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"Yo no conocí a don Fidel. No tuve un conocimiento físico de él. Pero recuerdo que desde muy pequeño comencé a conocerlo espiritualmente. Fue en una Nochebuena, en Fidelena, mi primer contacto con mi abuelo. Apenas empezaba a tener uso de razón. Alrededor de un viejo árbol florecido en una Nochebuena escuché leer a una de mis tías unos versos. Eran unos versos que hablaban del pan de cada día y de la pobreza de unos niños y del amor de un hombre por sus semejantes. Palabras ciertamente difíciles de comprender a tan corta edad, pero palabras que llegaban prontamente al corazón sin necesidad de entenderlas. El fenómeno era muy sencillo: alrededor del árbol florecido, cien caritas de niños – rostros de niños pobres, alegres por primera vez- escuchaban, como yo, embelesados, las mismas palabras que sus padres habían oído, en el pasado, de labios de mi abuelo.
Fue entonces cuando supe que mi abuelo había amado a los pobres… Y que los pobres habían aprendido a amarlo, porque él no se acercaba a ellos con la falsa caridad de los orgullosos, sino con la sincera amistad de quien entendía, comprendía y padecía sus mismas miserias y sus mismas angustias.
Esa Nochebuena jugamos juntos en los prados de Fidelena, y recibieron los niños pobres idénticos regalos a los nuestros. ¡Inolvidable enseñanza de igualdad y de fraternidad humanas!
Así comencé a conocer a mi abuelo… Y fue así como aprendí a llamarlo, con la misma fervorosa y respetuosa admiración de aquellos niños pobres, “Don Fidel”. Así he seguido llamándolo siempre. (Lea: El Espectador recuerda a Guillermo Cano 30 años después de su asesinato)
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Más tarde supe otras cosas de mi abuelo. A los diez años me dijeron que había estado en la cárcel. No una vez, sino muchas veces. Me explicaron que había ido a la cárcel por defender la libertad de sus conciudadanos.
A los diez años – sobre todo cuando esos diez años los cumplía en un país donde entonces se respiraba libertad- resultaba increíble, incomprensible e injusto que un hombre hubiera ido a la cárcel por defender la libertad.
Me dijeron que además que mi abuelo había ido a la cárcel por defender las ideas liberales; por defender su periódico; por defender a sus amigos pobres, a sus amigos políticos, a sus amigos liberales. También fue difícil entender, a los diez años que un hombre pudiera ir a la cárcel porque había defendido unas ideas, un periódico, unos amigos.
En la ingenuidad de mi entendimiento comenzó a alumbrar una luz. Si mi abuelo no hubiera ido a la cárcel a consecuencia de su lucha por la libertad, por sus ideas, por el periódico, y por sus amigos, yo no estaría gozando de los privilegios de una libertad absoluta, de unas ideas hermosas, de un periódico en desarrollo, y de unos amigos leales y magníficos.
La cárcel no era entonces – solamente como lo creía- el local horrible donde pagaban sus crímenes los asesinos y los ladrones. La cárcel podía ser también un medio para alcanzar fines nobles.
Existen, lamentablemente, seres desgraciados que recibieron como herencia de sus abuelos el deshonor de la cárcel. La prisión de mi abuelo, de la que supe a los 10 años, fue para mí antes que un motivo de vergüenza, un título de honor.
Más tarde pude comprender mejor -en la crisis de la patria- que cuando se defiende honradamente un principio de justicia no importan ni el fuego, ni el terror de la cárcel. Y así conocí otra faceta de mi abuelo. La del gran perseguido que puso por encima de la tranquilidad material sus ideas y su espíritu.
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Fue un conocimiento lento el que tuve de mi abuelo. A los quince años recibí en mis manos una colección de sus editoriales, recortados y pegados en un viejo catálogo de tipos. Fue aquél un contacto conmovedor e inolvidable con su prosa limpia y pura y exacta. A los quince años, como cada vez que tomo en mis manos un pedazo de papel escrito por mi abuelo, sentí más profundamente mi debilidad intelectual.
Algo había, sobre todo, que me impresionaba. En dos cortas columnas de periódico – escritas en un estilo magistral- mi abuelo analizaba cada día un aspecto de la vida colombiana. No se escapó a su inteligencia arista alguna de las actividades ciudadanas, y trataba con la misma propiedad el tema político - que tan bien conocía- como el literario; tan correctamente un problema de límites, como la inconveniencia de la pena de muerte. No se olvidaba jamás de los necesitados, ni de los perseguidos, ni de los humildes, y opinaba también sobre los poderosos, los ricos y los orgullosos.
