El comienzo de un huracán de violencia llamado 'extradición'

"Preferimos una tumba en Colombia a un calabozo en Estados Unidos": la frase de los 'narcos' que marcó una era de violencia para el país.

Jorge Cardona - Editor General de El Espectador
18 de agosto de 2017 - 01:03 p. m.
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Desde que Rodrigo Lara llegó al Ministerio de Justicia en el umbral del segundo año del gobierno de Belisario Betancur, su causa fue rotunda: guerra a la mafia. A la semana de su gestión la declaró en el Congreso, a donde Pablo Escobar había llegado mientras sus pares dominaban en otros frentes de poder. El 16 de agosto de 1983 llegó la reacción. Con Escobar en la trasescena y Carlos Lehder entrando y saliendo del Congreso con sus agitadores, el representante Jairo Ortega acusó a Lara de recibir un millón de pesos del narcotraficante de Leticia (Amazonas), Evaristo Porras Ardila. Bien pensada emboscada que el ministro explicó por un cheque que se recibió en una empresa de la que era socio, producto de una transacción comercial. Escobar aprovechó para presentar querella en su contra por calumnia y se creó una comisión moralizadora para indagar su conducta. (Primera entrega: Antes que Estados Unidos, España nos prohibió la coca )

 El aliado incondicional cuando el mundo se le vino encima al ministro Lara fue el comandante del Departamento Antinarcóticos de la Policía Nacional, coronel Jaime Ramírez Gómez. De esa alianza espontánea ya se contaban por decenas las aeronaves inmovilizadas y fluía información sobre las dimensiones del enemigo a enfrentar. La red de capos que la cadena de televisión ABC terminó mostrando al mundo el 19 de agosto, en un informe especial con el registro de varias familias colombianas, entre ellas la de Escobar, que controlaban el tráfico internacional de drogas. El congresista anunció una nueva demanda por calumnia, esta vez contra ABC. Lara cobró un segundo aire. Entonces apareció el tercer baluarte de esta primera lucha frontal contra la mafia: el director del periódico El Espectador, Guillermo Cano Isaza y su columna de opinión Libreta de Apuntes(Segunda entrega: Cuando Colombia consumió cocaína 'made in Germany')

 Cuando Guillermo Cano constató en sus archivos que Pablo Escobar había caído preso por narcotráfico en junio de 1976, publicó el 25 de agosto de 1983 esa evidencia con la reproducción facsimilar de la noticia original. El capo quedó al descubierto y, en pocos días, el gobierno de Estados Unidos le retiró la visa, se inició el trámite legislativo para despojarlo de su inmunidad parlamentaria y hasta el Tribunal de Aduanas y el Inderena decomisaron casi un centenar de animales de su zoológico en la hacienda Nápoles en el Magdalena Medio. El ministro Lara pidió a la justicia revivir el expediente de 1976 por tráfico de cocaína, que ahora sumaba los asesinatos de Carlos Gustavo Monroy, Luis Fernando Vasco y Jesús Hernández Patiño, funcionarios del DAS que habían capturado a Pablo Escobar junto a su primo Gustavo Gaviria y su cuñado Mario Henao. (Tercera entrega: Patrones y sicarios: así era el ajedrez de la mafia antes de Escobar)

 Con fuerzas recobradas, el gobierno Betancur recibió dos decisiones más que alentaron su cruzada: la Corte Suprema de Justicia declaró ajustado a la Carta Política el Tratado de Extradición suscrito con Estados Unidos; y el juez décimo superior de Medellín, Gustavo Zuluaga Serna, al reabrir el expediente de 1976, dictó auto de detención contra Pablo Escobar. El ministro Lara denunció que seis de los 14 equipos del fútbol profesional tenían nexos claros con la mafia: Nacional, Medellín, América, Millonarios, Santa Fe y Pereira. A pesar del revuelo o de las sucesivas evidencias, la segunda semana de noviembre el ejecutivo negó las dos primeras extradiciones requeridas por Estados Unidos. Empeñado en su proceso de paz con la insurgencia, se notaba que el ejecutivo evitaba una guerra con el narcotráfico. ( Cuarta entrega: Cuando los narcos eran 'los chachos' de Colombia)

