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María Juliana* tiene 36 años, el pelo ondulado, pecas en el pecho y un agudo sentido del humor. Fue educada en un colegio de monjas, habla sin filtros. Trabaja en mercadeo, es madre de dos gemelas de seis años y cree en Dios. También es esposa, hija, hermana, tía y amiga. Su historia de vida, tan común en apariencia, importa hoy más que nunca en Colombia, pues ofrece un testimonio de primera mano para el debate sobre el aborto que se apresta a dar la Corte Constitucional ahora que su ponente, el magistrado Alejandro Linares, les entregó su propuesta de fallo a sus colegas. ("No hay sustento jurídico para afirmar que el aborto es derecho fundamental": Unisabana)
En mayo del año pasado, la abogada Natalia Bernal demandó algunos artículos de los códigos Civil y Penal para, básicamente, pedirle a la Corte que reconozca que el derecho a la vida comienza desde la concepción. Y en este debate, tan polarizado como podría esperarse de un país que aún se guía por el divino corazón de Jesús (aunque la Constitución asegure que es laico), un argumento conservador ha salido a flote: que si en Colombia se despenaliza el aborto en las primeras doce semanas —esa sería la propuesta del magistrado Linares—, las mujeres podrían dejar de lado los métodos anticonceptivos que usan y, en cambio, abortarían.
“Quien diga que abortar puede volverse un método anticonceptivo es porque nunca ha abortado”, dice María Juliana. Ella calla. Respira profundo. Toma impulso para hablar. Este es su relato.
“Hace unos meses hice un taller de constelaciones familiares y salió el tema, sin que yo lo hubiera mencionado. La psicóloga me explicó que es algo que, quiera o no, hace parte de mi sistema familiar. Me dejó la tarea de hablarles a mis niñas de lo que pasó y hacer un cartel en su cuarto en el que les diga que tienen un hermanito en el cielo, pero todavía no he sido capaz. Un hermanito, sí. Yo creo que era un niño. Un par de años después de haberme hecho el aborto fui a donde un psicólogo católico, hice con él un proceso para empezar a sacudirme la culpa, hice un bautizo y me despedí. Ya no siento culpa, crecí, la gestioné. Cargarla no me estaba dejando vivir tranquila. (“Un aborto se debe hacer tan pronto como sea posible y tan tarde como sea necesario”: Mónica Roa)
Yo tenía 19 años y estaba en tercer semestre de la universidad cuando ocurrió todo. Llevaba seis años de relación con mi novio y, en un descuido, quedé embarazada. Sí consideré tenerlo. Sí consideré cambiar toda mi vida y ser madre. Pero, apenas él me dijo que no lo quería, yo lo pensé dos veces. Me vi desamparada, no me sentía capaz de ser madre soltera. De pronto me faltó madurez, quizá debí tener los pantalones mejor puestos para decidir hacerlo por mi cuenta. Me faltó tener mucha más conciencia de mis actos. Aun así, en ese momento, solo estaba segura de que sola no iba a poder y, por eso, decidí que no era el momento para tener un bebé.
Mi novio me dijo que él no quería hacerse cargo de nada más allá de pagar el procedimiento. Me sentí presionada. Creo que si él hubiera querido, lo habríamos tenido, aunque pensar en eso hoy es bobada. Veo a mis niñas y entiendo que, de haber sido madre entonces, no las tendría a ellas ni a mi esposo. Habría tenido otra vida y la que tengo hoy me gusta mucho. Cuando supe que estaba embarazada de ellas, decidí que las tendría sin importar nada, que no volvería a pasar por una experiencia tan dura como la de hace 17 años, así el papá no las quisiera. Lo decidí mucho antes de decirle a mi pareja. Pero él las quiso desde siempre. Yo igual. (La pelea por el aborto libre: las 14 barreras identificadas por la Corte Constitucional)
Cuando era una universitaria no pensaba igual. Al escuchar que mi novio no quería seguir con el embarazo me embargó una decepción del tamaño de un planeta. Nadie en mi familia supo del dilema en el que estaba, pasé el suplicio en compañía solo de una amiga que me acogió en su casa la noche del procedimiento. Él ni siquiera me acompañó ese día, solo consiguió el ginecólogo (era el papá de un amigo suyo, un médico de renombre), me envió el dinero (vivíamos en ciudades diferentes) y, el día del aborto, se perdió. No hubo llamadas, no hubo mensajes. Éramos mi aborto, yo y nada ni nadie más.
El procedimiento fue seguro, pues no se hizo en ningún lugar clandestino. El médico nos cobró $350.000 (poco más de un salario mínimo de la época) y me indicó que debía comprar cinco Cytotec (misoprostol). Me acuerdo perfecto del nombre de las pastillas, ¡cómo no! ¡Ese dolor tan bárbaro que me causaron! Me dolió mucho más que el parto de mis hijas. El médico me pidió tomarme unas de las pastillas, otras introducirlas en mi vagina y, que cuando empezaran los cólicos, fuera a la clínica donde trabajaba explicando que estaba embarazada y con sangrado. Así me pasaron a consulta con él, así terminó ese momento de mi vida.
Al rato de haberme tomado las pastillas fui al baño y me salió una cosa horrible, como un coágulo. Es algo de lo que no quisiera acordarme. Fue horrible, pero no me arrepiento. Hoy que estoy donde estoy entiendo que, cuando pasó todo, yo no estaba lista para ser madre. Cuando aborté, no solo me sentí sola y asustada, sino que también sentía el peso de estar haciendo algo clandestino, algo malo. Terminar un embarazo es, realmente, una decisión personal. Que sea legal puede ayudar a aliviar los efectos que genera. Es tan traumático que, por eso mismo, es imposible que una mujer lo vuelva su método anticonceptivo. Simplemente, imposible".
*Nombre modificado porque el aborto hace parte de la intimidad de las mujeres que se lo practican.