Luis Cano me dijo alguna vez que leyera los editoriales de don Fidel. He seguido su consejo, pero desgraciadamente creo que no alcancé a los propósitos que él perseguía. Luis Cano creyó que podría yo escribir algún día en el periódico. Y quería sin duda, que escribiera como don Fidel.
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Si es cierto que la lectura de aquellos editoriales históricos no me enseñó a escribir bien, en cambio sí me permitió aprender la lección de El Espectador, lección de nobleza, de honradez y de valor.
Al poco tiempo de ocupar la dirección del periódico, con la tremenda responsabilidad que me legaban mi abuelo, mi tío y mi padre, fui llamado al despacho del ministro de Obras Públicas, Jorge Leyva, por ese entonces uno de los hombres fuertes del régimen Gómez Urdaneta. En presencia del jefe de la censura de prensa, señor De Velasco, Leyva me notificó una serie de órdenes impartidas por él, de obligatorio cumplimiento para El Espectador. Aunque comprendí que aquella inadmisible intromisión en la orientación del periódico resultaba inapelable, pues de testigo y ejecutor de la orden estaba el zar de la censura, manifesté terminantemente al ministro Leyva que el periódico no volvería a circular en esas circunstancias y me retiró del despacho. El Espectador sufrió durante varias horas la infame presión de Leyva. Su edición nacional fue decomisada por detectives, a las órdenes del ministro, en el aeropuerto de Techo. Censores, bajo el mando de Velasco, invadieron nuestros talleres. Pero, finalmente, la firme posición del periódico triunfó, y pudo circular sin que las órdenes de Leyva se hubieran cumplido.
En la actitud que asumí ese día estuvo presente mi abuelo, al que no conocí jamás físicamente, pero cuyo espíritu, que tanto conocía, permaneció a mi lado para no dejarme claudicar ante la fuerza y la opresión, una vez más desatadas contra El Espectador.
En cierta ocasión, en los años negros que vivió la República en un reciente pasado, algún amigo muy querido, a quien los atropellos que contra la prensa se cometían entonces mantenía indignado, me dijo: - Si estuviera vivo don Fidel, preferiría la cárcel a la ignominia de la censura!
Seguramente que sí. Pero El Espectador prefirió el fuego y el saqueo, la destrucción y la suspensión, a la entrega; y padeció altivamente la censura, sin aceptarla jamás.
El Espectador es hoy una gran familia, una reunión de muchas familias; es una empresa que ha crecido sobre los cimientos inconmovibles que le pusieran el heroico sacrificio y el generoso desprendimiento de don Fidel. Aquel hombre no temió ni a la cárcel ni a la pobreza en su conquista de una Colombia mejor y más libre. Se privó a sí mismo y a su familia de la comodidad, de la riqueza y de la tranquilidad. Trabajó con sus hijos y con su esposa en un camino erizado de obstáculos, y cuando lo sorprendió la muerte, en 1919, creyó dejar establecidos perdurablemente en Colombia ciertos principios elementales de libertad, y creyó ver en la historia de años de El Espectador un presente firme y un porvenir seguro. Sus hijos quedaban en la lucha.
Sin embargo, en unos pocos meses, todo lo que tan difícilmente se había conquistado se perdió. Y la nueva época de la censura de prensa, de la persecución oficial, del atropello incalificable, sorprendió a El Espectador con una carga enorme de compromisos aceptados, la cual no podía evadirse –como hubiera ocurrido en el pasado- por la voluntad de una sola familia. Éramos muchas familias, dependientes de El Espectador. La clausura que en la época de don Fidel significaba cárcel y hambre para él y los suyos; en 1952 lo era para muchos. Todos lo habrían aceptado valerosamente –tenemos el ejemplo del seis de septiembre cuando la familia de El Espectador se reunió para afrontar la catástrofe que manos oficiales habían desatado sobre la empresa- pero era responsabilidad demasiado grande arrojar a un destino incierto al trabajador y a su familia. Tiempos distintos, dentro de distintas circuntancias.
¡Pero a pesar de los nuevos tiempos y de las nuevas circunstancias, El Espectador salió limpio y puro, como de las manos de don Fidel, de esta otra prueba, que fue de fuego , de destrucción y de injusticia!
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A los diez y ocho años ingresé a trabajar en el periódico. Fue cuando comencé a conocer mejor a mi abuelo. ¿Cómo? No podría explicar concretamente de qué manera. Tal vez porque su retrato –insomne vigilante de todos y de todo- era como una brújula que no nos señalaba constantemente la orientación exacta del camino que él recorrió, para hacer de El Espectador un periódico que trabajara “en bien de la patria con criterio liberal y en bien de los principios liberales con criterio patriótico”.