 En medio de la agitación, el asesor del Ministerio de Justicia, José Edgardo González Vidales, presentó una nulidad ante el Consejo de Estado contra las resoluciones que negaron las extradiciones de Emiro de Jesús Mejía y Lucas Gómez Van Grieken. El día que empezaba el debate con proyecto de fallo para tumbar las normas, el demandante fue misteriosamente asesinado. Se respiraba un aire viciado, todo el que opinaba de la extradición estaba comprometido. Nunca se aclaró su muerte. En Colombia era así y, en Envigado, Pablo Escobar tenía como mimetizarse. Entre otros refugios, el Departamento de Seguridad y Control, constituido por civiles con autoridad policiva que puso de moda la tortura. El rumbo torcido de Petete, con permiso para matar en el comodín del alcalde Jorge Meza. Un círculo de poder en el que Escobar fungía como intocable.

 Los días finales del paraíso para los narcotraficantes en Colombia, con entrevistas en radio y televisión, curules propias en el Congreso, cupo en las juntas directivas o señores del fútbol. “¿Dónde están que no los ven?”, se preguntaba Guillermo Cano en su Libreta de Apuntes. En retirada después de que el ministro Lara se les fue encima. Aunque Escobar anunció su retiro de la política para salir de la mira, la ofensiva del coronel Ramírez, con apoyo de la DEA, el 12 de marzo de 1984 les propinó un golpe certero cuando desmanteló el complejo cocainero de Tranquilandia en los llanos del Yarí, Caquetá, con capacidad de refinar 20.000 kilos de cocaína en seis meses. Tres avionetas, dos helicópteros, una pista de 1.500 metros, centro médico, droguería, corral de animales, comida enlatada y cerveza “hasta para bañarse”, como relata Alonso Salazar en La parábola de Pablo.

 La caída de Tranquilandia reactivó la decisión de la mafia de asesinar a Rodrigo Lara a cualquier precio. Primero fue capturado Harold Rosenthal, un lavador de dinero clasificado en la operación Pez Espada adelantada por la DEA en La Florida, de cuyas líneas telefónicas interceptadas sin autorización judicial derivaron conversaciones para inferir que estaba en marcha un plan para concretar el crimen. Después fueron aprehendidos Ricardo y Luis Alfredo Beltrán Franco por estar chuzando las comunicaciones del ministro. Mientras Lara esquivaba a la muerte que le respiraba en la nuca, el juez sexto penal del circuito, Julián Rojas Otálora insistió en interrogarlo por el cheque del narcotraficante Evaristo Porras Ardila. El lunes 30 de abril de 1984, hacia las siete y treinta de la noche, sobre la calle 127 en Bogotá, Lara resultó muerto a tiros en un hecho que todavía se investiga.

 

 

 El único capturado fue Byron de Jesús Velásquez, un menor de edad que dejó rastros suficientes para que el juez primero superior, Tulio Manuel Castro llamara a responder a Pablo Escobar. En el cementerio de Neiva (Huila), ante el gabinete en pleno, varios expresidentes y dirigentes políticos, Belisario Betancur pronunció las palabras para la historia: “¡Alto ahí, enemigos de la humanidad entera! Colombia entregará a los delincuentes solicitados por la comisión de delitos en otros países, para que se les castigue de manera ejemplar en esta operación universal contra un ataque también universal”. La extradición a Estados Unidos, esgrimida como arma para enfrentar al crimen organizado que conformaban los mafiosos. Apenas un mes atrás el gobierno firmaba acuerdos de cese al fuego con las guerrillas, ahora respondía a la guerra declarada por Escobar y su círculo.

La arremetida del gobierno se tradujo en capturas, allanamientos, decomiso de aeronaves, la consabida redada en la costa por la marihuana, mientras los capos huían, la mayoría hacia Panamá. Pablo Escobar, los Ochoa, los Rodríguez Orejuela, Rodríguez Gacha, Carlos Ledher, protagonistas de un capítulo singular de su presurosa retirada. Panamá, donde se vivía un tiempo de lucha intestina con elecciones a bordo, que llevó a la presidencia a Nicolás Ardito Barletta con el auténtico ganador en la trastienda del poder: Manuel Antonio Noriega. Tras la muerte en extraño accidente aéreo del general Omar Torrijos en 1981, Noriega se había convertido en el rey del ajedrez entre lo legal y lo ilícito, hasta que se quedó con todo. Desde el mando supremo hasta el tráfico de armas o el alto precio que pagaban los narcotraficantes colombianos por su libre circulación.

