Luego de 18 años, USD 800.000 millones, la presencia de hasta 100.000 tropas y más de 2.400 soldados muertos (cifra que de todos modos palidece al lado de los 38.000 civiles), Estados Unidos no ha logrado sino un “empate” en la guerra en Afganistán, en el cual de todos modos, los talibanes ejercen más poder y controlan más territorio que nunca. Por ello, desde octubre 2018 viene negociando con dicho grupo en Doha. Pese al anuncio reciente de las partes, después de la octava ronda, de que están cerca a un acuerdo final, la tal “paz” tiene numerosas peros.
El punto focal de las negociaciones – el retiro de tropas estadounidenses a cambio del compromiso talibán de impedir el uso del territorio afgano para realizar ataques terroristas en el extranjero (como ocurrió en el pasado con Osama bin Laden y al Qaeda) reviste varias complicaciones. Entre ellas, los tiempos para que Estados Unidos (y la OTAN) se vayan cuando las fuerzas de seguridad afganas no tienen grados suficientes de profesionalización ni capacidad para combatir a los distintos grupos insurgentes que operan en el país, y el riesgo de fraccionamiento interno de los talibanes al distanciarse de sus hermanos yihadistas. Desde ya se anticipa que las filas del Estado Islámico –responsable del atentado suicida durante la celebración de una boda en Kabul que dejó 63 muertos y 200 heridos, y de otros similares– podrían crecer al ingresar quienes no aceptan los términos señalados.
Ver más: Glifosato, antiético, ineficiente y costoso
Debido también a la negativa talibana a suscribir un cese al fuego hasta que no termine la ocupación extranjera de Afganistán, la violencia contra los civiles ha crecido de forma alarmante. Según la ONU, 2018 fue el año de mayores muertes desde la invasión estadounidense de 2001, más de 3,800 mil (de las cuales 927 fueron niños), además de 7,189 personas heridas. En lo que va de 2019, esta tendencia, que corresponde a la estrategia (tristemente conocida en Colombia) de negociar desde una posición de fuerza, continúa.
Más complejo aún, aunque los talibanes han sostenido conversaciones informales desde hace varios años con distintos sectores políticos y sociales afganos, se han negado a hacerlo oficialmente con el gobierno de Ashraf Ghani por considerarlo ilegítimo. A sabiendas de que el grupo insurgente no se conformará con unos curules en el parlamento, sino que aspira ejercer una cuota considerable de poder en la política nacional, si no controlar ciertas zonas de Afganistán donde ejerce presencia estatal de facto y participar eventualmente en las fuerzas de seguridad, la sincronización entre las negociaciones con Estados Unidos y el diálogo intra-afgano que recién ha comenzado por una vía paralela, se convierte en una necesidad urgente. A su vez, de acordar un esquema de poder compartido, existen temores justificados entre grupos de mujeres y defensores de los derechos humanos de que los derechos civiles se verán recortados nuevamente por los talibanes.
Ver más: Demencia patriotera
Aunque resulta difícil no celebrar la búsqueda de la paz en Afganistán y el retiro militar de Estados Unidos, el retorno talibán a la escena política, la persistencia de otros grupos violentos y el rol futuro de países “interesados” como Rusia, Pakistán, Irán y Arabia Saudita, plantean serios interrogantes sobre su viabilidad y perspectivas reales.G
Luego de 18 años, USD 800.000 millones, la presencia de hasta 100.000 tropas y más de 2.400 soldados muertos (cifra que de todos modos palidece al lado de los 38.000 civiles), Estados Unidos no ha logrado sino un “empate” en la guerra en Afganistán, en el cual de todos modos, los talibanes ejercen más poder y controlan más territorio que nunca. Por ello, desde octubre 2018 viene negociando con dicho grupo en Doha. Pese al anuncio reciente de las partes, después de la octava ronda, de que están cerca a un acuerdo final, la tal “paz” tiene numerosas peros.
El punto focal de las negociaciones – el retiro de tropas estadounidenses a cambio del compromiso talibán de impedir el uso del territorio afgano para realizar ataques terroristas en el extranjero (como ocurrió en el pasado con Osama bin Laden y al Qaeda) reviste varias complicaciones. Entre ellas, los tiempos para que Estados Unidos (y la OTAN) se vayan cuando las fuerzas de seguridad afganas no tienen grados suficientes de profesionalización ni capacidad para combatir a los distintos grupos insurgentes que operan en el país, y el riesgo de fraccionamiento interno de los talibanes al distanciarse de sus hermanos yihadistas. Desde ya se anticipa que las filas del Estado Islámico –responsable del atentado suicida durante la celebración de una boda en Kabul que dejó 63 muertos y 200 heridos, y de otros similares– podrían crecer al ingresar quienes no aceptan los términos señalados.
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Debido también a la negativa talibana a suscribir un cese al fuego hasta que no termine la ocupación extranjera de Afganistán, la violencia contra los civiles ha crecido de forma alarmante. Según la ONU, 2018 fue el año de mayores muertes desde la invasión estadounidense de 2001, más de 3,800 mil (de las cuales 927 fueron niños), además de 7,189 personas heridas. En lo que va de 2019, esta tendencia, que corresponde a la estrategia (tristemente conocida en Colombia) de negociar desde una posición de fuerza, continúa.
Más complejo aún, aunque los talibanes han sostenido conversaciones informales desde hace varios años con distintos sectores políticos y sociales afganos, se han negado a hacerlo oficialmente con el gobierno de Ashraf Ghani por considerarlo ilegítimo. A sabiendas de que el grupo insurgente no se conformará con unos curules en el parlamento, sino que aspira ejercer una cuota considerable de poder en la política nacional, si no controlar ciertas zonas de Afganistán donde ejerce presencia estatal de facto y participar eventualmente en las fuerzas de seguridad, la sincronización entre las negociaciones con Estados Unidos y el diálogo intra-afgano que recién ha comenzado por una vía paralela, se convierte en una necesidad urgente. A su vez, de acordar un esquema de poder compartido, existen temores justificados entre grupos de mujeres y defensores de los derechos humanos de que los derechos civiles se verán recortados nuevamente por los talibanes.
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Aunque resulta difícil no celebrar la búsqueda de la paz en Afganistán y el retiro militar de Estados Unidos, el retorno talibán a la escena política, la persistencia de otros grupos violentos y el rol futuro de países “interesados” como Rusia, Pakistán, Irán y Arabia Saudita, plantean serios interrogantes sobre su viabilidad y perspectivas reales.G