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La fórmula funciona. Antes de que Donald Trump llegara a Casa Blanca con una campaña llena de ataques verbales contra su rival, la demócrata Hillary Clinton, el diputado brasileño Jair Messias Bolsonaro ya era célebre por cosas como decirle a una ministra que no se merecía ni que la viole, o por votar a favor de la destitución de la presidenta Dilma Rousseff, no sin antes dedicarle el voto al comandante Ustra, famoso por torturar a cientos de mujeres durante la dictadura militar, entre ellas a la entonces mandataria.
Bolsonaro también acaparó miradas cuando dijo que el error de la dictadura que gobernó su país entre 1964 y 1985 fue torturar y no asesinar a sus enemigos, o cuando dijo que sus hijos nunca tendrán como pareja a una mujer negra, porque “están bien educados”. También lo recuerdan porque ha dicho que las mujeres merecen que les paguen menos porque “quedan embarazadas”, pero, sobre todo, porque podría ganar la primera vuelta en las elecciones presidenciales.
Aunque Luiz Inácio Lula da Silva es el protagonista de todas las encuestas, los seis procesos judiciales en su contra y la condena por corrupción, recientemente ratificada por un tribunal de apelaciones, tiene su campaña presidencial en veremos. En el segundo lugar en las encuestas siempre aparece Bolsonaro.
Nacido en Campiñas, Bolsonaro se formó en la Academia Miitar Agulhas Negras, donde llegó al rango de capitán. En 1986, con el fin de la dictadura, Bolsonaro hizo una de sus primeras apariciones en los medios de su país con una entrevista en la que detallaba el plan para atacar con bombas una base militar, en protesta por los bajos salarios de los militares. Por esos hechos pasaría 15 días de cárcel en una prisión militar por “comportamiento antiético”.
En 1999, ya en el Congreso, Bolsonaro fue suspendido por decir que le habría gustado que la dictadura hubiera asesinado al entonces presidente, Fernando Henrique Cardoso, pero aún con eso, Bolsonaro no tenía el peso político que tiene ahora. La metamorfosis empezó en 2010, cuando emprendió una batalla “contra los ataques comunistas” del Partido de los Trabajadores, una apuesta que empezaría a pagar gracias al descrédito provocado por los escándalos de corrupción que golpearon a la formación política de Lula y Rousseff.
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En 2014, Bolsonaro se convirtió en el diputado con más votos en Río de Janeiro y, dos años después, en mayo de 2016, tomó la que quizás se la decisión más importante de su carreara política: acompañado por el pastor Everaldo Pereira, una de las figuras más importantes de la iglesia evangélica en Brasil, Bolsonaro fue bautizado en las aguas del río Jordán, un gesto que lo puso más cerca del 54 % de los brasileños que, según una encuesta de 2016, tienen opiniones conservadoras (un incremento de cinco puntos respecto a 2010).
Además de capitalizar el no tener ninguna acusación por corrupción, Bolsonaro se vende como el candidato del cristianismo, la seguridad y la mano dura, al punto de prometer que, de llegar a la presidencia legalizará el porte de armas, como en EE. UU., y hará que sus ministerios sean dirigidos por militares, quienes, en su opinión son “los únicos libres de corrupción”.
Para Esther Solano, de la Universidad Federal de São Paulo, aunque Bolsonaro no es multimillonario, la comparación con Trump es obvia: “Ambos forman parte de la nueva derecha pop, que tiene una cara más joven, rebelde, que no se identifica con el mainstream político”, le dijo al diario español El Mundo.
“Los dos se definen como heterosexuales blancos que son víctimas de las minorías homosexuales, mujeres y negros que les acosan al exigir nuevos derechos. Su discurso es de odio, pero lo maquillan bajo la idea de libertad de expresión”, añadió la académica.
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Más allá de las similitudes, la popularidad de personajes con claras tendencias autoritarias podría hacer parte de una tendencia global. Según el índice de democracia que publica la Unidad de Inteligencia de The Economist, las democracias alrededor del mundo llevan diez años consecutivos de debilitamiento.
El índice, que califica a los sistemas políticos según la calidad de sus procesos electorales, el funcionamiento del gobierno, la cultura política, las libertades civiles y el pluralismo, mostró que 89 de los 167 países evaluados recibieron calificaciones más bajas que las obtenidas en 2016. Aunque su situación no es tan grave como la de Venezuela o Bolivia, donde Evo Morales insiste en ocupar el poder indefinidamente, Brasil lleva una seguidilla de tres años bajando su calificación. La caída coincide con el impeachment de Dilma Rousseff, los escándalos de corrupción y la crisis de seguridad que atraviesa el país, los mismos tres factores que impulsan la popularidad de Bolsonaro.