 Con el refugio de los capos en Panamá, Noriega encontró la manera de aumentar los frutos de su soborno a los narcos, aunque también estaba a sueldo de la CIA y la DEA, como escribió el escritor Germán Castro Caycedo en su obra En secreto, citando palabras de Pablo Escobar. Por esta razón, para complacer al gobierno Reagan y su vicepresidente Bush que observaba con recelo, primero decomisó un gigantesco cargamento de éter en Colón y luego, en la serranía de El Sapo, provincia del Darién, sobre el océano Pacífico, 50 millas al sureste de la frontera con Colombia, desmanteló el laboratorio con el que los capos pensaban sustituir a Tranquilandia. Una fábrica de cocaína en plena selva con 23 colombianos capturados, presentada a los medios de comunicación como prueba de que Panamá cumplía sus compromisos internacionales contra el narcotráfico.

 Una encrucijada para la mafia que intentó sortear con una jugada política de alto vuelo. En calidad de observador electoral en el proceso que ganó Ardito Barletta, había llegado a Panamá el expresidente Alfonso López Michelsen, circunstancia que Escobar y demás capos encontraron propicia para contactarlo a través de Santiago Londoño White, exdirector de su campaña presidencial en Medellín. El exmandatario acudió al encuentro en el hotel Marriot y, a finales de mayo, aceptó ser emisario de una propuesta de rendición de los capos al gobierno Betancur. En esencia, su declaración unilateral planteó desmontar el negocio ilícito, repatriar sus capitales, retirarse de la política y colaborar con el gobierno en la erradicación del consumo de droga, a cambio de frenar la extradición y suspender los operativos contra sus bienes materiales y sus familias.

 El presidente Betancur aceptó un segundo encuentro, esta vez con el  procurador Carlos Jiménez Gómez. De esa reunión surgió un memorando que se compartió con la embajada norteamericana. Pero como se lee en La parábola de Pablo de Alonso Salazar, en un encuentro social, el presidente Betancur se lo comentó al periodista Juan Manuel Santos y el 4 de julio de 1984 en el periódico El Tiempo, bajo el titular “Narcotraficantes formulan propuesta al gobierno”, el proyecto de rendición se convirtió en escándalo político de intensa repercusión mediática. En medio del palo sin tregua al expresidente López y el gobierno Betancur, señalados de dialogar con los capos sin que pasara un mes del asesinato de Rodrigo Lara, hasta intervino el escritor Gabriel García Márquez para advertir que era menos inmoral la rendición de la mafia que destruir la Sierra Nevada con veneno para acabar con la marihuana.

 Fracasaba el atajo político de los capos, se deshacía el salvoconducto camuflado que daba Panamá, y en Colombia, el nuevo ministro de justicia Enrique Parejo González propinaba sus primeros golpes. Firmó la extradición de Carlos Lehder en caso de que fuera aprehendido y, condicionado a usar el as jurídico para algún capturado, lo hizo con Hernán Botero Moreno, presidente del club Atlético Nacional, además accionista del hotel Nutibara, dueño de una oficina inmobiliaria y de una compañía de transporte marítimo. Según el gobierno,   comprometido en lavado de dinero a través de un banco de Fort Lauderdale, en Estados Unidos. Los mafiosos que tenían equipos en el torneo rentado intentaron un paro de futbolistas, pero en la primera semana de 1985, Botero, al igual que Said y Ricardo Pabón Jatter y Marco Fidel Cadavid estrenaron la extradición.

En la desbandada de los capos, cada quien buscó su refugio. Pablo Escobar escogió Nicaragua, donde el gobierno sandinista combatía a los contras, atrincherados en la frontera con Honduras y financiados por Estados Unidos. Verdad que se develó en el escándalo Irán-contras,  de cómo el gobierno Reagan vendió armas a Irán para su guerra contra Irak y más de US$47 millones que se movieron a través de cuentas bancarias en Europa, sirvieron para financiar a los contras. El episodio dio lugar a un ruidoso proceso político y judicial en Estados Unidos tras la captura del coronel Oliver North, además miembro de la CIA, aunque por la misma época quedaba al descubierto otra operación ilegal con idénticos fines que no tuvo tanto revuelo. La unión del cartel de Medellín y el de Guadalajara (Mexico) para llevar cocaína a Estados Unidos y aportar a la misma causa de los contras.

