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César, la esquizofrenia y yo

La pianista española María José de Bustos, radicada en Colombia, cuenta el suplicio que ha significado la enfermedad de su hermano, diagnosticado hace 27 años.

Angélica María Cuevas Guarnizo
26 de enero de 2014 - 10:25 a. m.
María José de Bustos vive en Bogotá desde hace tres años. / David Campuzano
María José de Bustos vive en Bogotá desde hace tres años. / David Campuzano
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Te miro a los ojos. Me miras. No veo nada. Un abismo impenetrable. Trato de descifrarlo. Nada. No hay luz. Me pregunto dónde estarás... Quién eres. Por qué me hablas así. Por qué te despierto esa agresividad. Qué te pasó. Quién te hizo esto... Confía en mí. Dímelo. Cuéntamelo. Mi lealtad es absoluta. El tiempo quiere resquebrajarla. Me aferro a ella. No puedo abandonarte. No quiero.

María José de Bustos. Segundo puesto en el Certamen Internacional de Poesía Alonso Quijano, Madrid 2011.

La casa en el árbol
Somos una familia de cinco hermanos: Pedro, Roberto, César, María José y Arturo. Crecimos en San Sebastián, al norte de España, en el País Vasco, hijos de un ama de casa y de un excombatiente de la guerra civil. César y yo siempre fuimos cercanos; desde que él tenía siete años y yo cinco, acordamos que nos casaríamos cuando grandes. Hicimos una casa en un árbol y recuerdo estar sentados allí, meneando los pies, imaginando dónde íbamos a ubicar los objetos de nuestra casa. Al terminar la escuela, convertido en un pequeño rebelde, dijo que no quería seguir estudiando. Mi padre lo envió al servicio militar —una mezcla entre castigo y querer que su hijo de 17 años madurara—. César nunca se hubiera ido por sí solo.

El monte
El servicio duró dos años. En una época sangrienta y políticamente compleja, César hizo parte de la guardia de los Pirineos, en la frontera entre España y Francia, por donde se movían los terroristas de Eta. Hubo muchas muertes. No sé si tuvo situaciones difíciles, pero siempre contaba anécdotas divertidas.

El bar
César terminó el servicio convencido de que no quería estudiar y entró a trabajar en un bar en San Sebastián. Era divertido, carismático, siempre el centro de atención. Mientras mi hermano mayor estudiaba medicina y mis clases de piano avanzaban, César ya ganaba buena plata y era muy generoso. Lo recuerdo alto, delgado, moreno, con su camisa bien planchada. Un chaval simpático que arrasaba con las chicas. Allí conoció al tipo que le propuso montar un bar en sociedad.

Menorca
Se obstinó con ese negocio y dijo que lo montarían en las islas Baleares, en Menorca. En la casa nadie estaba de acuerdo. Nos parecía una locura. Se fue y se fue muy mal. Aunque hubo que hipotecar la casa para prestarle el dinero, él quedó con la sensación de que nadie lo apoyó. A la vuelta de unos meses llamaron para decir que César estaba en un hospital mental. Tenía 23 años. La noticia fue terrible. Mis hermanos intentaron traerlo de vuelta pero no lo lograron. César estuvo 15 días internado y le diagnosticaron esquizofrenia paranoide. No sabemos cuál fue el detonante; quizá le pesaron los conflictos con su socio o los problemas familiares, o la genética. Supimos que las cosas resultaron mal con el bar. Vinieron meses de lucha para que César regresara, pero estaba obstinado en recuperar el dinero. Pasó un tiempo antes de que mis papás viajaran a Menorca para traerlo de vuelta.

El aeropuerto
Yo lo vi bajarse del avión y fue terrible. Llegó negro, quemado por el sol, con rastas. Me reconoció, pero estaba disperso y con los ojos desorientados: en una nebulosa. Supe que era otra persona, me habían cambiado a César. No volví a ver su mirada: a partir de ese día fueron los ojos del esquizo, esos que no tienen fondo. Te miran y no te miran. Nunca más he tenido una conversación normal con él. Ha tenido épocas mejores o peores, pero el César que tuvimos ya no fue, ahí murió.

La casa familiar
Fue como si una bomba estallara dentro de casa. Cada uno está en su vida y de repente este muchacho ya no es el que era y nadie sabe por qué. Le preguntabas si quería un café y te respondía que estaba lloviendo. Nos encontramos con un lío que no sabíamos cómo resolver y en lugar de unirnos ocurrió todo lo contrario. Pasaron años antes de que mi mamá aceptara en público la enfermedad de César; mi padre se murió hace seis años sin reconocer que mi hermano estaba enfermo y toda la vida le recriminó que no trabajara, que se la pasara llorando. Yo le insistía a César que fuera a las terapias estatales, pero durante 20 años no se dejó ayudar. Se negó a medicarse. Mi madre se encargaba de él en la casa. César era un hombre sin horarios; se la pasaba en su habitación, unos días llorando y otros eufórico, y a veces le ayudaba a mi hermano menor pelando patatas o fritando huevos en un restaurante. Pasan los años y todo esto es desgastante.

Las salas de espera
Fui su cómplice. Si él decía barbaridades, yo no me reía y tampoco hacía gestos despectivos; si hablaba del astronauta que estaba comiendo al lado, yo hablaba del astronauta. Varias veces lo vi en la calle y no me reconocía. Estaba en su mundo. Se sentía perseguido, a veces por la CIA, luego por la KGB, después por todos nosotros. Cuando las crisis eran más fuertes accedía a las terapias. He pasado horas y horas en las salas de espera de los servicios públicos. Somos madres y hermanas las que acompañamos al enfermo. Siempre mujeres. Todo es soledad y tristeza.

El Cole
Hace diez años le insistí en que las cosas no podían seguir así. En España se destina un porcentaje de empleos para gente con discapacidades mentales o físicas; mi objetivo era ubicarlo en uno de esos. Para lograrlo tenía que vincularse a un programa de bienestar social. Creo que accedió a inscribirse porque le dije que si iba a las terapias —que llamamos El Cole— yo lo invitaría a cafés y le daría algo de dinero. Contactamos a la asistenta social, que lo valoró, y ahí comenzó a asumir su problema. Durante un año pasó por la unidad de rehabilitación psiquiátrica. Después de las sesiones nos íbamos a tomar algo y por momentos teníamos conversaciones coherentes. Si se hubiera dejado ayudar y nosotros lo hubiéramos acompañado más, podría haber tenido una vida más digna.

El albergue
Ahora trabaja todos los días hasta las dos de la tarde tendiendo las camas de un albergue, luego descansa un rato en casa, en la noche sale un par de horas y regresa. César estuvo de acuerdo en que uno de mis hermanos administrara sus dinero. Al principio todo se lo gastaba en trago, así que ahora el banco sólo le entrega 10 euros diarios e incluso es capaz de ahorrar. Siempre pensé que lograría sacar a mi hermano adelante. Mi aliciente fue el amor por César. Quería que hubiera sido independiente, que siguiera siendo un hombre divertido y brillante. No lo logré y ahora lo siento cansado, machacado por la vida, por la medicación y por su frenética actividad mental. Ahora, que vivo a miles de kilómetros de distancia de él, no paso un solo día sin pensarlo, recordarlo y admirarlo. Es como si quisiera aferrarme a su existencia, esa que cualquier día desaparecerá cuando se quede dormido para siempre.

* María José de Bustos conoció a Bonnett, después de leer Lo que no tiene nombre, en una cena de una embajada. Ese fue el punto de partida de una amistad que perdura.

acuevas@elespectador.com

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