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Esta es la segunda y última entrega sobre cómo los cupos indicativos han sido utilizados por el Ejecutivo a cambio de votos. Para leer la primera entrega, haga click aquí.
Para el 15 de febrero de 1999, la Red de Veedores Ciudadanos denunció a 89 congresistas por presuntos delitos de concusión, interés ilícito en celebración de contratos y abuso de autoridad ante la Corte Suprema de Justicia y la Fiscalía. La razón: una publicación del diario El Tiempo en la que se denunció un incremento en la planta de personal de defensores públicos en la Defensoría del Pueblo sin ninguna explicación, producto de amañadas recomendaciones de los parlamentarios.
Una vez más, la lista de los congresistas denunciados se acercó al centenar, y el ruido mediático se vio acompañado por los primeros lances del proceso de paz emprendido por la administración Pastrana en la región del Caguán (Caquetá). El 24 de agosto de 1999, en una decisión de escasas diez páginas, la Corte Suprema de Justicia se inhibió de abrir instrucción penal contra los legisladores y dejó peculiares consideraciones de fondo. En primer término, que la sola existencia de recomendaciones de los parlamentarios a terceros no constituía conducta delictiva alguna.
“No puede deducirse que, por un hecho tan común en las relaciones sociales y públicas propias del ejercicio de la actividad política, que el legislador intervenga en la tramitación, aprobación o celebración de contrato, sea con violación del régimen legal de inhabilidades e incompatibilidades”, concluyó la Corte Suprema. En este caso, agregó el tribunal, “la denuncia mostró una visión sesgada del ejercicio de la actividad política de los congresistas, al suponer que toda recomendación o referencia de una persona para acceder a un cargo público, sea una conducta delictiva”.
Apenas pasó un año para que un grupo de congresistas y funcionarios volviera a compartir el ojo del huracán. En este caso, porque seis representantes a la Cámara fueron señalados por la Fiscalía de irregularidades en contratos de prestación de servicios, cobro de porcentajes a contratistas, adjudicación de negocios a empresas fachada y sobrecostos. La petición a la Corte Suprema de Justicia para que fueran investigados involucró al presidente de la Cámara, Armando Pomárico Ramos y a otros miembros de la mesa directiva de esta corporación.
En la trasescena del escándalo, quedó bajo sospecha el llamado Fondo Interministerial, una figura jurídica creada para girar dineros desde el gobierno para la realización de obras públicas. En medio de las pesquisas, el entonces director administrativo de la Cámara, Saúd Castro Chadid se convirtió testigo de la Fiscalía, y reconoció que ese Fondo Interministerial no representaba cosa distinta al pago de favores entre el Congreso y el Ejecutivo y que, si bien había sido creado para atender eventuales calamidades, se había utilizado para entregar dinero a los congresistas a cambio de aprobar las leyes impulsadas por el gobierno.
“La relación que existe entre el Ejecutivo y el Legislativo permite que pulule la corrupción en el Congreso. La costumbre hace que el Ejecutivo le entregue dineros para que le vaya tramitando los proyectos”, detalló Castro Chadid en su confesión. Y agregó: “Es normal ver cómo en la Cámara, los parlamentarios presionan a su turno al Ejecutivo, amenazándolo con no aprobarle sus proyectos de ley, si no les asignan los situados presupuestales que ellos exigen”. Los congresistas encausados y algunos funcionarios públicos fueron condenados, pero el hábito siguió de largo.
Durante la campaña presidencial para 2002, el tema de los auxilios parlamentarios se convirtió en asunto primordial de controversia. Y uno de los que los volvió bandera para fustigarlos fue el candidato Álvaro Uribe, quien demandó ante la Corte Constitucional la ley 628 de 2000, a través de la cual se aprobó el presupuesto para la vigencia fiscal de 2001. La esencia de su demanda fue que el articulado incluía apropiaciones para distribuir entre los congresistas para que los destinaran a obras o servicios, pero que esos cupos indicativos no eran otra cosa que auxilios parlamentarios.