 El propio capo contó al periodista Germán Castro Caycedo que, ante la presión de Noriega, acudió al M-19 y en poco tiempo se movía en helicóptero, acompañado por el comandante guerrillero Álvaro Fayad y un delegado del presidente. En junio de 1984, los principales periódicos de Estados Unidos divulgaron fotografías de su presencia en Nicaragua y una corte de La Florida le abrió proceso penal junto a Jorge Luis Ochoa. Ambos ratificaron lo que ya sospechaban, que su piloto de confianza, Barry Seal, trabajaba ahora con la DEA. En febrero de 1986 lo asesinaron. En el relato citado, Escobar precisó que esas fotos se utilizaron para tapar un escándalo: “el de la coca nuestra manejada por extranjeros para financiar a sandinistas y la coca nuestra para financiar a los enemigos de los sandinistas. Mejor dicho, la coca colombiana definiendo las guerras del continente”.

 Al tiempo que Escobar se rehacía en Nicaragua, sus socios afrontaban sus apremios. E l 15 de noviembre de 1984, en un restaurante de Madrid (España), fueron capturados Jorge Luis Ochoa y Gilberto Rodríguez Orejuela. Bajo falsas identidades de panameño y venezolano, vivían en el barrio Pozuelo de Alarcón, hasta que dieron tanto visaje comprando Mercedes último modelo con dinero en efectivo, que terminaron en la cárcel de Carabanchel. De inmediato Estados Unidos solicitó su extradición y el Secretario de Justicia, Edward Meese, viajó a España a asegurarla. Pero los Ochoa se gastaron una fortuna, primero para que el Estado colombiano los pidiera en extradición y les activaran procesos penales que estaban refundidos,  después para ser enviados prontamente al país. Fue asunto de pocas semanas para que quedaran en libertad.

 

 

 En agosto de 1984, junto a 15 personas más, finalmente Pablo Escobar recibió el primer golpe judicial en Colombia que agravó su prontuario. Fue vinculado al asesinato del ministro Lara Bonilla en calidad de autor intelectual. La decisión la adoptó el juez primero superior de Bogotá, Tulio Manuel Castro Gil, quien descifró el rompecabezas criminal a partir de las comunicaciones sostenidas por los sicarios desde el hotel donde se alojaron. Su contacto fue John Jairo Arias Tascón, alias “Pinina”, jefe de sicarios del capo. La pesquisa condujo también a la familia de Escobar, a su entorno político Renovación Liberal Independiente, y a sus socios, Jorge Luis Ochoa y Rodríguez Gacha. El juez Castro Gil comenzó a ser amenazado. El 23 de julio de 1985 fue asesinado en Bogotá. En poco tiempo, Pablo Escobar y su círculo fueron borrados del expediente Lara.

 Con apoyo del hondureño Ramón Mata Ballesteros, de los carteles mejicanos o de otros mafiosos ocultos, los narcotraficantes de Colombia aguantaron la embestida del año 1985 que se desenvolvió entre las celadas al proceso de paz con las guerrillas y la guerra planteada por el narcotráfico para tumbar a cualquier precio el Tratado de Extradición. Por algún desliz del derecho o a través del amedrentamiento a los jueces o el asedio criminal a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que recibían siniestras amenazas de muerte para que apoyaran su objetivo. En poco tiempo, la Corte entró a discutir tres proyectos contra el tratado y, en sobres de correo procedentes de Medellín, los juristas empezaron a recibir escritos de los extraditables con amenazas que no dejaban duda de cómo querían librar su guerra contra la justicia.

“Te convertiste en socio de quien encabeza la lista de futuros aspirantes a propietarios de fosas en los Jardines de Paz. Si el Tratado de Extradición no cae, derrumbaremos la estructura política de la Nación, ejecutaremos magistrados y miembros de sus familias. Estamos dispuestos a morir, preferimos una tumba en Colombia a un calabozo en Estados Unidos. Si actúas con inteligencia, con silencio, no pasara nada. Serás el responsable de tu propio futuro y del futuro de tu propia familia. No estamos jugando. No todos nuestros enemigos pueden gozar del privilegio de la notificación y del aviso. Actuamos de sorpresa”. Ese era el talante de las amenazas que llegaban a los magistrados de la Corte Suprema de Justicia que examinaban el Tratado de Extradición. En ese momento no había hombres más amenazados en Colombia que ellos. 

