El canto de las alondras: un contraste entre nostalgia y esperanza

La obra, dirigida por Daniel Diaza, está marcada por un sentido trágico. Parte de la trama evoca un acercamiento a los personajes femeninos en la poesía de William Shakespeare.

Laura Camila Arévalo Domínguez / Andrés Osorio Guillott
17 de agosto de 2019 - 03:00 a. m.
 El elenco de El canto de las alondras lo componen las actrices Juliana Herrera, Carolina Mazuera y Stephanie Sastoque.  / Saeed Pezeshki.
El elenco de El canto de las alondras lo componen las actrices Juliana Herrera, Carolina Mazuera y Stephanie Sastoque. / Saeed Pezeshki.
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De nuevo el ambiente en La maldita vanidad nos sumerge en un contexto hogareño, en los escenarios más íntimos de los seres humanos, en las cuatro paredes que habitamos y en las que vemos un refugio, un descanso, un escape, una zona de confort. Dos mujeres que se niegan a abandonar el arte y una tercera que llega de manera fortuita, que llega escapando, que aporta el suspenso a la obra y que produce también una tensión entre las dos que habitan una casa en el barrio Palermo en Bogotá.

Los rasgos de la Bogotá artística y utópica son inconfundibles. En esta obra, que evoca a Shakespeare en una sala oscura a las tres de la madrugada, mediante una mujer que anhela las formas de un hombre, los encantos y el caos de esta ciudad quedan expuestos. El olor de una rutina bohemia enfrascada en la trascendencia a la que solo se llega a través del arte. La luz amarilla que acompaña las jornadas de escritura, o la ausencia de luz, que escolta la melancolía de tantos jóvenes bogotanos que siguen soñando entre andenes destrozados, vestigios de luchas inconclusas y ruido, mucho ruido.

Desde el primer momento, El canto de las alondras fue pensada como una obra protagonizada por mujeres que buscan recomenzar sus vidas destrozadas. Rebeca, una cantante que sueña con retornar a sus días de fama, le tiene pánico a la calle. No puede salir porque se ahoga, porque siente que el mundo puede tragársela y lo único que la protege son las paredes de su casa. Toma sin descanso para no darle ni un minuto de oportunidad al dolor insoportable de la pérdida. Se abandonó después de que la muerte se le atravesara para reducirla, y, aunque se niega quedar sometida, su proceso para recomenzar es largo y tortuoso. Le puede interesar: Los enigmas de Shakespeare

Julia, que vive con ella y ya sabe cómo lidiar con sus fobias, también carga con un peso que a veces le dobla la espalda. Ella, que sueña con ser un él, traslada su añoranza y su gusto por ser hombre y mujer a la vez en Romeo y Julieta. Mientras Rebeca duerme, Julia se viste para parecer hombre, se pinta la barba y se recoge el cabello. Siente que puede convivir en dos cuerpos diferentes y el poder de hacerlo la invita a realizar movimientos aeróbicos, a olvidar que se está escondiendo. En los versos del poeta inglés halla su realidad, que por alterna no deja de ser su verdad y su pasión. Decidió vivir con Rebeca porque su verdad fue demasiado insoportable para sus familiares. Las dos, dedicadas a la música y a la actuación, buscan desesperadamente alguna vía para que existir no sea imposible, para que sus oficios no caigan en la condena de ser ellas.

Todas cargan sus muertos, cargan sus frustraciones, sus esperanzas y sus dolores. Beben del vino, del silencio abrazado por la nostalgia y de la soledad como un acto coherente con el tedio y la no aceptación del mundo exterior, de la humanidad negligente y hostil. Con el canto transforman su ira y erradican sus bloqueos, con la actuación se liberan, con la música y el arte logran paliar la precariedad y el olvido que ha recaído sobre lo que alguna vez significaron y sobre lo que alguna vez soñaron ser. Le sugerimos leer también: “El teatro es una luciérnaga en tiempos de oscuridad”

Rebeca no deja de cantar y Julia esconde en sus manos y en sus atuendos su otra personalidad. No es como el Dr Jeckyll y Mr. Hide, pero sí es un ser humano que goza de su condición de mujer y que goza también de lograr una apariencia de hombre, de engrosar su voz, de mirar con picardía a otra mujer, de sentirse Macbeth o cualquier otro personaje de Shakespeare y declamar con pasión y desenfreno los versos del poeta inglés, que desnudó el amor y sus vericuetos trágicos.

