¡Oh arte inmarcesible!: Las letras de la independencia

Los últimos doscientos años de la historia colombiana, sus protagonistas y las influencias artísticas que los llevaron a cambiar el rumbo de los acontecimientos. En esta primera entrega, presentamos las influencias de Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander.

Manuela Cano Pulido
07 de diciembre de 2019 - 09:10 p. m.
Bolívar y Santander, protagonistas de la Independencia. / Ilustración: Daniela Vargas
Bolívar y Santander, protagonistas de la Independencia. / Ilustración: Daniela Vargas
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“Es más difícil sacar a un pueblo de la servidumbre que subyugar a uno libre”, plasmaba Bolívar en la Carta de Jamaica de 1815, haciendo referencia a esas palabras que había escrito el filósofo y jurista francés, Montesquieu. Esa carta, en la que el Libertador hacía un llamado contundente a la lucha por la independencia y justificaba, además, la rebelión criolla frente a la Corona española, se constituía en una conversación entre los ideales de Bolívar y de aquellas lecturas que había hecho durante toda su vida.

De la carta surgía un grito que buscaba ser escuchado por otros países para hacerles comprender la importancia de la emancipación del pueblo americano, pero también se veía un paralelo entre ese filósofo francés del siglo XVIII, que creyó en la libertad como base de todo intento político, y de ese luchador caraqueño, que veía en ella la base del futuro de las naciones americanas. La libertad, esa palabra tan concreta y tan abstracta a la vez, juntaba A dos hombres distantes tanto en tiempo como en espacio.

En “El espíritu de las leyes” Montesquieu hablaba de la libertad como el fin máximo de la existencia humana. De allí, Bolívar había empezado a convencerse de su actuar frente a España. Esas palabras, que se juntaban para constituir una de las obras más importantes del filósofo francés, rondaban en la cabeza de Bolívar cuando se preguntaba sobre el futuro de las naciones americanas. Se dice que era uno de sus libros preferidos, por los planteamientos que había allí, que de una forma u otra lo motivaban a seguir adelante. Y aunque la libertad y la política se consiguen en la práctica, más allá que en la teoría, como bien lo sabía Bolívar, las palabras del francés se volvían un aliento más para su lucha.

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Aunque la palabra “libertad” fuese la misma, el contexto americano distaba del europeo. Así, se preguntaba: “¿seremos nosotros capaces de mantener en su verdadero equilibrio la difícil carga de una república? ¿se puede concebir que un pueblo recientemente desencadenado se lance a la esfera de la libertad sin que, como Ícaro, se le deshagan las alas y recaiga en el abismo?”. De esta manera, podía Bolívar formar, como planteaba el historiador John Lynch, su propia teoría de liberación nacional, no imitando las ideas de la ilustración, sino viéndolas como una contribución para formar sus propias.

Montesquieu no había sido la única lectura en la vida del joven venezolano, pues la magia de los libros había llegado a su vida cuando tan solo tenía once años. Fue en mayo de 1791, dos después de que Bolívar quedara huérfano, que se topó con Simón Rodríguez, un hombre intelectualmente inquieto, y quien se convirtió en su tutor. Los unía la pasión por la instrucción de Rodríguez y el carácter curioso de Bolívar. Se trataba de una enseñanza que rompía con el modelo clásico de la época, pues se hacía a través de la experiencia, de enunciados valerosos y del recuento de verdades.

Rodríguez plasmaba en extensos relatos las vicisitudes por las que tenían que pasar los criollos. Bolívar escuchaba, observaba, y hacía suya esta cualidad que lo acompañaría durante toda su vida. Su tutor se declaraba amante de Jean-Jacques Rousseau, quien además de inspirarlo en su vocación de educador, lo había impulsado para llevar a los oídos del joven caraqueño, por primera vez, esa disparidad entre la sociedad y la naturaleza que el filósofo proponía en su Contrato social. Años después el Libertador le escribiría: “No he podido jamás siquiera borrar una coma de las grandes sentencias que usted me ha regalado, siempre presentes a mis ojos intelectuales, las he seguidocomo guías infalibles”.

