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La experiencia nunca es garantía de éxito en los cargos públicos. Para la muestra, Carlos Holmes Trujillo reporta una larga trayectoria en distintas áreas de la administración pública y como embajador, pero su paso por el Ministerio de Relaciones Exteriores fue un fiasco. Sin embargo, ésta sigue siendo crucial.
El excanciller Fernando Araújo destacó en entrevista radial que Claudia Blum, el reemplazo de Trujillo, es una “señora muy estudiosa, seria y dedicada”. El presidente Duque justificó su nombramiento afirmando que “fue senadora y embajadora, actual miembro del Diálogo Interamericano, con amplia experiencia en asuntos políticos e internacionales”. En realidad, esta última se limita al paso de Blum por la Misión Permanente de Colombia ante la ONU (2006-2010), en reemplazo de María Ángela Holguín, quien renunció en protesta por el exceso de nombramientos políticos allí.
Fue el premio por haber trabajado en la reelección de Álvaro Uribe y en buena medida su labor se concentró en buscar constreñir el rol crítico de la ONU en Colombia, una de las obsesiones del exmandatario en ese entonces. Desde 2018, Blum ha sido integrante del Consejo de Liderazgo del Diálogo —un think tank de Washington—, no como legisladora destacada, sino como directora ejecutiva de una empresa tecnoquímica llamada TQ International, condición que tampoco la hace idónea para el cargo.
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Si algún pergamino porta para ser ministra es la condición de furibista caleña. Hace poco, en su columna en El País, representó a Uribe como el mesías que “rescató a Colombia del destino de Estado fallido” y “corrigió el rumbo de una nación”. Haber aportado $80 millones a la primera vuelta de Duque, tanto ella como su esposo, su cuñado y su concuñada, solo ayuda.
Si el guion que leyó al estrenar su nuevo cargo ofrece algún indicio de lo que será su gestión, es de esperar que Blum siga el mismo camino maltrecho trazado por su antecesor, ahora ministro de Defensa, con altos costos en términos de la reputación y el protagonismo externo del país. Este incluye: insistir en el “cerco diplomático” a Venezuela mediante el Grupo de Lima (que ya se hizo agua) y la controversial invocación del TIAR; apoyar a Juan Guaidó (quien ya se desinfló); presionar a Cuba por no cooperar en la lucha antiterrorista, pese a los protocolos suscritos por la isla en relación con la entrega de los líderes del Eln, y profundizar la relación sometida con Trump (cuya investigación lo hace aún más volátil e impredecible).
La promesa de la nueva canciller de lograr una “total coordinación” de la política exterior con los desafíos nacionales hace pensar, además, que en temas neurálgicos habrá subordinación plena al Ministerio de Defensa, donde Trujillo —quien tampoco ostenta experiencia en su nuevo rol¬ buscará “armonizar” lo local con lo internacional, con consecuencias potencialmente nefastas. Para dar un solo ejemplo, de utilizar ahora en Defensa el mismo discurso guerrerista empleado desde Relaciones Exteriores, Colombia no solo seguirá perdiendo aliados y aumentando antipatías —como ocurrió con su abstención en el voto sobre el embargo a Cuba—, sino que los riesgos de una confrontación violenta con Venezuela —país con el que no hay relaciones diplomáticas— podrán aumentar.