 Realmente la guerra era contra el tratado y terminaba su misión en Colombia el embajador norteamericano Lewis Arthur Tambs que lo había propiciado con especial esmero desde su perspectiva de aliado incondicional de Rodrigo Lara y el coronel Jaime Ramírez en la ofensiva contra la mafia. Fue él quien acuñó el término “narcoguerrilla”, para advertir que en algunas regiones, las Farc brindaban protección a los cultivos y laboratorios de cocaína a cambio del impuesto al gramaje. Un negocio que ya derivaba multimillonarias utilidades a la insurgencia. Una alianza poco investigada de la que derivaron también versiones de disputas armadas entre distintos frentes de las Farc y el capo Gonzalo Rodríguez Gacha, que tiempo después sumaron al argumento de la feroz cruzada que “El Mexicano” desató contra todo lo que oliera a guerrilla o izquierda política.

 Hasta el final de su gestión en Colombia, el embajador Lewis Tambs fue fuente de controversia. Sobre todo, cuando en una publicitada entrevista acusó al Partido Comunista de tener vínculos con el narcotráfico, y puso al gobierno Betancur en apremios porque su prioridad era negociar el final del conflicto armado con las FARC. Los capos de la droga, encabezados por Escobar, buscaron la forma de asesinarlo. Sitiado por las amenazas y en el blanco, el diplomático sacó del país a su familia. En agosto de 1985 fue reemplazado por Charles A. Gillespie, aunque su carácter crítico no dejó de acompañarlo. Tambs pasó a la embajada en Costa Rica, donde lo tocó el escándalo Irán-contras, por supuestas presiones al gobierno para permitir el descargue de armas y suministros para las contras en una pista construida en la frontera con Nicaragua.

 En el clima de tensión política creado por la eterna crisis del proceso de paz entre los grupos guerrilleros y el gobierno, exacerbada por los crímenes del paramilitarismo, el 18 de octubre de 1985, una noticia publicada en la primera página de varios diarios dejó en evidencia la gravedad del momento. Las autoridades develaron la existencia de un plan del M-19 para tomarse el Palacio de Justicia. Una tragedia anunciada que tres décadas después se sigue discutiendo, con una pregunta que incomoda a muchos: ¿El narcotráfico y el M-19 se concertaron o hubo dinero de por medio para ese asalto que se concretó el 6 de noviembre sin nadie que protegiera a la Corte? El Tribunal Especial que creó Betancur sin dientes para darle una primera opción a la verdad, concluyó secamente que no quedaron evidencias de que se hubiera concertado esa alianza.

 Hay versiones sueltas que apuntan a lo contrario. El periodista Ramón Jimeno en su libro Noche de lobos, documentó por qué hubo momentos en que los intereses del M-19 y los del narcotráfico “se entrecruzaron y coincidieron”. Virginia Vallejo en su texto Amando a Pablo, odiando a Escobar, sostuvo que Escobar le dio un millón de dólares al jefe guerrillero Iván Marino Ospina y cuando ella preguntó para qué era, el capo contestó: “para recuperar mis expedientes y meterles candela. Sin expedientes no hay forma que me extraditen”. El jefe paramilitar Carlos Castaño en el libro Mi confesión, afirmó que el comandante del M-19 Carlos Pizarro se reunió con Fidel Castaño y Pablo Escobar para finiquitar la toma. Cierto o no, lo único claro es que los interesados en atacar a la Corte eran los narcotraficantes que la tenían sometida a un inclemente asedio.

 Cuando el M-19 entró al Palacio de Justicia y divulgó su proclama para exigir al presidente Betancur responder por sus incumplimientos a la paz, quedó incluido en la demanda su verbo contra la extradición: “Y como si fuera poco, mediante un impopular y escandaloso tratado de extradición, se entrega nuestra juridicidad —la más reciente y novedosa de todas las entregas—, que es golpe mortal contra la soberanía nacional. Centenares de compatriotas nuestros están seriamente amenazados no solo por la legislación de países extraños sino por la manifiesta animadversión de algunos de ellos, como es el caso concreto de los Estados Unidos”. No hubo respuesta porque la justicia fue descabezada, sacrificados 11 de sus magistrados, incendiado el Palacio. La Casa del Florero, cuna de la independencia, se convirtió en un puesto de mando donde se cometieron abusos.