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La manera de pensar de Bolívar, que se había desarrollado de una manera precoz, no era el resultado de las enseñanzas de su maestro, ni de los autores que constituían su listado de preferencias, sino que a esta se venían sumando las múltiples experiencias que había vivido, y que casi siempre había buscado acompañar con las más diversas lecturas. Así como alguna vez había hablado con su maestro de infancia sobre lo más profundo de la existencia humana, también Bolívar dialogaba con sus lecturas, con autores de otros países, de otros contextos, en los que él veía reflejadas muchas de sus convicciones.

En su primer viaje a Europa, cuando recién llegó a Madrid, Bolívar había percibido una España envejecida, tanto en sus gobernantes como en esa literatura “clásica” a la que aún reverenciaba. Por eso, cuando en su segundo viaje fue expulsado del territorio español por una orden del rey que pretendía sacar a todos los extranjeros del reino, pudo abrir su horizonte literario con su llegada a París. Entonces, y como escribía Max Grillo, “a medida que leía las obras de los Enciclopedistas (...), su orgullo de criollo expulsado de España se recreaba saboreando las páginas de Voltaire, en donde el satírico hace mofa de los prejuicios y de los atrasos de las ideas, y de la vida al otro lado de los Pirineos”.

Fue así que el estilo del pensador francés, sus fuertes críticas a los monarcas franceses, su humor y valentía, conquistaron el gusto de Bolívar. Y como expresó De Lacroix, refiriéndose al gusto literario del Libertador: “Voltaire es su autor favorito, y tiene en la memoria muchos pasajes de obras, tanto en prosa como en verso”. Mediante su lectura constante, Bolívar también conocía a John Locke, que lo sedujo con sus planteamientos novedosos sobre la experiencia humana, su capacidad de reflexión, y, sobre todo, sobre la idea de que la felicidad es el más alto objetivo del ser humano.

Bolívar fue un asiduo lector, y un constante escritor. Las letras lo acompañaban en sus constantes desplazamientos y constituían, además, su mayor motivación en sus ratos libres. Por eso, Zapata se atreve a decir que, “no fue literato de oficio, pero sí de genio. Lo atestiguan sus cartas, donde recorre el diapasón de los afectos, desde la plácida amistad hasta el odio encendido, hasta la tristeza salomónica; sus proclamas, fulgurantes de poesía épica, sus discursos, persuasivos; sus documentos, a menudo de una armonía admirable entre la sobriedad del estilo y la altitud mental”.

Bolívar mismo, cuando ya era presidente, se indignó cuando fue acusado de carecer de educación, y en una carta sentida, sincera y reveladora, le hacía saber a Santander que “ciertamente que no aprendí ni filosofía de Aristóteles, ni los códigos del crimen y el error; pero puede ser que Mollien (Un viajero francés conocido tanto de Santander como de Bolívar) no haya estudiado tanto como yo a Locke, Condillac, Buffon, D’Allambert, Helvétius, Montesquieu, Malby, Filangieri, Lalande, Rousseau, Rollin, Berthollet y todos los clásicos de la Antigüedad”.

La literatura conectaba a Bolívar y Santander. Aunque veían en la práctica la verdadera conquista de la libertad, se habían nutrido mediante sus múltiples lecturas, sus más profundos ideales. Aunque muchos aspectos los diferenciaban, tenían en la literatura ciertos puntos de encuentro, como la profunda admiración al filósofo Jeremy Bentham. Y así, también libertad, felicidad, autonomía, e independencia eran palabras que constantemente releían en sus libros y por las que lucharon con una convicción inquebrantable hasta el final de sus vidas.

Por Manuela Cano Pulido

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