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A pesar de lo que dicen numerosos analistas, lo que está sucediendo en Francia no es completamente inédito. Es cierto que el ataque a nuestros monumentos más simbólicos, la violencia física, los heridos y los incendios son eventos particulares y tienen una intensidad considerable; pero, como advertía Durkheim, todo fenómeno de “efervescencia social” conlleva efectos incontrolables.
Sin embargo, el rumor de las “causas secundarias” (“rechazo a la representación”, “crisis democrática”, “un movimiento imposible de canalizar”) no debe impedir que veamos lo esencial. Según los mencionados analistas (políticos y periodistas), los chalecos amarillos son un movimiento sin líder ni reivindicaciones explícitas. Un movimiento, en suma, en el que es imposible distinguir a los “verdaderos chalecos amarillos” de los vándalos.
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Inspirado en los análisis de mi amigo y colega Jean Baudrillard sobre “las mayorías silenciosas”, he tratado desde hace varios años de señalar la importancia de la “sociedad oficiosa”. Las manifestaciones, a las cuales asistimos desde hace tres semanas y que este fin de semana llevaron la tensión al máximo en Francia, se inscriben en el ambiente de la época posmoderna: el movimiento no tiene un frente unido, no hay convergencia en los motivos de la protesta y no es una agrupación nacional.
Si bien las manifestaciones de los chalecos amarillos se han “viralizado” como una epidemia (epidemia que venía anunciándose en las redes sociales y en las discusiones de café, es decir, donde vive la gente), no estamos ante un movimiento organizado.
Diría más bien que se trata de innumerables tribus que toman por asalto un lugar, impiden el acceso a un gran supermercado y atacan los lugares simbólicos de las élites políticas y comerciales. No hay una reivindicación que unifique a esas tribus, e incluso las peticiones más reiteradas son a veces contradictorias (consumir a bajo precio pero luchar contra la globalización; desarrollar lo local pero favorecer los largos desplazamientos; congregarse en grupos sin renunciar al uso individual del automóvil). Cosas que hacen aun más desacertadas las reacciones de políticos y periodistas; es decir, de la “sociedad oficial”.
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Es posible que el movimiento se disuelva por causa de los actos vandálicos y del miedo que estos suscitan. De todas maneras, ninguna “medida” podrá aliviar la ira de los jóvenes, la melancolía de los campesinos, el descontento popular. De hecho, el gobierno de Emmanuel Macron reversó el alza en el precio del combustible y las protestas continúan por otros motivos.
Las reacciones de muchos políticos no hacen más que ampliar la distancia entre la opinión pública y la opinión publicada. Es tiempo de entender que no es posible “canalizar” las explosiones colectivas mediante negociaciones con representantes.
Tal vez sea pertinente retomar una frase de Nietzsche, pensador exigente y mal comprendido, pero en consonancia total con el espíritu de nuestro tiempo: “Lo decisivo solo puede construirse sobre un ‘a pesar de todo’”.
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Es ese “a pesar de todo” el que está en juego actualmente. A pesar de la violencia, los incendios y las peticiones abusivas, que los analistas no saben si atribuirle a la extrema derecha o a la extrema izquierda, lo que está en juego es una revuelta de los pueblos.
Revuelta contra las élites en general, y en particular contra los periodistas y contra el presidente de la República. Hay algo en el inconsciente colectivo que expresa la vergüenza profunda por haberse dejado estafar por alguien que, como buen teatrero, le hizo creer a todo el mundo que era el pueblo el que se expresaba en él y que él representaría al pueblo de a pie, “en marcha”. En realidad, el blanco de los ataques es la función misma del jefe de Estado y la centralidad que esta encarna. Y lo que se le opone es la centralidad subterránea de movimientos que se expanden de manera viral con la ayuda de las redes sociales.
Este funcionamiento actúa para lo mejor y lo peor: para cometer actos de vandalismo, pero también para la práctica de nuevas formas de solidaridad y ayuda, alejadas de la maquinaria estatal, arraigadas en la vida cotidiana.
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Antes que económica y social, la crisis actual es un cambio de paradigma: lo político es la gestión, la organización de la vida común, la ritualización de la violencia, la regulación de las pasiones, la homeopatización de las rivalidades y emociones colectivas, frecuentemente contradictorias.
Esta concepción de lo político dio lugar en la modernidad (entre los siglos XVIII y XX) a la democracia representativa, la cual acarreó la disolución de todos los “cuerpos intermediarios”, corporaciones y confraternidades, rompiendo toda filiación comunitaria en favor de un contrato social.
Es este paradigma del contrato, conjunto de normas elaboradas por representantes y aplicadas a todos, el que ha dejado de funcionar. Los individuos ya no se sienten representables. ¿Quiere decir, por tanto, que son individualistas? De ninguna manera.
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Esto quiere decir, mejor, que los individuos solo conciben el bien como bien común; es decir, inscribiéndose en múltiples comunidades de vida. Y este regreso a formas de socialidad comunitarias; es decir, de cercanía, marca la salida de la modernidad. La historia humana avanza por ciclos, por épocas que duran tres o cuatro siglos y durante los cuales predomina un imaginario determinado. En la modernidad predominó el modelo materialista y productivista, cuyos rendimientos son innegables en el campo de la salud y la educación. Pero el imaginario de la modernidad produjo, también, estragos ecológicos considerables y la destrucción de antiguas solidaridades de base. De ahí que estemos entrando en una nueva época, en la cual resurge el ideal comunitario y el hombre comprende por fin que no es amo y señor de la naturaleza.
Cada cambio de época supone un período de traumas profundos, pues las sociedades se ven en dificultades para construir un modelo de regulaciones adaptado y, sobre todo, para formular correctamente su historia y encontrar las palabras más precisas para describir su destino. Una de las primeras tareas del político sería saber escuchar los acontecimientos y, a su vez, encontrar las palabras más justas para comprender la realidad.
* Sociólogo francés.Traducción de Pablo Cuartas