 

 Después del holocausto, con un centenar de víctimas mortales y 12 desaparecidos, el ánimo de la Nación quedó deshecho. La paz era una quimera y aunque Betancur, a cinco meses de entregar su mandato, autorizó que la Unión Patriótica concurriera a las urnas, desde ese momento fue también un proceso ahogado en sangre por el fuego amigo del paramilitarismo y el narcotráfico. La sociedad había caído a un laberinto desolador de la memoria. El consuelo llegó el 31 de enero con la expedición de la ley 30 o Estatuto Nacional de Estupefacientes, con algunos dientes para que el Estado enfrentara el dilema, pero con una equivocada visión —corregida hasta 1994 por la Corte Constitucional—, que permitió que muchos jóvenes fueran a la cárcel o extorsionados por las autoridades por una perspectiva inquisitiva frente al porte y consumo de dosis personal de droga.

 Una herramienta para darle la cara al problema, pero insuficiente para frenar la avalancha de un país inerme ante el poder mafioso. El ministro de justicia Enrique Parejo seguía autorizando extradiciones. Severo Escobar, José Cabrera Sarmiento o Bertha Peláez de González se sumaron a la lista, pero los capos seguían libres en su guerra. Con continuos reveses para el Estado en el terreno de los jueces, como ocurrió con el regreso de Gilberto Rodríguez Orejuela y Jorge Luis Ochoa, en calidad de extraditados desde España en 1986. Una parodia millonaria en sobornos para que Ochoa, que solo tenía en Colombia un proceso por contrabando de reses de lidia, terminara condenado a 20 meses de prisión con libertad condicional; y Rodríguez, procesado por un juez de Cali, resultara absuelto, con ratificación de la sentencia en el Tribunal Superior de la misma ciudad.  

 Las gracias del narcotráfico que el 19 de marzo abrió todas las puertas de la cárcel al narcotraficante hondureño Ramón Matta Ballesteros, que había sido capturado en Colombia. Era su norma de oro, en los estrados con los mejores abogados y a los remisos su ración de fuego. A una semana del relevo presidencial, dos sicarios asesinaron al magistrado sobreviviente de la Corte Suprema de Justicia, Hernando Baquero Borda. 16 balazos por defender la constitucionalidad de la ley aprobatoria del Tratado de Extradición. Dos inocentes más perdieron la vida. Un escolta del magistrado y un joven obrero que transitaba por la calle. Era la despedida de Los Extraditables al gobierno de Belisario Betancur que se vio forzado a enfrentarlos. En cuatro meses de gobierno, cuando caía el telón de 1986, ya el entrante presidente Barco cargaba el efecto de siete magnicidios.

 Tres congresistas elegidos por la Unión Patriótica asesinados por el paramilitarismo —Leonardo Posada, Pedro Nel Jiménez y Octavio Vargas—, y el narcotráfico, en vertientes distintas al cartel de Medellín que empezaban a advertirse, en su misión sistemática de silenciar  opositores. Esta vez, cobrando la vida del subdirector del periódico Occidente de Cali, Raúl Echavarría, influyente columnista de 70 años que no ahorraba palabras para advertir la amenaza para el Valle del Cauca. Un sicario lo acribilló frente a su conductor y un reportero gráfico cuando salía del periódico. Agonizante fue llevado al hospital departamental, donde lo recibió su hijo médico. Una película de horror que empezó a repetirse en Colombia. Sicarios en moto que no les interesaba ser adultos. “Suizos”, apelativo dado a suicidas adolescentes sin prevención alguna frente al crimen. 

 En particular Pablo Escobar y su círculo mafioso fueron buscando uno a uno a los pioneros de la lucha en su contra. Y después del asesinato de Lara y pasada la embestida de respuesta, el primero en la lista era el magistrado del Tribunal Superior de Medellín, Gustavo Zuluaga Serna, muerto a tiros el 30 de octubre cuando se movilizaba en un vehículo con su esposa. El juez que en 1983, cuando Lara encaraba a Escobar en el Congreso y El Espectador publicó sus antecedentes, revivió el proceso por el asesinato de los agentes del DAS que lo habían capturado en 1976. Desde ese día, Escobar buscó la manera de amargar su vida. Enfatizó sus amenazas cuando pasó a ser magistrado y hasta un grupo de sicarios retuvo a su esposa, la llevó al sector de las Palmas y la obligó a ver como su carro era arrojado al abismo. “La próxima vez no la dejaremos bajar del carro”, fue la advertencia.

