La semana pasada en Bogotá, una farmacia de la cadena Cruz Verde entregó el medicamento equivocado a una madre de familia. El desenlace no pudo ser más trágico: el error le costó la vida a dos niños de 7 y 10 años. La compañía asumió la responsabilidad de manera inmediata, retiró a la persona que vendió la droga y se prendieron las alarmas en el Invima, la Fiscalía General de la Nación, la Secretaría de Salud del Distrito y el Ministerio de Salud. Es decir, se hizo lo que se debería hacer en una situación de esta gravedad. Ahora vendrán investigaciones, responsables, acusaciones y seguramente algún tipo de compensación. Y la vida seguirá y el tema se volverá parte de esas anécdotas locales que alguna vez se comentaron en una reunión de familia o haciendo una de esas filas eternas donde lo único que queda es charlar con el vecino: “tenaz lo que pasó el otro día en esa farmacia, no?”.
Mi hipótesis es que ese tipo de errores ocurren con más frecuencia, y que el control que existe sobre la entrega de medicamentos en Colombia debería ser objeto de una revisión profunda. Que esto haya sido un error no significa que el tema de cómo funcionan las droguerías y las farmacias no deba ser revisado con detenimiento. Si esto sucedió en Bogotá con una cadena más o menos conocida, no me imagino lo que puede pasar en los lugares más recónditos del país. Es muy posible que haya miles de personas detrás de los mostradores de las droguerías y farmacias que no tengan ningún tipo de formación para asumir esta responsabilidad. Y aún así se animan a poner inyecciones, vender antibióticos sin fórmula y hasta hacer valoraciones médicas cuando se aparece cualquier despistado con dolor de cabeza.
En el caso de lo sucedido hace unos días, se intenta inculpar con mucha fuerza y poder a esa persona detrás del mostrador. Es muy probable que sea la primera responsable y está claro que hubo algún tipo de falla en el protocolo. Sin embargo, su error no puede ser visto como un caso aislado, sino como un problema estructural relacionado con la falta de rigurosidad que existe en Colombia en relación con cierto tipo de formaciones. En mi columna anterior mencionaba que algo debería ser corregido en la formación policial para mejorar la manera como los policías interactúan con los ciudadanos. Lo mismo sucede en este caso con las personas que manejan algo tan delicado como los medicamentos. ¿Tienen estas personas la formación necesaria para asumir ese trabajo? Si en algunos casos la respuesta es afirmativa, en otros no; y al tratarse de algo que puede ser de vida o muerte no debería existir margen de error.
En otros contextos, la persona que asume la dirección de una farmacia ha tenido que estudiar mucho para llegar ahí y su equipo de trabajo tiene la formación necesaria para representarla en cualquier momento. Los clientes se acercan con la certeza de estar tratando con profesionales idóneos, cuyas orientaciones no pretenden reemplazar a las de un médico, pero sí sirven para aprender a manejar ciertas dolencias y sobre todo para saber cuándo se trata de algo que reviste gravedad
Nos hace falta ser más rigurosos en temas como este, y el principal responsable tiene nombre propio: nuestro sistema educativo. Ese sistema que nos sigue enseñando a hacer las cosas a medias sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. Ese sistema excluyente y desigual en términos de oportunidades que no da para ofrecernos a todos una misma base de valores y actitudes para asumir la vida en comunidad. Ni siquiera se trata de un tema de plata porque a veces esas falencias también existen en las instituciones privadas. Es más, a veces en estas últimas la burbuja en la que se vive no da tiempo para pensar en los demás. La falta de ética, de compromiso con lo que se hace, de deseos de ampliar el conocimiento para servir al otro, son patologías típicas de la sociedad en la que vivimos y nos encanta ver esas falencias como simples excepciones cuando en realidad se trata de un problema de fondo. Revisar el funcionamiento de estas estructuras es un imperativo.