“Hay veces que no sé lo que me pasa/ Ya no puedo saber qué es lo que pasa adentro/ Somos como gatos en celo/ Somos una célula que explota/ Y esa no la paras, no, no la paras”, cantaron Lady, Julia y Rebeca para unirse, para reafirmar que su unión no es el resultado fortuito de un posible destino, sino la conjunción de adversidades y sentimientos. Esa canción de Caifanes, guardada en un casette, que nos recuerda que no estamos en esta época, es otro punto de quiebre, otro rompimiento de una tensión que se transformaba y que no era posible definir.

“Obviamente, tenía que hacerle un homenaje a Shakespeare -afirma Diaza-, pero preferí invertir esto y tomé algunos de sus personajes menos relevantes, en sus historias “Las Mujeres”, pues como sabemos, los hombres son los protagonistas en Shakespeare y de quienes se habla heróicamente, como lo son Hamlet, Macbeth, Ricardo Tercero, etc… Por eso pienso que el autor deja en un segundo plano a las mujeres, al mostrarlas como esa mujer que sufre constantemente, que se convierte en el juguete de sus padres, en la amante, en la mala y peor aún, no toma decisiones, no se empodera de su vida, como ocurre con Ofelia, Gertrudis, Lady Macbeth, Julieta, y en el proceso del montaje de El Canto de las Alondras fueron apareciendo otros personajes similares, como Margarita, Ana, Desdémona, etc”.

El día de los muertos marca un giro en la historia. A partir de ahí y del pasado de Rebeca, se vislumbran las tristezas y se despojan los secretos que llegan en formas de tinieblas. Muertes inesperadas, culpas injustas, odios encarnados y anhelos retenidos o frustrados por haber caído en los rincones marginales de su propia casa. son pasiones que cargan al público de una mirada expectante, de un puñado de preguntas y de una cercanía particular con las ideas que viven clandestinas pero que son las que más pesan y más revelan sobre la esencia de la vida y el sentido profundo de la existencia.

“Desde que me propusieron dirigir un montaje durante el ciclo de “Mirada Paralela”, en “La maldita vanidad”, en su tercera edición y cuyo autor homenajeado sería William Shakespeare, inmediatamente pensé en mujeres, en la posición que este autor les había otorgado a ellas. Sentí unas ganas terribles de reivindicarlas, ya que desde ese momento hubo una necesidad de oponerme, quería hablar de mujeres, pero no de las de Shakespeare. Al contrario, lo que quise fue hablar de esos antiestereotipos: mujeres actuales, empoderadas, ejecutoras”, dijo Daniel Diaza, director de la obra.

Una oda a los pasados que perduran escondidos, que se mantienen sigilosos mientras se carcomen las pequeñas alegrías. Tres personalidades que divergen en sus habilidades, y en sus memorias, pero que convergen en andar y desandar los caminos por medio del arte, de las palabras cantadas que invitan a renacer en las tinieblas y que sugieren resistir a las derrotas propias y a las acumuladas por actos ajenos.

El híbrido entre los personajes clásicos y los desafíos actuales que deben enfrentar estas mujeres se convierte en un desafío para el espectador, que recibe una historia narrada en un dialecto conocido pero atravesado por las tragedias que se construyeron en un pasado remoto. Las elucubraciones de los personajes, sobre todo de Julia, permite reconocer que la evolución en el tiempo no ha transformado los anhelos de la condición humana, y que padecerlos puede ser más sencillo con la compañía de los que, además de soportarlos, los convirtieron en arte.

Por Laura Camila Arévalo Domínguez / Andrés Osorio Guillott

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