 Dos semanas después, 17 de noviembre, ocaso de puente festivo, cuando regresaba a Bogotá con su esposa y sus dos hijos, en la vía entre Mosquera y Fontibón, fue asesinado el coronel Jaime Ramírez Gómez, principal enemigo de la mafia. El aliado de Rodrigo Lara que destruyó el laboratorio de Tranquilandia y murió desarmado, sin escolta, sin que se aclarara nunca cómo se filtró la información de que viajaba de incógnito y por qué salieron a esperarlo donde sabían que iba a pasar. En medio de la oposición exacerbada del conservatismo ante la tesis de Barco del gobierno de partido, o su brega con las guerrillas y el paramilitarismo, el mandatario honró la memoria del comandante de la Policía Antinarcóticos que iba a empezar su curso para general. Después suplicó a la sociedad algo de solidaridad para combatir con su apoyo al crimen organizado.

 Pero Colombia no estaba preparada para enfrentar a un enemigo que había degradado el conflicto armado, oficiaba en las zonas cocaleras, graduaba de sicarios a jóvenes de las comunas que ahora querían parecerse a los mafiosos y libraba una guerra aparte contra la extradición. En su artillería jurídica, como plan B alcanzó a ventilarse la propuesta de un referendo contra la extradición presentada por el senador liberal Jorge Ramón Elías Náder. No fue necesaria porque el 12 de diciembre, la Corte Suprema tumbó la ley 27 de 1980 que aprobó el Tratado de Extradición. El filón del narcotráfico para lograrlo fue que la ley no había sido firmada por el presidente Julio César Turbay sino por su ministro delegatario, Germán Zea. Según la Carta, el presidente no podía delegar esa expresa función de sancionar leyes aprobatorias de tratados internacionales.

 Como era de esperarse, el Estado estaba conmovido y el gobierno Reagan esperando respuestas. Pero antes de que el país se repusiera del golpe, el 17 de diciembre, el narcotráfico asesinó al director de El Espectador, Guillermo Cano. “Es el narcotráfico, sin moral, sin ley, sin Dios, que no se detiene ante nada”, admitió enlutado el gobierno. La sociedad le tributó un adiós digno de su coraje. En el recorrido entre la sede del periódico y el Parque Jardines del Recuerdo, miles de personas en las vías, desde los puentes o en las ventanas de los edificios, no dejaron de batir pañuelos blancos. El 19 de diciembre se realizó una jornada del silencio sin antecedentes en el mundo. No hubo periódicos ni televisión ni radio. No se abrieron las salas de cine y los periodistas marcharon acompañados de la multitud en absoluto silencio. Prevalecía la sensación de que se tocaba fondo.

 

 *Este contenido es producto de la alianza entre El Espectador y  ¡Pacifista!

 

**Para este artículo, el autor consultó la siguiente bibliografía:

 

Aranguren Molina, Mauricio, Mi confesión, Editorial La Oveja Negra, Bogotá, 2001.

 Baquero, Petrit, El ABC de la mafia, Editorial Planeta Colombiana S.A., Bogotá, 2012.

 Barrios Zuluaga, Ricardo, Convención de Viena y extradición, Editores Colombia Ltda, noviembre de 1989.

 Cardona, Jorge, Días de Memoria, Aguilar Editores, Bogotá, agosto de 2009.

 Castillo, Fabio, Los jinetes de la cocaína, Editorial Documentos Periodísticos, Bogotá, noviembre de 1987. 

 Castro Caycedo, Germán, En Secreto, Planeta Colombiana Editorial S.A., Bogotá, marzo de 1996.

 Dinges, John, Nuestro hombre en Panamá, Intermedio Editores, Bogotá, mayo de 1990.

 Giraldo, Alberto, Mi verdad, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2005.

 Jimeno, Ramón, Noche de Lobos, Edición Folio, Bogotá, mayo de 1989.

 Salazar J. Alonso, La parábola de Pablo, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá, 2001.

 Santos Molano, Enrique, Colombia día a día, Editorial Planeta Colombiana S.A, Bogotá 2009.

 Soto, Martha, Los Goles de la cocaína, Intermedio Editores S.A.S., Bogotá, 2017.

 Vallejo, Virginia, Amando a Pablo odiando a Escobar, Random Hause Mondadori, Bogotá, septiembre 2007.

Por Jorge Cardona - Editor General de El Espectador

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