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Hola, Piedad, me tomo el atrevimiento de escribirte este mensaje. Espero que lo leas y me escuches mientras lo estés haciendo”. Así empieza la carta inteligente y sensible de una jovencita de veinticuatro años, a la que llamaré Lola, que me cuenta su historia a la vez con tristeza y fina ironía: “Según los médicos que me tratan desde los siete años tengo una enfermedad mental. En la niñez era hiperactividad con déficit de atención o simplemente caprichosa, en la adolescencia era depresión o rebeldía, y ahora no sé qué es. ¿Bipolar? ¿Psicótica? ¿Esquizofrénica? ¿Maniaco-depresiva? Cada vez, en cada cita, cambia el diagnóstico, o tal vez tenga todas estas enfermedades juntas. He tomado ritalina, trazodona, buspirona, fluotexina, y actualmente debo consumir al día dos pastillas de wellbutrin, cuatro ácidos valproicos, y dos quetiapinas de 50 mgs. y dos sertralinas en las noches. La psiquiatra que me recibe creo que ni se acuerda de mí, siempre me cambia el nombre. Tardo aproximadamente 20-30 minutos mientras me transcriben mi dosis (…) Realmente, Piedad, siempre, siempre, siempre, tengo sueño, y dormir es para mí uno de los acontecimientos más placenteros de mi vida, es un escape, no hay nada…Pero debo volver, así no quiera”.
Como la de Lola he recibido infinidad de cartas desde que publiqué Lo que no tiene nombre, el libro que narra la gigantesca batalla de mi hijo Daniel contra un trastorno esquizo-afectivo y su salida final, el suicidio. Y debo confesar que jamás soñé con que esa sencilla pero trágica historia me enfrentara a una respuesta explícita de tales dimensiones y cargada de un dolor tan enorme. Lo que he podido constatar en estos meses gracias a sus testimonios es que la enfermedad mental y el suicidio son realidades mucho más amplias de lo que nos imaginamos y que siguen siendo silenciadas en esta sociedad. Y también que aquellos que padecen enfermedades mentales y sus familias suelen sentirse desorientados e invadidos por una triste sensación de desamparo.
En estos meses he oído hablar incesantemente de desconcierto, de dolor y de culpa. Uno de los más hermosos testimonios vino de una mujer mayor, pequeñita y digna, que después de una de las presentaciones de mi libro confesó en voz alta, con voz conmovida pero firme, que después del suicidio de uno de sus hijos ni ella, ni su esposo, ni los hermanos, volvieron a mencionar su nombre, avasallados por el tabú y la vergüenza y la tristeza; y que treinta años después se dolía de esa incomprensión frente al hijo muerto y de ese silencio que equivale al olvido y que abrió una grieta de silencio entre los miembros de la familia.
También recuerdo especialmente la bella carta pública que me escribió Juan Mosquera, doliéndose del trastorno de su hermano Daniel: “A veces siento -me dice- que estoy ante una pregunta que no sé responder cuando me mira con esa otra mirada que también es suya. Tengo una rara habilidad para sembrar estúpidas distancias entre lo que amo y yo, así esté a pocas calles y minutos de mí. Y no me lo perdono. (…) Tantas veces hemos corrido mis hermanos y yo a apagar ese incendio que se ha quedado a vivir en casa de mamá”.
Muchos me han expresado también sus quejas sobre el sistema de salud, las clínicas, la indolencia médica o la falta de información y de apoyo. “Después de leer su libro -me escribe una madre- debo decirle que volví a recorrer los caminos de la desazón y el desconcierto que padecí cuando a mi hijo que hoy tiene 26 años, le diagnosticaron un trastorno mental (…) Volví a pasar de consultorio en consultorio de los fríos e inhumanos psiquiatras que visitamos en búsqueda de una orientación y una guía que nos permitiera entender lo que ocurría…”.
Pero hay también quien agradece la ayuda de sus médicos. Una muchacha que padece de estrés postraumático y depresión como secuela de atroces experiencias de violencia urbana, me cuenta: “Estoy en terapia y tomo mis medicamentos. Me tratan dos psiquiatras afortunadamente muy lindos, uno de ellos me asegura que mejoraré o mejoraré”. Y los médicos, de quienes esperaba silencio, poco a poco se han ido manifestando, abriéndose a un diálogo que ha tenido momentos muy hermosos. Uno de ellos, un hombre reconocido, manifestó en público, por ejemplo, un doloroso mea culpa por ser de aquellos ortodoxos que creía que no debía hablar con las familias. Y otro derramó lágrimas cuando recordó a una paciente suya que optó por el suicidio. “Yo la quería”, murmuró, y yo comprendí algo que hasta entonces ignoraba: que existe el duelo del psiquiatra con su paciente.
Y es conmovedor sentir en los relatos de los padres el amor incondicional por sus hijos, oírles decir que son inteligentes y creativos –como aquel pianista zurdo que en una crisis de insomnio dedicó varias noches a cambiar el orden del teclado para ajustarlo a sus necesidades-. Todos sufren. Una abogada de familia, que me cuenta que lleva un caso de interdicción por esquizofrenia paranoide describe el dolor de una madre que no se resigna al diagnóstico: enfermedad progresiva e incurable. “…muchas veces escurren lágrimas por sus mejillas mientras habla, aunque su voz es firme y su relato crudo. Cuando te leía, la escuchaba a ella y a otras madres que se sientes perplejas, impotentes y adoloridas (…) todas están enfermas de dolor e impotencia”.