@jfcarrillog
La semana pasada en Bogotá, una farmacia de la cadena Cruz Verde entregó el medicamento equivocado a una madre de familia. El desenlace no pudo ser más trágico: el error le costó la vida a dos niños de 7 y 10 años. La compañía asumió la responsabilidad de manera inmediata, retiró a la persona que vendió la droga y se prendieron las alarmas en el Invima, la Fiscalía General de la Nación, la Secretaría de Salud del Distrito y el Ministerio de Salud. Es decir, se hizo lo que se debería hacer en una situación de esta gravedad. Ahora vendrán investigaciones, responsables, acusaciones y seguramente algún tipo de compensación. Y la vida seguirá y el tema se volverá parte de esas anécdotas locales que alguna vez se comentaron en una reunión de familia o haciendo una de esas filas eternas donde lo único que queda es charlar con el vecino: “tenaz lo que pasó el otro día en esa farmacia, no?”.
Mi hipótesis es que ese tipo de errores ocurren con más frecuencia, y que el control que existe sobre la entrega de medicamentos en Colombia debería ser objeto de una revisión profunda. Que esto haya sido un error no significa que el tema de cómo funcionan las droguerías y las farmacias no deba ser revisado con detenimiento. Si esto sucedió en Bogotá con una cadena más o menos conocida, no me imagino lo que puede pasar en los lugares más recónditos del país. Es muy posible que haya miles de personas detrás de los mostradores de las droguerías y farmacias que no tengan ningún tipo de formación para asumir esta responsabilidad. Y aún así se animan a poner inyecciones, vender antibióticos sin fórmula y hasta hacer valoraciones médicas cuando se aparece cualquier despistado con dolor de cabeza.
En el caso de lo sucedido hace unos días, se intenta inculpar con mucha fuerza y poder a esa persona detrás del mostrador. Es muy probable que sea la primera responsable y está claro que hubo algún tipo de falla en el protocolo. Sin embargo, su error no puede ser visto como un caso aislado, sino como un problema estructural relacionado con la falta de rigurosidad que existe en Colombia en relación con cierto tipo de formaciones. En mi columna anterior mencionaba que algo debería ser corregido en la formación policial para mejorar la manera como los policías interactúan con los ciudadanos. Lo mismo sucede en este caso con las personas que manejan algo tan delicado como los medicamentos. ¿Tienen estas personas la formación necesaria para asumir ese trabajo? Si en algunos casos la respuesta es afirmativa, en otros no; y al tratarse de algo que puede ser de vida o muerte no debería existir margen de error.
En otros contextos, la persona que asume la dirección de una farmacia ha tenido que estudiar mucho para llegar ahí y su equipo de trabajo tiene la formación necesaria para representarla en cualquier momento. Los clientes se acercan con la certeza de estar tratando con profesionales idóneos, cuyas orientaciones no pretenden reemplazar a las de un médico, pero sí sirven para aprender a manejar ciertas dolencias y sobre todo para saber cuándo se trata de algo que reviste gravedad
Nos hace falta ser más rigurosos en temas como este, y el principal responsable tiene nombre propio: nuestro sistema educativo. Ese sistema que nos sigue enseñando a hacer las cosas a medias sin pensar en las consecuencias de nuestros actos. Ese sistema excluyente y desigual en términos de oportunidades que no da para ofrecernos a todos una misma base de valores y actitudes para asumir la vida en comunidad. Ni siquiera se trata de un tema de plata porque a veces esas falencias también existen en las instituciones privadas. Es más, a veces en estas últimas la burbuja en la que se vive no da tiempo para pensar en los demás. La falta de ética, de compromiso con lo que se hace, de deseos de ampliar el conocimiento para servir al otro, son patologías típicas de la sociedad en la que vivimos y nos encanta ver esas falencias como simples excepciones cuando en realidad se trata de un problema de fondo. Revisar el funcionamiento de estas estructuras es un imperativo.
@jfcarrillog