamarca en Bogotá, la Universidad Industrial de Santander y la Universidad de Antioquia. Con la Nacional son solo seis en todo el país.
Por eso, la ponencia de las estudiantes de las universidades privadas terminó proponiendo una ley que obligue al Ministerio de Educación a exigir de las instituciones de educación superior, públicas y privadas, una política integral que trate las violencias basadas en género y sexualidad en los espacios universitarios. (Una decisión histórica contra el acoso sexual. El caso de la profesora Mónica Godoy versus U de Ibagué)
Para ellas, la ley sería más o menos así: modificaría los proyectos educativos institucionales para que se incluya la perspectiva de género, los reglamentos estudiantiles y profesorales, así como contratos de vinculación laboral, con miras a incluir faltas graves, sanciones e inhabilidades, y adecuaría procedimientos sancionatorios internos que garanticen protección durante la investigación, verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Las campañas, estrategias de sensibilización y lineamientos institucionales deberán tener perspectiva de género. También deberán consolidarse espacios seguros, promocionar estudios de diagnóstico y hacer de sus resultados un documento público y de fácil consulta para la comunidad universitaria. Además de, claro, la creación de protocolos de prevención, atención y seguimientos de violencias basadas en género y sexualidad en cada IES.
La discusión aún no está zanjada. Pero, en comparación con universidades extranjeras, es evidente que el país se colgó en atender el problema.
Latinoamérica se rajó
El caso de México es tal vez el que más se parece a Colombia. Según el primer “Diagnóstico sobre la atención de la violencia sexual” en México, publicado en marzo de este año, hay 600.000 víctimas de delitos sexuales al año, y ocho de cada diez son mujeres. Entre las personas que figuran como víctimas de delitos sexuales, ser estudiante es la ocupación más frecuente, con el 25,6 % de los casos.
A la fecha, según un análisis de Distintas Latitudes, solo cuatro universidades de las 32 universidades “autónomas locales” (es decir, públicas) tienen un procedimiento específico para atender casos de violencia sexual y aún así no es suficiente. “De esas cuatro universidades, el reglamento de la Universidad Michoacana contempla atender únicamente los casos que ocurren dentro de sus instalaciones y la Universidad de Quintana Roo prevé atender a los trabajadores, más no a los alumnos”, dice el informe del portal mexicano.
El resto de las universidades habla de manera general de “actos contrarios a la moral”. De las instituciones privadas mexicanas, ninguna tiene un protocolo o un enfoque de género. En universidades como la Autónoma de Guadalajara, se prohíbe expresamente que las mujeres utilicen ropa transparente o que las blusas y faldas sean “extremadamente cortas, pues con ello se puede provocar la falta de respeto de sus compañeros”.
De acuerdo con Andrea Hurtado Quiñones, directora de la dirección de género, diversidad y equidad de la Universidad de Santiago de Chile, solo cuatro universidades chilenas tienen procedimientos para lidiar con la violencia sexual en universidades, incluida la suya. Las universidades se avisparon sobre todo después de que miles de estudiantes chilenas marcharon por las calles de Santiago exigiendo “una educación no sexista” en la primera movilización de este tipo en la historia de Chile (y hasta donde sabemos, de la región).
Estados Unidos, a la vanguardia
Desde que Emma Sulkowicz, una estudiante de artes de la Universidad de Columbia, caminó con un colchón a cuestas y se graduó con él en protesta a la desatención que su alma máter le dio a su denuncia de violación, la furia de la opinión pública se prendió y el gobierno de Estados Unidos comenzó a materializar las reglas que tenía engavetadas para atender la violencia basada en género en la educación superior.
Sulkowicz (centro derecha) llevando el colchón en la graduación / Wikimedia Commons
Aunque en 1972 se aprobó una ley federal conocida como Title IX, que dice que “ninguna persona en los Estados Unidos podrá ser excluida o ser sujeta a discriminación bajo ningún programa o actividad educativa por motivos de sexo”, ninguna universidad estadounidense la aplicaba con juicio.
Distinto a lo que sucede en Colombia, las universidades han pagado por fallar al atender el acoso y abuso sexual en el campus. En 2006, la Universidad de Colorado tuvo que pagar USD $2.5 millones por su “deliberada indiferencia” ante el caso de dos estudiantes que fueron violadas por jugadores del equipo de fútbol americano de la universidad. En 2008, la Universidad Estatal de Arizona pagó USD $850.000 a otra estudiante y se vio obligada por una corte federal a expulsar al violador (después de haberlo readmitido, a pesar de varias denuncias de violación a sus compañeras de estudio). Es decir que no solo es culpable a quien comete el delito, también la universidad por fallar en atender a la víctima.
Pero ¿un protocolo basta para frenar el acoso sexual? La revista New England Journal of Medicine publicó en 2015 un estudio en el que separó a 451 mujeres canadienses en dos grupos y los siguió durante un año. Al primero solo se le entregó la información de los protocolos, como es común en las universidades norteamericanas. Al segundo también se le entregó la información, pero hicieron cuatro talleres para “superar barreras emocionales al reconocer el peligro y aprender a defenderse de los agresores”.
En el segundo grupo, el riesgo relativo de violación en el campus fue del 5,2 %, mientras que en el primero fue del 9,8 %. Es decir que los protocolos sí funcionan, pero solo si hay pedagogía.
En Colombia no hay estudios así. Como los protocolos son muy recientes, y las denuncias apenas aruñan la superficie, las universidades colombianas que los han implementado aún no tienen datos concretos de cómo están funcionando sus políticas. La Nacional, según cuenta Caro, tiene un componente pedagógico en su protocolo pero aún están planeando la implementación.
A pesar de la falta de información, hay maneras de hacer que los protocolos funcionen. Europa es un buen ejemplo. Las universidades de la Unión Europea están incluidos en el Informe Etam, un reporte anual que realiza la Comisión Europea sobre las brechas de género en educación y la ciencia. Si una institución promueve la equidad de género y lo que aplica funciona, se les asignan más recursos para investigación, infraestructura, etc.
Para no ir muy lejos, en los lineamientos del Ministerio de Educación que realizó la Escuela de Estudios de Género de la Universidad Nacional se sugiere que esta cartera aplique algo similar a lo que hace el Ministerio del Trabajo y el PNUD con el sello de equidad laboral “Equipares”, una certificación que se le da a las empresas que tienen políticas de equidad de género, protocolos contra acoso laboral, entre otros. La única institución educativa que tiene el sello es la Universidad Cooperativa de Colombia.
“Por ejemplo, se me ocurre que la adopción de esas estructuras en las instituciones de educación superior podría volverse un requisito para la alta acreditación de sus programas. Sin decir que son las maravilla, esas estrategias han funcionado y podría pasar lo mismo con la atención a la violencia de género en las universidades colombianas”, concluye Caro.