Del Plan Colombia a los nuevos retos
Para el eventual posconflicto que se viene sería muy útil un nuevo Plan Colombia, ya no centrado en lo militar, sino con el principal objetivo de crear tejido social en paz.
El Espectador
La Colombia del año 2000, cuando se firmó el acuerdo de cooperación con Estados Unidos llamado Plan Colombia, ya no existe, y eso es un motivo de celebración. Por eso, el próximo jueves 4 de febrero se llevará a cabo en Washington una reunión entre el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el de Colombia, Juan Manuel Santos, para conmemorar los éxitos de ese plan en la recuperación del monopolio de la fuerza estatal y la fortaleza de las instituciones del país durante estos 15 años.
La situación de Colombia era precaria entonces. Lo dijo Andrés Pastrana, presidente de la época en que se firmó, en una entrevista del año pasado: gracias al acuerdo pasamos “de un Estado fallido a la Colombia de ahora”, pues consistió en “un fortalecimiento de las fuerzas militares del país como nunca en la historia, que permitió la política de seguridad democrática y llevar a la guerrilla a la mesa de negociaciones”. Para lograrlo, Estados Unidos destinó cerca de US$7.500 millones para la lucha contra los grupos armados y el narcotráfico, más algunos programas sociales.
Hoy, el resultado de este esfuerzo es evidente: Colombia cuenta con un Ejército que doblegó en mayor medida a los grupos guerrilleros —lo que tiene, en efecto, a las Farc sentadas en La Habana y terminará, esperamos, con un proceso con el Eln— y ha dado una valiente batalla contra el narcotráfico. En este tiempo, también, las instituciones recuperaron en buena medida la legitimidad que habían perdido, al punto que hoy el Estado se siente en capacidad de cumplir las responsabilidades que abandonó en los 80 y 90.
Ahora, sin embargo, también es momento de pensar en las deudas del Plan Colombia: la lucha contra las drogas y la construcción de tejido social.
Sobre lo primero, el presidente Santos fue claro esta semana en el foro “Nuevos retos de la política antidrogas de Colombia”, realizado por la Fundación Buen Gobierno con apoyo de la Universidad de los Andes y el London School of Economics: “es hora de que el mundo reconozca que la lucha contra las drogas que se decretó hace 40 años no se ha ganado y es porque algo estamos haciendo mal”. Tiene razón. El camino progresivo hacia la legalización, por su lentitud, tiene atados a los países productores, que son los que deben lidiar con los efectos perversos del narcotráfico. Bienvenido el acuerdo de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) de llevar una posición unificada a la Asamblea General de Naciones Unidas, que en abril próximo abordará el tema. Estamos en mora de adoptar una nueva estrategia.
Y aquí entra el segundo aspecto: cualquier tipo de lucha contra las drogas derivará en un nuevo fracaso si no existe en el terreno una política de desarrollo sostenible y de trabajo con las comunidades vulnerables. Y no sólo eso: el éxito de un posible posconflicto depende de la capacidad que el Estado tenga de construir comunidades allí donde históricamente la violencia ha generado abandono. Llenar esos vacíos, que no es un reto menor, necesita de inversiones decisivas en lo social. Para eso, como se ha venido proponiendo desde hace un par de años, sería muy útil un nuevo Plan Colombia, ya no centrado en lo militar, sino con el principal objetivo de crear tejido social en paz.
Todo lo cual no obsta para entender una realidad: esa fortaleza del Estado colombiano que ahora celebramos significa también que debe ir asumiendo, y cumpliendo, mayores responsabilidades. Antes que pensar en que la cooperación internacional lo soluciona todo, la institucionalidad colombiana debe estar preparada para llenar los muchos vacíos que aún tiene. Eso, de cara al eventual posconflicto, es bueno entenderlo y actuar en consecuencia.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.
La Colombia del año 2000, cuando se firmó el acuerdo de cooperación con Estados Unidos llamado Plan Colombia, ya no existe, y eso es un motivo de celebración. Por eso, el próximo jueves 4 de febrero se llevará a cabo en Washington una reunión entre el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, y el de Colombia, Juan Manuel Santos, para conmemorar los éxitos de ese plan en la recuperación del monopolio de la fuerza estatal y la fortaleza de las instituciones del país durante estos 15 años.
La situación de Colombia era precaria entonces. Lo dijo Andrés Pastrana, presidente de la época en que se firmó, en una entrevista del año pasado: gracias al acuerdo pasamos “de un Estado fallido a la Colombia de ahora”, pues consistió en “un fortalecimiento de las fuerzas militares del país como nunca en la historia, que permitió la política de seguridad democrática y llevar a la guerrilla a la mesa de negociaciones”. Para lograrlo, Estados Unidos destinó cerca de US$7.500 millones para la lucha contra los grupos armados y el narcotráfico, más algunos programas sociales.
Hoy, el resultado de este esfuerzo es evidente: Colombia cuenta con un Ejército que doblegó en mayor medida a los grupos guerrilleros —lo que tiene, en efecto, a las Farc sentadas en La Habana y terminará, esperamos, con un proceso con el Eln— y ha dado una valiente batalla contra el narcotráfico. En este tiempo, también, las instituciones recuperaron en buena medida la legitimidad que habían perdido, al punto que hoy el Estado se siente en capacidad de cumplir las responsabilidades que abandonó en los 80 y 90.
Ahora, sin embargo, también es momento de pensar en las deudas del Plan Colombia: la lucha contra las drogas y la construcción de tejido social.
Sobre lo primero, el presidente Santos fue claro esta semana en el foro “Nuevos retos de la política antidrogas de Colombia”, realizado por la Fundación Buen Gobierno con apoyo de la Universidad de los Andes y el London School of Economics: “es hora de que el mundo reconozca que la lucha contra las drogas que se decretó hace 40 años no se ha ganado y es porque algo estamos haciendo mal”. Tiene razón. El camino progresivo hacia la legalización, por su lentitud, tiene atados a los países productores, que son los que deben lidiar con los efectos perversos del narcotráfico. Bienvenido el acuerdo de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) de llevar una posición unificada a la Asamblea General de Naciones Unidas, que en abril próximo abordará el tema. Estamos en mora de adoptar una nueva estrategia.
Y aquí entra el segundo aspecto: cualquier tipo de lucha contra las drogas derivará en un nuevo fracaso si no existe en el terreno una política de desarrollo sostenible y de trabajo con las comunidades vulnerables. Y no sólo eso: el éxito de un posible posconflicto depende de la capacidad que el Estado tenga de construir comunidades allí donde históricamente la violencia ha generado abandono. Llenar esos vacíos, que no es un reto menor, necesita de inversiones decisivas en lo social. Para eso, como se ha venido proponiendo desde hace un par de años, sería muy útil un nuevo Plan Colombia, ya no centrado en lo militar, sino con el principal objetivo de crear tejido social en paz.
Todo lo cual no obsta para entender una realidad: esa fortaleza del Estado colombiano que ahora celebramos significa también que debe ir asumiendo, y cumpliendo, mayores responsabilidades. Antes que pensar en que la cooperación internacional lo soluciona todo, la institucionalidad colombiana debe estar preparada para llenar los muchos vacíos que aún tiene. Eso, de cara al eventual posconflicto, es bueno entenderlo y actuar en consecuencia.
¿Está en desacuerdo con este editorial? Envíe su antieditorial de 500 palabras a yosoyespectador@gmail.com.