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Desde la instauración de la democracia venezolana tras el llamado Pacto de Puntofijo, en 1958, la lista de intentos de golpe de Estado o sublevaciones militares es amplia y variada. Esto sugiere una tendencia contradictoria en la inestable democracia venezolana. De un lado, se evidencia una politización de los militares que, a diferencia de otros países donde se limitan a ser árbitros en el juego de poder, son partícipes integrales de procesos políticos altamente ideologizados. Y de otro, se trata de levantamientos que, a pesar de su alta frecuencia, parecen estar condenados al fracaso.
Venezuela gozó de una estabilidad muy frágil entre 1958 y 1992 (a pesar de los intentos de golpe de Estado en 1961 y 1962 contra Rómulo Betancourt), cuando los dos principales partidos tradicionales, AD y Copei, sentaron las bases mínimas para un largo período sin mayores volatilidades. Esto funcionó en buena medida porque el régimen aprovechó la renta del petróleo y generó una sensación de bienestar que la convirtió en la mítica “Venezuela Saudita”, un país con ingresos y niveles de consumo muy por encima del resto de sus vecinos inmediatos.
A pesar de la prosperidad, el viernes negro en 1983 y luego el Caracazo en 1989 desnudaron las enormes vulnerabilidades de un sistema político y económico tan dependiente de los cambiantes precios del petróleo. Este último episodio se generó en el aumento de los precios en el transporte y en un desabastecimiento que terminó con un importante levantamiento controlado por los militares, pero empañado por la desproporción en el uso de la fuerza militar y policial. El chavismo hizo del Caracazo uno de sus hitos fundacionales, pues convirtió la revuelta en un grito de independencia frente a las agresivas políticas neoliberales que pusieron fin al ciclo de riqueza petrolera. Centenares de muertos dejó la sangrienta jornada de un 27 de febrero que marcó la historia contemporánea de Venezuela. En cada intento de levantamiento se recuerda con temor la fatídica fecha; de allí el llamado constante a que no se sobrepasen ciertas márgenes cuando se producen sublevaciones o levantamientos.
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A comienzos de los noventa, la crisis de legitimidad del establecimiento se agudizó por un ajuste estructural y políticas de apertura lideradas por Carlos Andrés Pérez durante su segundo mandato. Así se fueron generando las condiciones para que el 4 de febrero de 1992 (4F) se produjera el intento de golpe de Estado liderado por el entonces teniente coronel Hugo Chávez. El golpe fracasó pues el grupo fue efectivamente repelido por las fuerzas del orden apegadas al orden constitucional. Sin embargo, el mismo día Chávez pronunció unas palabras que se hicieron célebres: “Compañeros, lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital”. Quedaba claro que el “por ahora” implicaba abandonar momentáneamente la idea de una incursión política, pero de ninguna manera la descartaba de tajo. Aunque fue derrotado militarmente, una década después Chávez resultó vencedor.
En noviembre de 1992 tuvo lugar el segundo intento de golpe contra Pérez, convocado esta vez por civiles y por militares inconformes con un régimen al que veían como decadente y corrupto. No obstante, nuevamente las fuerzas del orden prevalecieron. Los poco más de 90 militares que participaron del golpe se terminaron refugiando en Perú gracias al asilo concedido por el gobierno de Alberto Fujimori.
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Con ambos intentos de ruptura a cuestas, la justicia venezolana encontró causa para juzgar por corrupción a Pérez, quien finalmente fue destituido. El desenlace de su segundo mandato revela una constante de la Venezuela posterior a 1958: los únicos cambios posibles en el sistema político son por la vía de lo institucional. Y así fue para las elecciones de 1998, cuando el chavismo accedió al poder, amparado en un discurso antiestablecimiento, y por vías institucionales fundó una República mediante la Constitución de 1999. Por cuenta de semejante proceso, Venezuela volvió a la polarización y en medio de una polémica reforma a PDVSA, que derivó en manifestaciones multitudinarias, se produjo el intento de golpe de abril de 2002, del que Chávez salió no solo ileso física y políticamente, sino robustecido.
¿Por qué fracasó en ese entonces lo que parecía el fin del chavismo? Por una constante presente en la América Latina posterior a la Guerra Fría y que también explica el fracaso de las sublevaciones anteriores: un consenso regional para no reconocer a un gobierno proveniente de una ruptura constitucional, sea cual sea su origen ideológico. Tras el paso efímero de Diosdado Cabello como vicepresidente de Chávez, Pedro Carmona procedió, una vez asumidas sus funciones, a derogar la Constitución de 1999. De esta forma quedó en evidencia la ruptura del orden constitucional y la inviabilidad de tal administración, que no llegó a ser reconocida formalmente por ningún gobierno.
Venezuela es hoy cautiva de la lógica de que las únicas trasformaciones posibles son aquellas institucionales, aun cuando vayan en contra de la democracia. Triste paradoja, pues casi diez años después, Nicolás Maduro apostaría por el mismo objetivo que Pedro Carmona, pero desde la otra orilla ideológica, al convocar una asamblea que redacte una nueva carta magna y que ponga fin a la Constitución de 1999. Quién lo creyera: actualmente la oposición defiende el orden surgido del documento del 99. Esta turbulenta historia de la democracia venezolana da cuenta de la dificultad para lograr cambios estructurales en el sistema de forma abrupta. La lección contundente muestra que solo han prosperado aquellas iniciativas graduales, institucionales y que han cumplido con formalidades mínimas. Bajo esta dinámica es posible que el proyecto constitucional de Maduro esté condenado al fracaso, así como los intentos de sublevaciones que empiezan a acumularse en su contra.
* Profesor U. del Rosario.