Tal vez lo conocí mejor en la prolongación de su sangre –que es prolongación de su espíritu- en la actitud de mi tío y de mi padre, que no importaba en qué circunstancias –en las fáciles y en las difíciles- sabían indicar, sin órdenes, apenas con el ejemplo de sus propios actos, lo que habría hecho don Fidel en la crisis política, en la crisis económica, en la crisis moral.
Tal vez en la actitud de todos los trabajadores de la empresa, viejos muchos de ellos, tan viejos que trabajaron a las órdenes de mi abuelo, que observaban y observan, sin ordenárseles, los principios de honradez profesional que caracterizaron y caracterizan la historia de El Espectador desde cuando editó don Fidel el primer número en una vieja casa antioqueña y en una más vieja prensa plana, hace más de sesenta años.
Tal vez porque a El Espectador llegan muchas personas, sobre todo los grandes pobres, a hablar de don Fidel. A recordarlo con una frase, en un acto durante un momento. Si en mi propio hogar no se guardara por su recuerdo una íntima admiración, un profundo respeto y un sincero cariño, habría sido suficiente esa avalancha colectiva de elogios para enseñarme a admirar, a respetar y a querer a mi abuelo. Pero especialmente a conocerlo, a comprender que su obra y sus sacrificios de muchas veces no fueron estériles.
Legó a sus descendientes más que una herencia material, que tan frágil resulta en el transcurrir de la vida, el tesoro inalienable de una honra inmaculada y un nombre respetado.
Se habla hoy de El Espectador y de su desarrollo económico y técnico de manera muy elogiosa. En un grande edificio, sobre una de las más importantes avenidas de la capital de la República, trépida ensordecedoramente una rotativa moderna y murmullan su canto de metal de los linotipos; infatigables obreros de la tipografía elaboran las páginas mientras en una mesa larga las máquinas de escribir jamás se detienen en su alumbramiento de noticias; ingresa en las cajas el dinero que pagan al anunciador rico y el pobre lector de los barrios apartados; hay una febril actividad de 24 horas. Todo eso en realidad es el tributo que le rinde cada día El Espectador a don Fidel.
De la prosperidad de hoy a la estrechez de ayer, hay un largo recorrido de padecimientos y de ofensas. Unos y otras para él Aun después de muerto. Su busto arrojado a la calle sobre los escombros de archivos, colecciones, libros y máquinas el seis de septiembre de 1952, lo está demostrando. Mientras nosotros resultábamos personalmente ilesos del monstruoso atentado, él se ofrecía como víctima en efigie, a las hordas incendiarias. Si de don Fidel no conociera su noble ejemplo de patriota; su invariable amor por todos los que padecen el sufrimiento sublime de la pobreza; su valerosa resistencia a la tiranía; su irrenunciable fidelidad a la libertad; su inconmovible honradez de periodista; su purísimo estilo de escritor; su irreprochable comportamiento familiar, habría tenido de su vida y su obra conocimiento cabal y completo al verlo sobre las ruinas de su periódico, con aquel gesto que –a pesar de la frialdad del bronce- nos estaba diciendo cálidamente que como íbamos, íbamos bien, y que allí estaba él para defendernos, para servir de blanco a los ataques injustos, para vigilar por la supervivencia de El Espectador.
Muchos nietos han tenido la fortuna de recibir el abrazo del abuelo; de gozar de su amor; de disfrutar sus caricias y sus besos y sus mimos; de oírle contar un cuento al borde de la cuna y sobre todo de conocerlo.
Yo no la he tenido. Yo nací años después de que murió mi abuelo. Para mí el cuento de cuna fue un verso escuchado junto a un árbol cargado de juguetes. El abrazo, el de un viejo anciano menesteroso que quiso ser aquella noche inolvidable mi propio abuelo. El amor, el de que quienes fueron amados por él. Las caricias y los besos y los mimos, de quienes heredaron su nobleza. Todo lo que el abuelo da a su nieto, lo recibí yo de tercera mano.
En cambio, su conocimiento espiritual me llegó desde los cinco años en la alegría de un pobre, y más tarde en la historia de una cárcel, y luego en unos escritos memorables, y finalmente en la historia de un periódico.
De tan grande y fuerte tronco quedan las frágiles ramas agitadas por el huracán de las preocupaciones del mundo moderno. Pero en el tronco distribuyó generosamente su savia para que las ramas resistieran de la tormenta…”.
Ya el nieto que no conoció al abuelo en persona, lo conoce perfectamente en espíritu".