En su demanda, Uribe argumentó que esas partidas realmente estaban destinadas a hacer política con dineros públicos, y que los congresistas que hacían uso de las mismas lograban una ventaja comparativa ante el electorado a través de esta práctica ilegal. Luego recalcó que los auxilios parlamentarios constituían una amenaza para la independencia del Congreso frente al gobierno, por tratarse de halagos presupuestales, burocráticos o contractuales, que lo único que hacían era desaparecer el derecho a ejercer el control político que el Congreso debía realizar al gobierno.
El 6 de noviembre de 2001, con ponencia del entonces magistrado Eduardo Montealegre, y en decisión dividida, la Corte Constitucional rechazó la demanda de Uribe. Su conclusión fue que las partidas denunciadas no vulneraban la Carta Política porque constituían legitimas opciones para el desarrollo regional y no configuraban auxilios parlamentarios. La Corte Suprema recalcó que los proyectos financiados con esas partidas debían ser evaluados por entidades del orden nacional, y que lo importante era que le dieran cumplimiento al Plan Nacional de Desarrollo.
Los magistrados Alfredo Beltrán, Rodrigo Escobar y Clara Inés Vargas se apartaron de la decisión mayoritaria, y argumentaron que el delicado equilibrio que los sistemas presidenciales de gobierno se esfuerzan en mantener, “se rompe en mil pedazos cuando el Ejecutivo, con el consentimiento del legislador, se sitúa en la posibilidad de condicionar la actividad del Congreso, a través de la utilización, poco menos que discrecional, de partidas del presupuesto para la definición de cuyo destino se puede convocar, en cada caso concreto, a los congresistas”.
La pelea de fondo fue entre el candidato Uribe y el Ministerio de Hacienda, entonces regentado por Juan Manuel Santos. Por eso, en calidad de viceministro, Federico Rengifo Vélez -hoy embajador en Francia-, defendió la norma demandada, recalcando que el sistema presupuestal colombiano se caracteriza porque en los debates en las comisiones constitucionales del Congreso se pueden incluir iniciativas de los congresistas, sin que figuren partidas regionales específicas asignadas a ellos por interés particular. Esa tesis fue respaldada por la Corte Constitucional.
Como se sabe, Álvaro Uribe ganó la Presidencia en 2002 y una de sus primeras iniciativas fue proponer un referendo ciudadano contra la corrupción. De 18 preguntas, al final fueron aprobadas 15, y la décima planteó que el artículo 355 de la Carta Política que prohíbe los auxilios, fuera adicionado para que se extendiera esa negativa a cualquier forma de concesión con recursos de origen público, cuyo fin fuera apoyar campañas políticas, agradecer apoyos o comprometer la independencia de los miembros de las corporaciones públicas de elección popular.
El referendo fue votado en octubre de 2003, pero apenas fue aprobado un punto, los demás no pasaron el umbral. La idea adicional de que aquellos servidores públicos que trataran de vulnerar la independencia del Congreso fueran destituidos e inhabilitados para el ejercicio de funciones públicas, quedó en el aire. Lo mismo que la exigencia a los legisladores de sustentar debidamente en el Plan Nacional de Desarrollo los presupuestos que buscaban incluir para sus regiones. En el fondo, la eliminación determinante de los auxilios nunca prosperó.
Lo paradójico es que, menos de un año después, en abril de 2004, a través de su propia aplanadora en el Congreso, el gobierno Uribe puso en marcha el acto legislativo 02 para aprobar la reelección inmediata, y durante su trámite terminó incurriendo en las mismas prácticas que, en sus tiempos de candidato, había censurado. En el momento crítico del trámite de esa reforma, se desencadenó el hecho que tiempo después tomó el nombre de la Yidispolítica. La hora en la que la representante a la Cámara, Yidis Medina, cambió su voto por el sí a la reforma a cambio de dádivas.
Además de otras irregularidades en el trámite de los impedimentos, el representante a la Cámara Germán Navas denunció ante la Corte Suprema de Justica las extrañas maniobras del gobierno Uribe en esa sesión parlamentaria. En 2008, en el contexto de una administración inmersa en escándalos tales como los falsos positivos, las chuzadas del DAS, la parapolítica o los montajes contra los investigadores de la Corte Suprema, la Yidispolítica cobró forma y la congresista que protagonizó los hechos, así como su colega Teodolindo Avendaño, resultaron condenados por concusión.