Y también a mí han llegado cartas de las personas que padecen trastornos mentales, a menudo jóvenes. Una mujer de Puebla me cuenta que su psicosis se la disparó el acimafel, un medicamento para tratar los síntomas de la menopausia. Varios, que un remedio para el acné fue el que les disparó la depresión o los ataques psicóticos. Y otros me hablan de sus síntomas, de sus sueños, de sus sufrimientos cotidianos. Algunas me han conmovido especialmente: la del muchacho de 27 años que me dice que leyó mi libro en una noche, al lado de la camilla de su padre, en la sala de urgencias de un hospital y alumbrado por la luz de su teléfono celular.
Y que al leer sobre Daniel recordó su propio padecimiento: “…me veo ahí, encerrado en mi habitación, sin poder dormir porque todo el tiempo estoy pensando en que me vigilan, que hay cámaras espiándome, que va a irrumpir alguien y me va a hacer daño, sudando, tembloroso…”. Y añade: “Y uno se vuelve experto en actuar, siempre disfrazando un sentimiento de culpa, de tristeza, con caras de alegría, de pensar que ya no puedo llegar a lograr las metas que me he propuesto…”.
Y también está la carta de la chica que recuerda los horrores de la hospitalización y que quiere exorcizar sus pesares narrándolos: “Mientras te leía, recordaba esas crisis desgastantes en las que uno quisiera desaparecer de la tierra para dejar de hacerle daño a los que más se ama. Recordaba la historia de mis heridas y batallas. Ya no quería ocultarlas como si fuera una leprosa…”. Todo ese dolor pero también esa esperanza se condensan bellamente en estos versos de Galia Ospina, que escribió alguna vez en el hospital, que ella me ha autorizado a transcribir con su nombre:
Cien pájaros tejerán los pétalos de su ser.
Ten paciencia.
La gota de agua regresará al océano.
Entre peces dorados
reencontrarás los cantos de tu corazón.
El dolor se transformará en una bandada
de gaviotas.
El miedo se volcará en amor En un instante.
A tu alrededor hay millones de ángeles
Guardándote en hilos dorados y aguas
tranquilas.
Y mientras veo tanto sufrimiento pero también tanta valiente lucha, me provoca gritar como César Vallejo: “¡Hay hermanos muchísimo que hacer!”.
* Poeta y novelista nacida en Amalfi, Antioquia. Licenciada en Filosofía y Letras de la Universidad de los Andes, donde es profesora desde 1981. Tiene maestría en Teoría del Arte, Arquitectura y Diseño en la Universidad Nacional de Colombia.
La obra literaria
Piedad Bonnett ha publicado ocho libros de poemas: ‘De círculo y ceniza’ (Ediciones Uniandes, 1989, reedición de 1995), ‘Nadie en casa’ (Ediciones Simón y Lola Gubereck, 1994), ‘El hilo de los días’ (Norma, 1995), ‘Ese animal triste’ (Norma 1996), ‘Todos los amantes son guerreros’ (Norma 1998) ‘Tretas del débil’ (Alfaguara, Punto de lectura, 2004), ‘Las herencias’ (Visor, 2008) y ‘Explicaciones no pedidas’ (Visor, 2011).
En marzo de 1998 Arango Editores publicó una antología poética suya con el título ‘No es más que la vida y en junio del mismo año editorial Pequeña Venecia de Caracas una selección poética. Su antología ‘Lo demás es silencio’ fue publicada en España por Editorial Hiperión en 2003, siendo la segunda colombiana incluida en la prestigiosa colección. El primero fue José Asunción Silva. En 2008 apareció ‘Los privilegios del olvido’, antología de Fondo de Cultura Económica prologada por José Watanabe, y en 2012 ‘Fuoco fatuo’, antología de poemas en italiano publicada por la editorial Forme Libere de Trento, con traducción de Luca Baú.
Piedad Bonnett es autora de cuatro novelas: ‘Después de todo’ (2001), ‘Para otros es el cielo’ (2004), ‘Siempre fue invierno’ (2007) y ‘El prestigio de la belleza’ (2010), así como uno de unas memorias sobre la muerte de su hijo, ‘Lo que no tiene nombre’ (2013), obras todas ellas publicadas por Editorial Alfaguara. También ha escrito cinco obras de teatro: ‘Gato por liebre’, ‘Que muerde el aire afuera’, ‘Sanseacabó’, ‘Se arrienda pieza’ y ‘Algún día nos iremos’, montadas por el Teatro Libre bajo la dirección de Ricardo Camacho. Este grupo utilizó también su versión en verso de ‘Noche de epifanía’, de Shakespeare, para uno de sus montajes. Una traducción suya de la misma obra forma parte de la colección “Shakespeare por escritores”, de Editorial Norma (1999-2000). Su traducción de ‘El cuervo’, de Edgar Allan Poe, fue publicada por El Ancora Editores en 1994.
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