Tuvieron que pasar siete años para que la justicia se encargara de equilibrar penalmente lo sucedido respecto a los funcionarios del gobierno. Alguien había entregado los puestos a Yidis Medina o Avendaño, para que la reelección presidencial sorteara el momento más difícil de su trámite. En abril de 2015, fueron condenados los exministros Sabas Pretelt y Diego Palacios, así como el exsecretario general de la Presidencia, Alberto Velásquez. Los alfiles de Uribe fueron sentenciados por cohecho, al demostrarse que, a través de entregar esos cargos, lograron el voto crucial de la reelección.
La historia de la pelea política entre Uribe y Santos es conocida, pero en 2014, cuando el expresidente y su sucesor ya estaban en orillas contrarias por el proceso de paz con las Farc, de las toldas del primero salió el calificativo para revivir el recurrente debate: la mermelada. Entonces, ante la Corte Suprema de Justicia, a través de dos voceros de organizaciones no gubernamentales, fue interpuesta una denuncia para tratar de demostrar que, en el proyecto de ley para la aprobación presupuestal de 2013, el gobierno de Juan Manuel Santos estaba entregando dádivas a los congresistas.
En medio del debate, el entonces senador Juan Lozano manifestó que la política colombiana había perdido su capacidad de interpretar a los ciudadanos porque había entrado a depender del alimento burocrático procedente del Ejecutivo. Los denunciantes ante la Corte Suprema insistieron en que, a través de presuntas conductas de cohecho y concusión, la Unidad Nacional de Santos administraba la mermelada en varios sabores: “A contratos, a torta burocrática, a pedazos enteros del Estado, o a la tradicional presentación de auxilios parlamentarios llamados cupos indicativos”.
La conclusión de la denuncia era que el gobierno y los contratistas de la Unidad Nacional sacaban provecho personal y electoral a través de esa mermelada y que, por medio de ésta, el gobierno hacía pasar los proyectos de ley de su interés. En específico, del proceso de paz. Los denunciantes pidieron a la Corte investigar si los votos de los congresistas en 2013 se hicieron por puestos para ellos, sus familiares o amigos, y solicitaron verificar la lista de municipios y entidades beneficiados por los cupos, para evaluar cuál había sido el aprovechamiento de los legisladores.
La denuncia de Ricardo Cifuentes y Eduardo Padilla ante el entonces presidente de la Sala Penal, Leonidas Bustos, permaneció sin avances cuatro años. Durante ese tiempo, terminó en pacto el proceso de paz y, por prácticas parecidas a las denunciadas, se cayó el procurador Alejandro Ordóñez. En 2017 estalló el escándalo conocido como el cartel de la toga y uno de sus protagonistas fue precisamente, el magistrado Bustos. La esencia del escándalo fue la presunta alianza de abogados y magistrados para direccionar fallos judiciales a cambio de dinero.
Con el escándalo del cartel de la toga llegando al cuello de exintegrantes o magistrados de la Corte Suprema, a seis meses del relevo presidencial y en plena recta final de la campaña política al Congreso y la Presidencia, ahora revive el eterno debate de los auxilios parlamentarios, cupos indicativos, ayudas burocráticas o favores del Ejecutivo a los legisladores. Lo que ahora llaman mermelada, pero que en el fondo es la misma práctica: el gobierno sumando votos en el Congreso gracias al poder de sus nombramientos, sus contratos o sus presupuestos.
En el momento crítico de su historia por su imagen maltrecha, la Corte Suprema replantea el debate de los cupos indicativos, que algunos siguen llamando auxilios parlamentarios. En pocas palabras, utilizar el presupuesto del Estado para limitar la independencia del legislativo. Una práctica que, más allá de sus ambigüedades, se niega a perecer en Colombia. La misma que, desde 1991 al presente, ha permitido que sucesivamente el Congreso haya sido gavirista, samperista, pastranista, uribista y santista por idéntica causa: la mano larga del gobierno a los congresistas.
Vea aquí la primera entrega de este tema aquí.